Sobrevinieron una tercera, una cuarta disputa y hube de reconocer que no se debían a malentendidos, sino que eran producto de una situación fatal, permanente. Me fui acostumbrando a esas escenas, y me pregunté por qué había de llevar yo, que me había casado tan esperanzado, una vida tan deplorable con mi mujer. En aquellos momentos ignoraba que lo mismo sucede en todos los matrimonios, que todos pensaban lo mismo que yo, que esa desdicha era general y que todos se la ocultaban a los demás, del mismo modo que se la disimulaban a sí mismos.
Después de haber empezado así, la situación fue empeorando de día en día, agravándose cada vez más. Durante las primeras semanas ya comprendía en mi fuero interno cuál era la desgracia que sobre mí pesaba, y que no era en verdad lo que yo esperaba. Comprendí entonces que el matrimonio, en vez de ser una dicha, es una carga muy pesada; pero, obrando como todos, me lo oculté a mí mismo y a los demás, y sin el desenlace que sobrevino seguiría ocultándomelo todavía. Lo que ahora me choca es que no haya acertado a explicarme en tanto tiempo la verdad acerca de mi situación, pues debería haberlo comprendido al apreciar la futilidad de los motivos que daban origen a semejantes rencillas, y de los que nos acordábamos una vez apaciguada la querella.
Nos resultaba imposible dar una apariencia razonable a esa hostilidad latente que existía entre nosotros, al igual que la gente joven y alegre, que cuando no tiene de qué reír se ríe de su propia risa. No teniendo razones para nuestro rencor, nos odiábamos para satisfacción del rencor que llenaba nuestras almas. Pero en todo esto había algo más extraordinario aún, y es que carecíamos de motivos para reconciliarnos. Algunas veces mediaban explicaciones, palabras, lágrimas; otras, lo recuerdo con asco, después de intercambiar las frases más duras, venían miradas tiernas, sonrisas y besos. ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes de todas esas ignominias?
XIII
Tanto los hombres como las mujeres estamos, por nuestra educación, llenos de respeto hacia ese sentimiento que se llama amor. Preparado desde mi infancia para él, lo conocí durante mi juventud y no me produjo más que alegrías. Habían inculcado en mi espíritu la idea de que amar es la cosa más meritoria, la más noble y sublime del mundo. Cuando llega ese sentimiento tan deseado, el hombre se abandona; pero por desgracia ese amor, que es ideal, etéreo, en teoría, en la práctica es algo miserable y sucio de lo que no se puede hablar sin avergonzarse. Por algo lo hizo así la Naturaleza. Sean cuales fueran las vergüenzas y el asco que hace nacer en nuestro ánimo, nos vemos obligados a tomarlo tal cual es, y hacemos cuanto está a nuestro alcance para imaginar que esa suciedad y ese horror están revestidos de una belleza sublime.
Llamemos a las cosas por su nombre. ¿Cuáles fueron las primeras señales de mi amor? El abandono completo a mis instintos, sin delicadeza, sin orgullo y sin tener ni siquiera en cuenta lo que podía pasar en el ánimo de mi esposa… No se me ocurrió pensar en su vida física ni en su vida moral; no comprendí tampoco de dónde provenían sus frialdades, cuando con poco trabajo lo habría adivinado, pues no eran nada más que otras tantas protestas del alma contra la bestia que amenazaba convertirse en señora absoluta. Ese rencor, ese odio era el que experimentan y divide a dos cómplices de un crimen premeditado y cometido en común. ¿No era por, ventura un crimen la continuación de nuestras relaciones deshonestas, desde el primer mes en que ella estuvo encinta?
¿Crees que me estoy yendo por las ramas? Nada de eso. Todo esto es necesario para explicarle cómo llegué a cometer el asesinato de mi mujer. ¡Imbéciles! ¡Se creen que la maté el 5 de octubre con un cuchillo! Fue antes, mucho antes, cuando lo hice, lo mismo que todos, sí, al igual que todos asesinan hoy a sus esposas. Bien sabe que la idea más generalizada que circula por el mundo es la de que la mujer no es ni más ni menos que un objeto, origen de placeres para el hombre y viceversa. Lo supongo, porque no sé nada, y no hablo más que de mi propia experiencia. «El vino, las mujeres y las canciones.» dicen los poetas.
¡El vino, las mujeres y las canciones! ¿Será verdad? Fíjese en la poesía de todas las edades, en la pintura, en la escultura, en los ligeros versos de nuestros poetas, en las Frinés, en las Venus, en todas las desnudeces, en fin, y en todas y siempre, la mujer se nos presenta como una fuente de placer, lo mismo en los sitios de recreo más populares que en los bailes de la corte. Lo mismo en la Trouba que en la Gratchevka (2). Es una estratagema del demonio.
Primero vinieron los portaestandartes de la adoración de la mujer. ¡La adoran, y sin embargo no la consideran más que como un instrumento de placer! Luego, en nuestros días, apareció el respeto a la mujer, a la que se ensalza, aunque se recoge con ansia lo que deja caer, llegando algunos al extremo de reconocerle el derecho de sufragio, el de desempeñar ciertos cargos, etc. En el fondo, las opiniones siguen siendo las mismas; la mujer no es más que un instrumento de placer y ella no lo ignora. Y esto es para ella como la esclavitud, porque no es ni más ni menos que la explotación del trabajo de los unos para el goce de los demás. Si se quiere abolir la esclavitud, es preciso impedir esa explotación y hacer que sea considerada como una vergüenza y un pecado. Se han figurado que ha quedado abolida hoy en día, porque cambiaron las condiciones y se prohibió la venta de esclavos, y no se fijan en que, a pesar de eso, sigue subsistiendo. ¿Por qué? Porque hay siempre un impulso hacia la explotación, que parece equitativa y buena. Y la verdad es que, desde que esta opinión se abrió paso, se encuentran hombres que, siendo más astutos y más fuertes, se dedican a explotar a los demás.
Lo mismo sucede con la emancipación de la mujer. Su esclavitud consiste en que a los hombres les parece equitativo el deseo que experimentan de convertirla en instrumento de placer. Se emancipa a la mujer; se le conceden diversos derechos iguales al hombre; pero no se la deja de considerar como un ser consagrado al servicio del placer, y en ese sentido se la educa desde su infancia bajo la influencia de la opinión pública.
De este modo continúa en la humillación de la esclavitud, y el hombre sigue siendo el mismo amo, tan poco moral, tan libertino siempre. Para que semejante esclavitud se pudiese abolir, sería preciso que la opinión pública estigmatizase como la más grande de las ignominias el no ver en la mujer más que un instrumento de placer. No es en los establecimientos de enseñanza ni en los ministerios donde puede realizarse esa emancipación;
es en la familia y no en las casas de tolerancia donde se debe combatir eficazmente la prostitución. Emancipamos a la mujer en los elogios y en el trato social, y no obstante, no dejamos de considerarla como instrumento de placer.
Enseñad a la mujer a conocerse, como nos conocemos nosotros, y seguirá siendo un ser inferior, o con el auxilio de médicos poco escrupulosos procurará no concebir y llegará a ser, no ya un animal, sino un objeto, o bien, y éste es el caso más frecuente, será desgraciada, estará agotada por los nervios, y no tendrá esperanza alguna de emancipación moral.