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Las disputas y el rencor estallaban a propósito de la comida, del café, del mantel, de un coche o de una falta en el juego, de cualquier cosa, en fin, que no tenía importancia ni para el uno ni para el otro. Por mi parte, la odiaba con toda mi alma. La miraba cuando se servía el té, movía el pie, se llevaba la cucharilla a la boca o soplaba para enfriar el líquido, y por esto, como que si se tratara de una mala acción, la odiaba. No me había fijado en la correlación que existía entre los períodos de rencor y ese que llamamos amor, y siempre el uno seguía al otro.

A un período de amor, más largo, seguía como consecuencia otro más prolongado de odio;

después de un brevísimo arranque amoroso, el rencor se apaciguaba antes. Y no comprendíamos entonces que ese amor y ese odio estaban engendrados por el mismo sentimiento del que eran los dos polos. Si hubiésemos acertado a ver con precisión cuál era el fondo verdadero de nuestra situación, nuestra vida habría sido terrible; pero estábamos completamente ciegos el uno y el otro y no comprendíamos nada. En esto precisamente, está el castigo y la felicidad del hombre, y es en lo que puede, por su manera irregular de vivir, hacerse ilusiones acerca de lo triste de su situación.

Eso fue lo que nos sucedió. Mi mujer procuró olvidar, creándose numerosas ocupaciones, los cuidados de su propio tocado, la instrucción y sobre todo la salud de los hijos. Estas diversas ocupaciones no estaban justificadas por una conveniencia o necesidad urgentes, y no obstante, veces no parecía sino que su vida entera y hasta la de sus hijos dependía de la cocción más o menos acertada de unos pastelillos, del cambio de cortinajes, de un traje echado a perder, de unas lecciones o de la medicina que era necesario tomar a unas horas determinadas. Pero a mí no se me escapaba que todo esto no era más que un medio para olvidar, una especie de embriaguez parecida a la que buscaba yo en mis tareas del consejo general, en la caza o en el juego. En cuanto a mí, estaba ebrio en toda la extensión de la palabra, aun cuando no fuese gran bebedor, pues no tomaba más que un vaso de aguardiente antes de la comida y dos de vino durante la misma. Así, pues, una neblina continua me ocultaba las miserias de mi existencia.

No son concepciones inofensivas esas modernas teorías acerca del hipnotismo, las enfermedades mentales y el histerismo, sino que, por el contrario, son perniciosas y peligrosas. Estoy seguro de que el doctor Charcot habría diagnosticado que mi mujer era una histérica y yo un anormal, a pesar de lo cual, a nosotros dos no tenían que curarnos de nada, porque nuestra enfermedad mental se derivaba de la inmoralidad de nuestra existencia. Esa vida inmoral nos producía toda clase de sufrimientos, y para curarlos apelábamos a los medios más extraordinarios: eso es a lo que los médicos llaman síntomas de una enfermedad mental, el histerismo. La ciencia de Charcot y de todos los demás no puede nada contra esas enfermedades, que no se curan con bromuro ni con la sugestión; hay que darse cuenta del lugar en que tiene el mal sus raíces, y lo mismo que si se buscase una esquirla que estuviese clavada en la carne, es preciso buscar la herida de la vida. Para conseguir que cesen los dolores basta con cambiar la manera de vivir; no es necesario apelar a esos procedimientos que aturden.

Era nuestra manera de vivir la que causaba nuestro malestar; los sufrimientos que me producían los celos, mi irritabilidad y la necesidad de sostenerme y alentarme con esa especie de embriaguez producida por la caza, el juego, el vino y el tabaco. Era ese mismo modo de vivir el que impulsaba a mi esposa hacia esas múltiples ocupaciones; el que le producía esos continuos cambios de humor, por los que se presentaba unas veces triste y otras dando pruebas de una alegría exagerada que, por último, conllevaba un parloteo excesivo. Todo esto procedía de su necesidad de olvidar, de no acordarse de la vida con el aturdimiento que produce el comienzo y la finalización de un trabajo para emprender otro en seguida. La neblina que nos rodeaba nos impedía ver nuestra situación bajo su verdadero aspecto, y nos hallábamos como dos presos sujetos a una misma cadena, que se odian y emponzoñan mutuamente la vida y hacen todos los esfuerzos imaginables para no verse. Ignoraba entonces que esto mismo acontece de cada cien matrimonios en noventa y nueve, y que esta posición es fatal. No lo sabía por otros, sino por mí mismo. Son sorprendentes las coincidencias de la vida irregular con la vida regular, a pesar de su monotonía. Cuando la vida se hace imposible de este modo entre marido y mujer, lo que conviene es marcharse a una población importante para poder educar a los hijos, y esto fue precisamente lo que hicimos nosotros, trasladarnos a la capital.

Pozdnychev calló por un momento, exhaló dos o tres suspiros que parecían sollozos y después se bebió de un sorbo una taza de té que se había quedado frío. Finalmente prosiguió su relato y sus reflexiones.

XVIII

—Nos establecimos en la capital, donde la existencia es más soportable para los desgraciados y donde se puede llegar a los cien años sin darse cuenta de que está uno muerto y podrido desde que tiene uso de razón. Entre aquel movimiento no se tiene tiempo para pensar en uno mismo y las ocupaciones absorben el tiempo por completo; los negocios, las relaciones, las enfermedades, los placeres que produce el arte, la salud y la educación de los hijos no dejan tiempo para nada. Se reciben visitas y se hacen a diestro y siniestro; se va a ver actuar tal o cual actor o a escuchar a una cantante. En toda ciudad importante hay tres o cuatro celebridades a las que hay que conocer a la fuerza. Tan pronto le interesa a uno su propia salud como la de fulano o zutano o la de los artistas, profesores, gobernantes… y sin embargo la vida es mala, vacía, desprovista de interés. Vivíamos mejor así y sufríamos menos que con la vida de antes. Al principio nos preocupó y nos entretuvo mucho, naturalmente, nuestra nuestra nueva instalación y nueva vida. Además, nos quedaba el recurso de los viajes de la ciudad al campo y del campo a la ciudad.

De este modo pasamos un invierno, y durante el segundo ocurrió un incidente que pasó inadvertido, y que, al parecer, tenía poquísima importancia, si bien, en el fondo, fue el punto de partida del acontecimiento final. Cayó enferma mi mujer, y los canallas de la facultad de Medicina le prescribieron y le enseñaron los medios de evitar nuevas concepciones, lo que me hizo mirarla con un asco muy grande. Quise oponerme, pero ella, con gran ligereza; y testarudez, insistió y acabó por triunfar. La única justificación de nuestra existencia inmoral, los hijos, nos estaba vedada, y nuestra vida se hizo todavía más innoble.

El aldeano o el trabajador tienen necesidad de hijos, por más que les cueste mucho trabajo criarlos, y ésta es la justificación de sus relaciones conyugales. En nuestra clase, en cuanto se tienen algunos, no se desean más porque se convierten en una verdadera carga que produce gastos y disgustos en las herencias. Desde entonces no hubo excusa para la impureza de nuestra existencia, por los medios artificiales que empleábamos, pero estamos tan degradados que no creo que sea necesaria esa excusa. La mayor parte de la gente bien educada se entrega hoy a ese libertinaje sin experimentar el menor remordimiento. ¿Cómo hemos de tener remordimientos si no hay conciencia? Y no la hay aparte de la conciencia pública, si se le puede dar ese nombre, y la del código penal. En esto ni la una ni la otra se ven afectadas. La opinión pública no puede estorbarnos, porque todos, lo mismo zutano que mengano, obran de igual manera, a no ser que tratasen de privarse de los medios de subsistencia y de aumentar el número de mendigos. El Código penal tampoco nos sirve de estorbo y no tenemos para qué temerlo. Las que lo han de temer son las mujeres perdidas y las que se entregan a los soldados, que arrojan después a sus hijos a un pozo o a un estanque; a esas es a las que hay que meter en la cárcel, pero no a nosotros, que los suprimimos en el momento oportuno y con mucha discreción.