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El viajante escuchaba con atención y guardaba en la memoria las frases instructivas para explotarlas en lo sucesivo.

—¿Y qué amor es ese que consagra el matrimonio? —dijo de improviso el caballero nervioso y taciturno, que se había aproximado, sin que ninguno de nosotros lo notara.

Estaba de pie con la mano apoyada en el respaldo del asiento y notablemente impresionado. Tenía encarnada la cara, hinchada una vena de la frente y temblorosos los músculos de las mejillas.

—¿Qué amor es ese que consagra el matrimonio? —volvió a decir.

—¿Qué amor? —contestó la señora. —¡El amor común entre esposos!

—Pero ¿cómo puede ocurrir que sea capaz de consagrar el matrimonio un amor común? —continuó, visiblemente afectado, el caballero nervioso.

Y pareció que intentaba decir algo desagradable a la señora.

Ella lo comprendió, sin duda, y empezó a aturdirse.

—¿Cómo? Pues muy sencillo‑dijo.

El caballero nervioso cogió la palabra al vuelo.

—¡No; muy sencillo, no!

—La señora dice, —interrumpió el abogado, señalando a su esposa, —que el matrimonio debe ser ante todo resultado de un afecto, de un amor, si usted quiere, y que cuando existe el amor, el matrimonio representa algo sagrado, pero sólo en tal caso; mientras que todo matrimonio que no se funda en un afecto natural, en el amor, no encierra nada que obligue moralmente. ¿No es cierto, querida?… Por consiguiente… —añadió el abogado, queriendo continuar la discusión.

El caballero nervioso no le dejó acabar y, haciendo grandes esfuerzos por contenerse, preguntó:

—Bien, sí, señor; pero ¿como ha de entenderse ese amor, única cosa que consagra el matrimonio, según ustedes?

—Todo el mundo sabe lo que es el amor‑dijo la señora.

—Pues yo no lo sé, y desearía saber cómo lo define usted.

—¿Cómo? Pues muy sencillamente.

Se quedó pensativa, y después continuó de esta manera:

—El amor… el amor… es la preferencia exclusiva de una persona a todas las demás.

—¿Una preferencia por cuánto tiempo?… ¿Por un mes, por dos días, por media hora? — arguyó el caballero con una irritación singular.

—No, cálmese usted y dispense, sin duda no me ha entendido, puesto que su contestación es muy distinta a lo que ya afirmo y pretende refutar.

—¡Sí; hablo absolutamente de lo mismo! De la preferencia de una persona a todas las demás… Pero pregunto: ¿una preferencia, por cuanto tiempo? Ésta es la cuestión.

—¿Por cuánto tiempo? Por mucho, y a veces por toda la vida.

—Bien, pero todo eso se ve en las novelas, y jamás en la vida práctica; pues la preferencia de uno sobre todos rara vez dura varios años; lo más común es que sólo dure meses, cuando no semanas, días, horas, minutos…

—¡Ah! No, no, señor. ¡Usted dispense! —dijimos los tres a la vez.

Hasta el viajante profirió un monosílabo de reprobación.

—¡Sí, ya sé! —dijo gritando más que todos. —¡Ustedes hablan de lo que se cree que existe, y yo hablo de lo que existe efectivamente! Cualquier hombre experimenta lo que ustedes llaman amor por todas las mujeres bonitas, y muy poco por su mujer. De ahí el refrán que no miente: Es la mujer ajena miel, y la propia, hiel.

—¡Ah! Lo que usted dice es horrible. Y el hecho es que existe entre los seres humanos ese sentimiento que se llama amor, y que dura, no meses y años, sino toda la vida.

—No, no existe tal cosa; yo lo afirmo. Aun admitiendo que Menelao hubiese preferido a Elena por toda la vida, Elena prefirió a Paris. Es lo que ha sucedido, sucede y sucederá siempre, y no puede ser de otra manera, como no puede suceder que, en un saco lleno de garbanzos, dos de ellos, marcados con una señal especial, vayan a colocarse siempre el uno al lado del otro. A parte de que ya no es algo discutible sino cierto que han de llegar un día la saciedad o el aborrecimiento, por parte de Elena o por parte de Menelao. La única diferencia que puede haber en esto es que el uno se canse más tarde o más temprano que el otro, pero amarse toda la vida, vamos, señores, repito que eso no se ve mas que en las novelas cursis, y que no pueden creerlo más que los niños. Amar a una persona toda la vida es como si se dijera que una vela puede arder siempre.

—Pero es que usted habla del amor físico… ¿No admite usted un amor basado en una conformidad de ideales, en una afinidad espiritual?.

—¿Por qué no? Pero en ese caso no hace falta procrear. Dispensen ustedes mi rudeza. Lo raro es que esa armonía de ideales no se ve entre viejos, sino entre personillas jóvenes y agraciadas (añadió con una sonrisa irónica). Sí; yo afirmo que el amor, que el verdadero amor, no consagra el matrimonio, como solemos creer, sino que, al contrario, lo destruye.

—No soy de su opinión, —repuso el abogado, —a cada aserto, los hechos de la vida real desmienten sus teorías sobre el matrimonio, pues toda la humanidad, o, por lo menos, la mayor parte, hace vida conyugal, y muchos esposos acaban tranquilamente una larga vida en común.

El caballero nervioso sonrió maliciosamente :

—¿Y qué? Me dice usted que el matrimonio se funda en el amor; y cuando yo niego la existencia de todo otro amor que el que proviene del goce de los sentidos, quiere usted probarme la existencia del amor por el hecho del matrimonio, que es por parte del hombre una violencia y una mentira por parte de la mujer.

—No, no hay tal‑objetó el abogado. —Yo sólo digo que los matrimonios han existido y existen.

—Pero, ¿cómo y por qué? Han existido y existen para gentes que han visto y ven en el matrimonio algo sacramental… una obligación contraída ante la divinidad. Para esos, existen, y para nosotros no son más que hipocresía y violencia. Estamos convencidos de ello, y para acabar tan inicua farsa, predicamos el amor libre; pero predicar el amor libre no es en substancia sino invitar a volver a la promiscuidad de los sexos (usted dispense, dijo a la señora), al pecado a la buena de Dios de los raskolniks. Los viejos cimientos no son ya tan sólidos como antes y hay que edificar sobre otros nuevos, pero no predicar la vida licenciosa.

Al hablar así se acaloró de tal modo que todos callaron, mirándole con asombro.

—Y, sin embargo, el estadio de transición es terrible. La gente comprende que no se puede admitir el pecado al azar. Hace falta regularizar de algún modo las relaciones sexuales, pero no existe más base que la antigua en la que ya nadie cree. Hombres y mujeres siguen casándose lo mismo que antes, pero han perdido la fe en el matrimonio, lo cual lleva consigo la mentira y la violencia. La mentira, de por sí, no es una carga demasiado pesada para la pareja. Ambos cónyuges representan ante el mundo una comedia considerándose como monógamos (cosa que no está bien, si en realidad son polígamos); pero, en fin, eso puede aguantarse con paciencia. Pero cuando marido y mujer, como sucede a menudo, después de haberse comprometido a pasar juntos toda la vida (sin saber por qué), se encuentran con que ya al segundo mes sienten deseos de separarse, y, sin embargo, siguen viviendo juntos, entonces sobreviene una existencia infernal, y las víctimas de semejante tortura no tienen otro remedio para sus males que la embriaguez o el suicidio.