Todos guardaron silencio. Nos encontrábamos en una situación violenta.
—Sí, no puede negarse que, en algunas ocasiones, la vida marital termina con una tragedia espantosa. Vean ustedes, por ejemplo, el caso de Pozdnychev‑dijo el abogado, queriendo desviar la conversación de aquel terreno inconveniente y demasiado excitante. — ¿Han leído ustedes cómo mató a su mujer por celos?.
La señora contestó que no había leído nada sobre ese crimen. El caballero nervioso no despegó los labios; cambió de color. De repente dijo:
—Veo que ha adivinado usted quién soy.
—No, no he tenido ese gusto.
—El gusto no es muy grande. Yo soy Pozdnychev.
Nuevo silencio. Pozdnychev se sonrojó y volvió a palidecer en seguida.
—Después de todo nada importa. Ustedes dispensen, no quiero molestarlos.
III
Volví a sentarme en mi sitio. El abogado y la señora cuchicheaban. Yo estaba sentado junto a Pozdnychev, y guardaba silencio. Habría querido hablarle, pero no sabía por dónde empezar, y así pasó una hora hasta la próxima estación, en la cual se apearon el abogado, la señora y el viajante. Pozdnychev y yo nos quedamos solos.
—¡Lo dicen, pero mienten o se engañan! —exclamó Pozdnychev.
—¿De qué habla usted?
—Pues… siempre de lo mismo.
Apoyó los codos en las rodillas, y se apretó las sienes con las manos.
—¡El amor, el matrimonio, la familia!… ¡Mentira mentira y mentira!
Luego, se levantó y, corriendo la cortinilla, volvió a echarse sobre el asiento. En esta postura permaneció en silencio durante más de un minuto.
—¿No le resulta a usted desagradable estar conmigo, sabiendo quién soy?
—¡Oh! ¡De ninguna manera!
—¿Tiene usted sueño?
—En absoluto.
—Entonces, ¿quiere usted que le cuente mi vida?
En este preciso momento entró el revisor de billetes. Mi interlocutor le dirigió una mirada llena de enfado, y no comenzó hasta que estuvo fuera. Después siguió su relato sin detenerse.
Mientras hablaba, su rostro se alteró varias veces de una manera tan completa que, en cada una de sus transformaciones, no ofrecía nada de semejante con su expresión anterior.
Los ojos, la boca, el bigote, hasta la barba, todo era nuevo, y siempre una fisonomía bella y conmovedora. Estos cambios tenían lugar en la penumbra que nos rodeaba de golpe: durante cinco minutos se veía una cara pero en seguida, sin saber cómo, volvía a cambiar y aparecía enteramente desconocida.
IV
¡Sea! Voy, pues, a contarle todos mis infortunios y la historia espantosa de mi vida. Sí, espantosa; y la historia misma es más espantosa que su sangriento desenlace.
Se pasó la mano por los ojos y empezó, después de una pausa:
—Para entenderlo debidamente hay que contarlo todo desde el principio; hay que explicar cómo y por qué me casé, y hay que explicar lo que era yo antes de mi matrimonio. Empezaré diciéndole cuál es mi condición: hijo de un rico hidalgo de la estepa, antiguo mariscal de la nobleza, fui alumno de la Universidad, licenciado en Derecho. Me casé a los treinta años.
Pero antes de hablarle de mi matrimonio, quiero contarle la vida que llevaba de soltero y las falsas ideas que en aquel tiempo abrigaba sobre el matrimonio. Yo llevaba la misma existencia de tantos otros que presumen de distinción, es decir una existencia relajada y llena de vicios, a pesar de lo cual estaba muy convencido de ser hombre de una moralidad intachable.
La idea que tenía de mi moralidad dimanaba de que no se conocían en mi familia esas disposiciones especiales, tan comunes en la esfera de nuestros nobles terratenientes, pues todos mis deudos permanecían fieles al juramento de fidelidad que habían hecho ante el altar.
De esa suerte me había forjado desde la infancia el sueño de una vida conyugal elevada y poética. Mi esposa sería un dechado de todas las virtudes; nuestro mutuo cariño, inquebrantable; la pureza de nuestra vida conyugal, inmaculada. Así pensaba yo, muy engreído con la nobleza de mis proyectos.
Pasé diez años de mi vida de adulto sin darme prisa por contraer matrimonio, y haciendo lo que yo llamaba la vida tranquila y juiciosa del soltero. No era un seductor, no tenía apetitos contra natura, ni convertía la disipación en objeto principal de mi vida, sino que participaba del placer sin ofender las conveniencias sociales, y me creía ingenuamente un ser moral en extremo. Las mujeres con quienes tenia relaciones no pertenecían a nadie más que a mí, y yo no les pedía otra cosa que el placer del momento.
En todo esto no veía nada de anormal, sino que, por el contrario, me felicitaba de no formar lazos duraderos en mi corazón, y miraba como una prueba de honradez el pagar siempre con dinero contante. Huía de las mujeres que podían estorbar mi porvenir enamorándose o dándome un hijo. No vaya a creerse que dejó de mediar algún hijo o un pasajero amor, pero yo me las arreglaba de modo que no llegué una sola vez a enterarme…
Y viviendo así, me reputaba un hombre honrado a carta cabal. No comprendía que los actos físicos por sí solos no constituyen la relajación, sino que ésta consiste más bien en emanciparse de todo lazo moral respecto de una mujer con quien se tienen relaciones carnales.
¡Y yo veía como un mérito esa emancipación! Recuerdo que una vez me inquieté seriamente por haberme olvidado de pagar a una mujer, cuyas caricias, sin duda, inspiró el amor y no el interés. No me quedé tranquilo hasta demostrarle, enviándole el dinero, que no me creía sujeto a ella por ningún lazo. No mueva usted la cabeza como si estuviese de acuerdo conmigo‑exclamó de pronto vehementemente;—ya conozco esas ilusiones. Todos en general, y usted en particular, si no es una rara excepción, tienen las mismas ideas que yo tenía entonces y, si está usted de acuerdo conmigo, es sólo ahora; antes no pensaba usted así.
Tampoco pensaba así yo; y si hubiera tenido quien me contara lo que yo ahora le cuento, no me habría sucedido lo que me ha sucedido. Pero, en fin, la cosa no es para tanto. Usted dispense. En verdad que es espantoso, espantoso este abismo de errores y de disipación en que vivimos frente al verdadero problema de los derechos de la mujer…
—¿Qué es lo que usted entiende por el verdadero problema de los derechos de la mujer?
—El problema de lo que es ese ser especial, organizado de distinto modo que el hombre, y de cómo ese ser y el hombre deben mirar a la mujer. Pero continuemos la historia.