Los primeros rayos de luz de la mañana matizaban de brillantes colores las gotas de rocío.
El disco de la luna palidecía, desapareciendo en el horizonte. La naturaleza entera se despertaba; la selva volvía a poblarse. En el patio inmenso de la casa señorial, volvía todo a la vida.
Oíanse por todas partes las voces de los aldeanos, los relinchos de los caballos y un zafarrancho continuo en las literas de paja en que los yegüeros habían pasado la noche.
–Bueno, ¿quieres terminar ya? –gritó el viejo guardián de la yeguada al abrir la puerta cochera.
–¡Vamos! ¿A dónde vas tú –dijo, jugando con la fusta, a una yegua joven que quiso aprovecharse de la apertura para escaparse.
Néstor, el viejo guardián de la yegua, vestía un casaquín ceñido al cuerpo por una correa adornada con placas de acero y llevaba el tal o a la espalda, un pedazo de pan en un pañuelo colgado del cinturón, una silla de montar y una brida en las manos.
Los caballos no mostraron ofensa ni resentimiento, ni dieron señales de susto por el tono burlón de su guardián; aparentaron no prestarle atención y se alejaron de la puerta a paso lento.
Sólo una yegua vieja, de pelo bayo oscuro y de largas crines, enderezó las orejas y se estremeció con todo su cuerpo.
Otra yegua joven, aprovechando la ocasión, fingió asustarse y dio un par de coces a un caballo viejo que permanecía inmóvil detrás de ella.
–¡Vamos! –gritó el viejo con voz terrible, dirigiéndose hacia el fondo del corral.
Entre tanta bestia, sólo un caballo, un caballo pío que permanecía aislado debajo del cobertizo, continuaba sin dar muestra alguna de impaciencia.
Con los ojos medio cerrados, lamía el pilar de encima del cobertizo, con aire pensativo y serio.
–Basta de lametones –gritó el guardián acercándose a él y colocando la montura y el sudadero sobre un montón de estiércol.
Detúvose el caballo pío y, sin moverse, miró con fijeza al viejo Néstor. No sonrió, ni se incomodó, ni se enfurruñó, pero adelantó un paso, suspiró con tristeza y trató de irse.
El guardián lo cogió con ambas manos por el cuello, con objeto de ponerle la brida.
–¿Qué tienes, que suspiras, viejo mío? –le dijo.
El caballo, por toda respuesta, meneó la cola como queriendo decir:
–No tengo nada, Néstor.
Este le puso el sudadero y la silla sobre el lomo; el caballo agachó las orejas como para expresar su descontento y fue tratado de bribón. Cuando el viejo quiso apretarle la cincha, hizo el caballo una gran aspiración, pero Néstor le sujetó la lengua con los dedos, le pegó un puntapié en el vientre y el caballo expelió el aire absorbido.
Aunque estuviese bien persuadido de que toda resistencia era inútil, el caballo había creído un deber manifestar su descontento.
Una vez ensillado, se puso a morder el freno, aunque debía de saber, por larga experiencia, que nada adelantaba con ello.
Montó en él Néstor. Empuñó el látigo, se arregló el casaquín, se sentó de lado en la silla a manera de los cazadores y de los cocheros, y tiró de las riendas.
El caballo levantó la cabeza, queriendo demostrar con ello que estaba pronto a obedecer, y esperó. Sabía de antemano que, antes de partir, tenía que dar el jinete muchas órdenes al joven guardián Vaska.
Y, efectivamente, Néstor gritó:
–¡Vaska! ¿Has soltado la yeguada? ¿A donde vas? ¡Duermes! Abre la puerta y deja salir primero las yeguas…
Rechinó la puerta.
Vaska, medio dormido y furioso, tenía en una mano las riendas de su caballo y dejaba que las yeguas fueran saliendo.
Estas desfilaron una tras otra resoplando sobre la paja, primero las jóvenes, después las paridas con sus potrancas, y en último término las llenas; éstas pasaban despacio por la puerta, balanceando su abultado vientre.
Las yeguas se reunían por parejas y a veces en mayor número; colocaban sus morros sobre las ancas de sus compañeras y, al llegar a la puerta, se atascaban; pero los golpes de látigo las hacían separarse bajando la cabeza.
Los potrillos se extraviaban, perdían de vista a sus madres, se ponían delante de otras yeguas, y respondían con relinchos a los que sus madres les daban llamándoles.
Una yegua joven y traviesa agachaba la cabeza, disparaba una coz y soltaba un sonoro relincho en cuanto se veía libre. No se atrevía, sin embargo, a ponerse delante de la vieja yegua Juldiba, que rompía siempre la marcha o iba al frente de la yeguada con paso grave y pavoneándose.
El corral, tan animado momentos antes, quedaba triste y solitario: no se veían en él más que los pilares y los montones de paja.
Aquel cuadro de desolación parecía entristecer al viejo caballo pío, a pesar de que estaba acostumbrado a verlo desde hacia largo tiempo. Levantó la cabeza; la bajó luego como si quisiera saludar; suspiró con tanta fuerza como le permitió la cincha, y después siguió, detrás de la yeguada, cojeando de las cuatro patas, viejas y estacadas, con Néstor encima.
«Sé lo que vas a hacer ahora –pensó el viejo caballo–; tan pronto como lleguemos al camino real, sacará la pipa del bolsillo, encenderá la yesca con el eslabón y la piedra, y se pondrá a fumar. Eso no me disgusta; el olor del tabaco es muy agradable en las primeras horas de la mañana, y, además, me recuerda mis buenos tiempos. Lástima que al fumar le dé al viejo por ponerse fanfarrón y que se cargue siempre sobre un lado, sobre el mismo lado, precisamente sobre el que me duele… Pero no importa; estoy acostumbrado a sufrir para que otros gocen, y hasta empiezo a sentir una satisfacción de caballo al sufrir por los demás.
Dejemos a ese pobre viejo Néstor que haga el fanfarrón conmigo. Después de todo, no puede permitirse fanfarronadas sino cuando nos encontramos a solas él y yo».
Así reflexionaba el viejo cuadrúpedo, marchando a paso lento por el camino.
II
Llegados a la orilla del río, en donde debía pacer la yeguada, Néstor bajó del caballo y le quitó la montura.
El ganado se fue dispersando poco a poco por el prado cubierto de rocío y de niebla que se elevaba con lentitud a medida que el sol brillaba con una mayor intensidad.
Después de quitarle la brida. Néstor rascó al viejo pío en el cuello, y el caballo cerró los ojos en señal de gratitud.
–Así me gusta, perro viejo –dijo Néstor.
Pero al caballo no le producía satisfacción alguna aquel halago, y únicamente por cortesía se mostraba encantado y bajó de nuevo la cabeza en señal de asentimiento.
Pero de pronto, y sin motivo, a no ser que Néstor creyese que el caballo tomaba como muestra de familiaridad aquella caricia, el guardián rechazó violentamente la cabeza del cuadrúpedo y le dio un latigazo con las riendas, tras lo cual fue a sentarse al pie del tronco de un árbol, donde acostumbraba a pasar el día.