—Entonces —observé con mucho asombro—; ¿cómo perpetuar el género humano?
—¿Y acaso es necesario perpetuarlo? —replicó con brusquedad.
—Sin duda, porque de otro modo no existiríamos.
—¿Y para qué hace falta que existamos?
—¿Para qué? Pues para vivir.
—¿Para vivir? Schopenhauer, Hartmann y los budhistas sostienen que la verdadera felicidad está en no existir. Y tienen muchísima razón cuando aseguran que la dicha de la humanidad está en su destrucción. No lo dicen con tanta claridad; sostienen que la humanidad debe destruirse para ahuyentar el sufrimiento y que su objetivo o fin es su propia destrucción Esto es un error. El objetivo final de la humanidad no debe ser el de librarse del mal o del sufrimiento por el aniquilamiento de sí mismo, porque el mal es el resultado de la actividad, y el objetivo de ésta no puede ser el aniquilamiento de los efectos que produce. El fin del hombre, lo mismo que el de la humanidad entera, es la dicha, y para lograrla le han impuesto una ley a la que debe atenerse. Esa ley se basa en la unión de los seres que componen la humanidad. Las pasiones son las únicas que impiden esa unión, y por encima de todas las demás, la más fuerte, la peor, es el amor sensual, la voluptuosidad. Cuándo el hombre haya conseguido dominar sus pasiones y con ellas la que más le domina, el amor sensual, existirá ese amor, y la humanidad, una vez cumplido su objetivo, no tendrá ya razón de existir.
—¿Y hasta que llegue ese momento?
—La humanidad tiene una válvula de seguridad. El amor de los sentidos no es más que la señal del incumplimiento de la ley. Mientras ese amor exista, habrá una nueva generación para intentar realizarla. Si la primera no basta vendrán otras… hasta que se llegue al cumplimiento de esa ley… Cuando esto suceda, la humanidad dejará de ser, porque nos sería imposible explicarnos la vida si el género humano fuera perfecto.
XII
—¡Qué teoría más extraña! —exclamé.
—¿Por qué es extraña? Todas las religiones profetizan que la humanidad ha de tener un fin, y con arreglo a las conclusiones de la ciencia moderna, ese fin es también inevitable.
¿Qué tiene pues de particular que la filosofía moral presente esas mismas conclusiones?
Aquel que pueda comprenderlo que lo comprenda, dijo Cristo y veo bien claro su pensamiento. Para que el hombre tenga relaciones sexuales morales, es preciso que tenga por objeto la castidad completa. El hombre sucumbe en esa lucha y de ahí proviene el matrimonio moral; pero si el hombre, y este precisamente es el caso de la sociedad actual, se entrega antes de que llegue ese caso al amor sexual, el matrimonio no puede ser, a pesar de sus apariencias de moralidad, mas que un pretexto para la voluptuosidad, y la vida una vida completamente desprovista de sentido moral. Fue en esta última existencia en la que perecimos los dos, mi mujer y yo; en esa pretendida existencia moral a la que se llama vida de familia.
Comprenderá fácilmente a qué extremos pueden llegar las ideas cuando se oye tratar de miserable y ridículo lo que tiene de mejor el hombre, es decir, su libertad y su celibato. La situación ideal para la mujer, ese estado de pureza y de virginidad, asusta a la sociedad que se burla de él. Cuántas jóvenes sacrifican su doncellez a ese Moloch que es la opinión pública y se casan con el primer advenedizo para no ser doncellas, es decir, seres superiores. Se inmolan para no permanecer en esa condición de superioridad.
Hasta entonces no había comprendido que las palabras del Evangelio «aquél que mira a una mujer para desearla, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón», se puede aplicar lo mismo a la mujer ajena que a la propia. No las había comprendido y me parecían sublimes todos los actos que ejecuté durante mi luna de miel, persuadido de que la satisfacción del deseo sensual con mi propia mujer era lo más natural y digno del mundo. Tan bien como yo, usted sabe que el viaje de boda, la soledad en que se deja a los recién casados, con permiso de sus padres, no son ni más ni menos que una excitación al libertinaje.
No veía yo en esto nada que fuese malo o vergonzoso y mi luna de miel me pareció una promesa de felicidad, pero esa esperanza pronto se desvaneció. Creo, empero, que hice todos los esfuerzos imaginables para lograrla; esfuerzos que fueron vanos, pues cuanto más andaba en pos de la dicha, más huía ésta de mí. Durante todo ese tiempo fui presa del malestar, la vergüenza y el tedio, y poco más tarde se presentaron la tristeza y los sufrimientos.
Si no recuerdo mal, fue al tercero o cuarto día cuando encontré triste a mi mujer, y, besándola, traté de inquirir lo que le sucedía. Creía que no podía querer más que besos. Con un gesto hizo que me apartase y se echó a llorar. ¿Por qué? No lo sabía; se encontraba mal, fatigada. La laxitud de sus nervios le reveló indudablemente la verdadera naturaleza de nuestras relaciones; pero no sabía cómo expresar sus sentimientos. La apremié haciéndole muchas preguntas, y al cabo me respondió que le inquietaba el recuerdo de su madre. No la creí y empecé a querer consolarla, sin hablarle de sus padres, no comprendiendo que éstos no eran más que un pretexto y que tenía el corazón oprimido. No me hizo caso y le eché en cara sus caprichos, burlándome de su tristeza. Dejó entonces de llorar y me contestó furiosa, llamándome egoísta y cruel. La miré cara a cara y vi que en la suya todo revelaba furor, cólera contra mí.
¿A qué venía aquella actitud inexplicable? ¿Era posible? ¡No era la misma mujer! Traté de calmarla y me estrellé contra una frialdad y una amargura tales que en un momento perdí mi sangre fría y nuestra conversación degeneró en disputa.
La impresión que me produjo este primer disentimiento fue terrible, ya que era la revelación del abismo que nos separaba. La satisfacción de los deseos de los sentidos mató nuestras ilusiones, y en realidad nos encontrábamos cara a cara como dos egoístas que tratan de obtener todo lo posible el uno del otro; como dos personas que no ven la una en la otra más que un instrumento de placer. Ese disentimiento fue nuestra constante, que se manifestó en cuanto quedaron saciados nuestros sentidos, si bien no comprendí en seguida que esa frialdad y esa hostilidad fuesen en adelante nuestro estado normal, porque no tardaron en adormecerse al despertarse nuestra voluptuosidad. Creí que se trataba de una disputilla que, una vez aplacada, no se reproduciría; pero durante la luna de miel se presentó otro nuevo período de saciedad, y con éste, como no nos necesitábamos el uno al otro, una segunda pelea que me asombró mucho más que la primera. ¿No habría sido ésta producto de la casualidad o de un malentendido? ¿O era inevitable, fatal?
Me asombré tanto más cuanto que la causa fue muy insignificante. Tuvo origen en una cuestión de dinero. No era avaro, y mucho menos tratándose de mi mujer. Recuerdo únicamente que tomó muy a mal una de mis constantes observaciones, y que imaginó estaba hecha con el propósito deliberado de dominarla por el dinero, única cosa que me hacía superior a ella, lo cual era estúpido y ridículo dado su carácter y el mío. Me incomodé y le eché en cara su falta de tacto. Como respuesta recibí algunos reproches, y empezó otra vez la disputa. En su rostro, lo mismo que en su mirada y en su lenguaje, se reveló otra vez aquel odio que tanto me había sorprendido. Antes de que me ocurriese esto había tenido discusiones con mis amigos, con mis hermanos y hasta con mi padre, y jamás observé en ellos esa expresión rencorosa que tanto me sorprendió. Pronto, sin embargo, ese rencor se ocultó tras los caprichos de nuestra voluptuosidad, y me consolé diciéndome que eran malentendidos que no tendrían consecuencias irreparables.