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Hubo dos épocas en que mi sufrimiento fue más intenso. La primera se remonta al nacimiento de mi primer hijo, cuando tuvimos que tomar una ama de cría por haber prohibido los médicos a mi mujer que lo criase. Esos celos provinieron al principio de la inquietud de madre que mi esposa experimentó respecto al que, sin culpa, venía a ser un trastorno en la regularidad de nuestra vida; pero más que nada, provino de la facilidad con que la vi renunciar a sus deberes maternales, lo que contribuía a que dedujese, tanto por instinto como razonadamente, que con la misma facilidad podía abandonar sus deberes de esposa, tanto más cuanto que gozaba de una salud excelente y que, a pesar de la prohibición de los médicos, dio el pecho con fortuna a los hijos que tuvo más adelante.

—Me parece que no tiene en mucha estima a los médicos‑le dije, al haber observado cómo se alteraba su voz y cambiaba de expresión su rostro cada vez que hablaba de ellos.

—No se trata de estimarlos o no, sino de que echaron a perder mi vida como la de tantos otros, y no puedo menos de indagar el enlace entre la causa y el efecto. Admito que quieran, al igual que los abogados y otros muchos, ganar dinero; yo les cedería la mitad de mi fortuna, si estuviese seguro de que todo el que los conociese fuese a obrar del mismo modo, si consintiesen en dejar de ocuparse de nuestra vida doméstica y renunciasen a mezclarse en cosas que no les importan. No he consultado las estadísticas, pero conozco personalmente a muchos, y sé de centenares de casos, pues los hay a millones, en los que han matado al niño en el seno de la madre, pretendiendo que ésta no podía dar a luz, y otras veces a la madre a consecuencia de una operación.

No se tienen en cuenta esas muertes, del mismo modo que se han olvidado los asesinatos de la Inquisición, con la convicción de que eran útiles a la humanidad. Los crímenes cometidos por los médicos son incalculables, pero no representan nada al lado de la putrefacción moral que engendra el materialismo del que son víctima los padres y que extienden por el mundo con la ayuda de la mujer. No haré hincapié en el hecho de que siguiendo sus consejos llegaríamos, por la fuerza del contagio, no a la unión, sino a la desunión completa. Según sus máximas, deberíamos pasar el tiempo en el descanso y el aislamiento y empleando ácido fénico continuamente‑del que hoy ya empiezan a decir que no sirve para nada—.

Pero no es esto lo peor. El veneno más fatal, más violento, es la corrupción hacia la que impulsan a la humanidad, especialmente a la mujer. No puede hoy día decirse uno, ni a sí mismo ni a los otros: «Llevas una vida deplorable; corrígete.» No, no se puede decir eso, porque cuando se lleva mala vida, ésta es consecuencia de una enfermedad nerviosa o heredada o de algo parecido. Entonces se va a consultar a los médicos, y mediante una cantidad más o menos crecida, recetan medicinas que la farmacia facilita. Se pone uno más enfermo, vuelta otra vez al médico y de éste al boticario. ¡Buena invención, realmente!

Volviendo al asunto del que nos ocupábamos: debo decir que mi mujer crió muy bien a sus hijos, y que éstos sirvieron para calmar los sufrimientos que me ocasionaban mis celos;

pero ¡ay! fueron la causa de nuevos trastornos. Puede, sin embargo, que fuera providencial, porque la catástrofe se retrasó: los hijos nos salvaron durante algún tiempo. Durante ocho años mi mujer tuvo cinco hijos, a los que ella misma crió.

—¿Y dónde están ahora vuestros hijos? —le pregunté. —Quiero decir…

—¡Los hijos! —exclamó, y su mirada centelleó.

—Dispénseme, pues tal vez he evocado recuerdos dolorosos.

—No, nada de eso. La familia de mi esposa se hizo cargo de ellos. Les habría cedido toda mi fortuna con tal de que me permitieran educar a mis hijos, pero como paso por loco, se negaron a entregármelos. Es una desdicha, porque yo los habría educado a mi gusto… Aunque después de todo, quizá vale más que sea así, porque yo no sirvo para nada.

XVI

—A medida que aumentó la prole, vino también lo que viene siempre tras los niños: el amor maternal… ¡Una de las maravillas de la vida! Para las mujeres de la clase social a la que pertenecemos, los hijos no son una alegría, un orgullo, ni el cumplimiento del destino, sino que se convierten en una inquietud, en un terror, en suplicios y castigos. Respecto a ese punto no se muerden la lengua para manifestar lo que piensan. Los hijos son para ellas un tormento, no por su nacimiento, por tenerlos que criar o por los cuidados que exigen, ya que las mujeres‑y entre ellas la mía‑tienen un sentido maternal muy desarrollado que las hace estar prontas para cualquier eventualidad, sino porque pueden enfermar y morir. Si temen el acto de dar a luz no es porque rechacen el cariño de los hijos, sino porque temen por la salud y la vida del amado recién nacido. Por esta razón es por lo que generalmente no quieren darle el pecho. «Si le diese de mamar, —suelen decirse, —le tomaría mucho cariño, ¿y si se muriese después?» Casi estoy por decir que preferirían muñecos de goma que no estuviesen expuestos a caer enfermos o a morirse y que fueran reemplazables con facilidad. ¡Qué extrañas confusiones hay en el cerebro y en el corazón de las pobres mujeres! ¿Por qué evitan tener hijos? ¡Por miedo a tomarles demasiado cariño!

Temen al amor como a un peligro, a pesar de que es un estado ideal del alma; ¿y por qué?

Porque el hombre es peor que la bestia cuando no vive como hombre. La mujer no considera al hijo más que bajo el punto de vista del placer. El principio es muy penoso, pero muy expedito: ¡Oh, qué manecitas! ¡Qué piececitos! ¡Qué vocecita! ¡Qué medias palabras! En resumen: ese amor materno bestial, todo él procede de la sensualidad. No se piensa siquiera en la misteriosa aparición del nuevo ser, destinado a ocupar nuestro lugar, que ya se le asigna desde que se le bautiza. No se razona, y sin embargo, esto no es más que la advertencia de la importancia que tiene el recién nacido en la humanidad, no se hace caso de todo esto; no se piensa en ello; no ha sido reemplazado por nada y no tenemos más que los encajes, las manecitas, los piececitos, en una palabra, lo que es inherente a la bestia. La única diferencia es que ésta no tiene razón ni entendimiento ni necesita médicos, sí, médicos. Cuando un ternero perece, la vaca muge y sigue amamantando a los demás terneros. ¡Qué hacemos nosotros cuando cae enfermo un niño? ¡Pronto, socorro, ayuda! ¿Qué médico escoger? ¿A dónde ir a buscarlo? Y si el niño se muere, ¿dónde están las manecitas, los piececitos? ¿Para qué proporcionarse esos sufrimientos? Esta es la causa de que los hijos sean un verdadero tormento. La vaca, que no razona, no piensa en los medios que podría emplear para salvar su a cría; por eso la pena que experimenta en su estado físico no es más que un estado y no un dolor, que contribuyen a exagerar la calma y la saciedad. No puede la vaca preguntarse el porqué de sus dolores y la razón de su cariño, puesto que la cría debía morir; no tiene criterio que le diga que tal vez en el futuro no tendrá más hijos, y que si los tiene es inútil que los amamante y que los quiera, puesto que ese cariño sólo produce sufrimientos. Este es precisamente el razonamiento que se hacen nuestras mujeres, y el hombre es la peor de las bestias si no vive como hombre.