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Sin los paseos en barca, sin aquel talle esbelto, sin aquel cuerpo en que la tela parecía pegada a la carne, sin los paseos juntos, no me habría enamorado, ni habría caído en la emboscada.

VIII

—Fíjese también en este embuste tan generalizado: en la manera como suelen hacerse los casamientos. ¿Qué es lo mas natural? La joven es núbil, hay que casarla; nada más sencillo, y a menos que sea un espantajo encontrará quien suspire por ella. Pues bien, no hay nada de esto y ahí es donde empieza una nueva mentira. Antaño, cuando la joven llegaba a la edad conveniente, sus padres la casaban, dejando a un lado toda idea sentimental y sin que por eso la quisiesen menos. Esto sucedía y sucede aún en el mundo entero, entre los chinos, los indios, los musulmanes, entre nuestro pueblo y, en resumen, entre las noventa y nueve partes de la humanidad. Una centésima parte apenas, nosotros, gentes corrompidas, creímos que eso no estaba bien y buscamos otra cosa, ¿y qué fue lo que hallamos? A las jóvenes las exponen como el género en un almacén donde los hombres tienen la entrada libre para elegir a su gusto. Las muchachas esperan allí, pensando para su fuero interno y sin atreverse a decirlo en voz alta: «¡Tómame a mí, querido mío, a mí y no a esa otra! ¡Mira mis hombros y todo lo demás!» Los hombres pasamos y volvemos a pasar por delante de ellas, las miramos y remiramos, hablando de vez en cuando de los derechos de la mujer, de la libertad que deben tener, basada, a lo que se pretende, en su instrucción.

—Pero ¿se puede hacer de otra manera? —le pregunté interrumpiéndole. —¿Quiere que sean ellas las encargadas de hacer la petición matrimonial?

—¿Es que acaso lo sé yo? Pero sí que es cuestión de igualdad y de que ésta se haga realidad. Se ha hablado mucho y mal de los casamenteros y de los intermediarios, y nuestro sistema es cien veces peor. En aquel caso, los dos están en iguales condiciones, y nuestro sistema es mucho peor. En aquél los derechos y las esperanzas son iguales; en éste la mujer es una esclava a la que ofrecen porque no puede ofrecerse por sí misma. Empieza entonces esa otra mentira convencional que se llama «presentarse en sociedad», «divertirse», y que no es ni más ni menos que la caza del marido. Decidles la verdad desnuda a una madre o a una hija;

decidles que no tienen más que una preocupación: pescar un marido, y les haréis una grave ofensa. Y no obstante, ese es su único objeto, no pueden tener otro. Lo más tremendo en todo esto es que se ve a muchas jóvenes ingenuas e inocentes que obran de este modo sin saber lo que hacen.

¡Si al menos se hiciera con entera franqueza! Pero no son más que mentiras e hipocresía. —«¡Ah. qué cosa más interesante es ese libro nuevo del Origen de las especies! — exclama la mamá. —«¡Cuántos atractivos tiene la literatura! La pintura le gusta mucho a María. ¿Piensa ir hoy a la Exposición? ¿Pasea mucho en coche? La verdad es que admira lo mucho que entusiasma a mi Luisa la música. ¿Cómo es que no profesa esas ideas? ¡Ah, los paseos por el agua!…» Y al decir esto no las anima a todas más que un pensamiento:

«Tómame a mí; elige a mi Luisa. No, a mí, ¡prueba al menos!» ¡Oh! ¡Cuánta hipocresía!

¡Cuánto embuste!

IX

—¿Conoce la supremacía de la mujer‑me preguntó de pronto;—esa supremacía o dominación que tantos sufrimientos causa a todos? En lo que acabo de decir está la indicada causa.

—¡Cómo! ¡La supremacía de la mujer! —repliqué. —No lo comprendo, cuando se lamentan, por el contrario, de que no gozan de ningún derecho y de que son las víctimas!

—Ésa, precisamente, es la idea que quería expresar‑dijo con animación. —Eso es justamente lo que hace que se sostengan dos opiniones en apariencia contradictorias. Por una parte una tremenda humillación y de la otra un poder soberano. Pasa con la mujer lo mismo que con los judíos, que se vengan con el poder que les da su dinero del envilecimiento al que les condenamos. «¿Nos permitís que nos dediquemos al comercio? De acuerdo; pues por medio de los negocios nos convertiremos en amos vuestros,» dicen ellos. «¿No queréis ver en nosotras más que un objeto sensual?, sea, pues por los sentidos nos apoderaremos de vosotros,» dicen, a su vez las mujeres.

No es, pues, la privación del derecho de sufragio, ni el veto para ejercer determinadas magistraturas lo que constituye la ausencia de los derechos de la mujer, aparte de que pregunto: ¿esas ocupaciones, son realmente tales derechos? Lo que hay es una prohibición de acercarse a un hombre o de alejarse de él y de escogerlo a su antojo, en vez de ser escogida.

Esto le llama la atención, ¿no es así? Entonces, privad al hombre de esos derechos, puesto que goza de ellos, ya que se los negáis a su mujer. Para igualar todas las probabilidades, la mujer, dominada por la sensualidad, se hace dueña absoluta por medio de los sentidos, de tal manera que, siendo él quien en apariencia escoge, es en realidad ella la que elige. Y cuando posee a fondo el arte de seducir, abusa y adquiere un dominio extraordinario, un imperio terrible sobre la humanidad.

—Pero ¿dónde ve ese predominio tan extraordinario?

—¿Dónde? En todas partes. Vaya a esos grandes almacenes de sederías y tejidos que hay en las poblaciones de alguna importancia, y verá en ellos amontonados millones de francos y el producto de un trabajo que, por lo gigantesco, es casi incalculable. Dígame, ¿hay en la décima parte de esos almacenes alguna cosa que sea de uso del hombre?

Todo el lujo es para la mujer que lo busca, impulsándola siempre hacia adelante ¿Y las fábricas? En su mayor parte no hacen más que trabajar para la mujer, y millones de hombres, generaciones enteras de obreros, sucumben en esos trabajos hechos en condiciones semejantes a las de las penitencierías, para que ella se pueda engalanar. Lo mismo que si fuese una reina poderosísima, la mujer mantiene en la esclavitud y el trabajo a las nueve décimas partes de la humanidad. Y todo esto sucede, ni más ni menos, por negar a la mujer derechos iguales a los del hombre. Se venga excitando nuestros sentidos y procurando que caigamos en las celadas que nos tiende; y tal es la influencia que han llegado a ejercer sobre ellos que en su presencia pierden la calma no sólo los jóvenes de sangre caliente, sino hasta los viejos.