De esta manera pasamos dos años. El medio que habían aconsejado los canallas de los médicos produjo excelentes resultados, y mi mujer se desarrolló y embelleció como una flor de otoño. Lo comprendió así, y desde entonces le preocupó mucho el cuidado de su persona.
Había llegado a poseer esa belleza provocadora que enloquece a los hombres, y se hallaba en todo el esplendor de una mujer de treinta años que, libre de todo cuidado maternal, está bien alimentada y excitada. Me daba miedo verla porque me recordaba a un caballo descansado y fogoso al que le han soltado las riendas. Como el noventa y nueve por ciento de nuestras mujeres, no tenía freno para su conducta. Me di cuenta y me quedé aterrado.
XIX
El rostro de Pozdnychev se trastornó; su mirada apagada adquirió una expresión lastimosa y la nariz desapareció entre la barba, que pareció subirle hasta los ojos.
—Sí —añadió después de encender un cigarro;—desde que dejó de concebir, empezó a redondearse y su malestar o enfermedad, producida por las inquietudes que le inspiraban los hijos, se desvaneció. El hecho más importante no consistió en la desaparición de esa enfermedad, sino en que se despertó como de un sueño lánguido, viendo un mundo lleno de alegrías sin número. Vio un mundo para ella desconocido hasta entonces y en el que no la habían enseñado a vivir, y por tanto no lo comprendió. «Hay que aprovecharse gozando del presente, porque el tiempo pasa y no vuelve más.» He aquí cuáles eran sus pensamientos o, mejor dicho, sus sentimientos. Aparte de que no podía pensar ni sentir de otra manera. En su educación le habían inculcado la idea de que aquí abajo no hay más que una cosa que sea digna de atención: el amor. Se casó, gustó un poco de ese amor, pero mucho menos de lo que se figuraba, y ¡cuántas decepciones! ¡Cuántos sufrimientos! ¡Y luego ese martirio inesperado, los hijos! Ese martirio la había dejado extenuada, y gracias a la amabilidad de los señores médicos, supo un día que la mujer puede pasarlo perfectamente sin hijos. Esta noticia le causó una alegría muy grande, que fue en aumento con la práctica del consejo y siguió viviendo para la única cosa que había conocido, para el amor; pero el amor hacia un marido que tenía celos y que a veces le daba pruebas de mal carácter, no era un ideal. Soñaba con otra ternura más pura, o al menos eso era lo que yo me figuraba. Estaba al acecho, miraba a todas partes como si hubiera estado esperando alguna cosa; lo observé, y una ansiedad muy grande y una tristeza profunda se apoderaron de mí.
En todas partes y siempre, cuando hablaba conmigo por medio de un intermediario, o sea en presencia de un tercero o de extraños, pero con intención de que yo lo oyese, repetía con mucho ánimo y olvidando que una hora antes sostuvo todo lo contrario, medio en broma, medio en serio, que las preocupaciones maternales eran un error y que no valía la pena dar la vida a los hijos, mientras se es joven y se puede gozar de todo. Desde esa época se ocupó menos de los hijos y no les dio tantas pruebas de cariño, sino que, por el contrario, se preocupó más del arreglo de su persona, de su exterior, por más que procurase disimularlo, de sus diversiones y hasta de su perfeccionamiento en ciertas cosas. Volvió a ocuparse del piano, que había descuidado por completo, y este fue el origen de la catástrofe. Fue entonces cuando apareció el hombre…
Se calló Pozdnychev y dejó escapar dos o tres extraños resoplidos. Creí que le resultaba muy penoso nombrar a aquel hombre y volverse a acordar de él. Hizo sin embargo un gesto enérgico como para apartar el obstáculo que se interponía en su camino y, con acento decidido, siguió diciendo:
—Fue un miserable, a lo que entiendo; no por el papel que desempeñó en mi vida, sino porque realmente lo era. Aparte de todo, el que fuese realmente un miserable contribuye a que deduzca la irresponsabilidad parcial de mi mujer en lo ocurrido. Si no hubiese sido él, habría sido otro. Era un músico, un violinista; no músico de profesión, sino un medio hombre de mundo, medio artista. Su padre, antiguo vecino del mío y dueño de grandes dominios, se había arruinado, y sus hijos, tres muchachos, habían tenido que campárselas por sus respetos.
A nuestro hombre, que era el más joven de los tres, lo enviaron a París a casa de su madrina, y entró en el Conservatorio, en el que dio pruebas de cierta vocación musical; salió hecho un violinista y dio con ciertos…
En el momento en que iba a empezar a hablar mal de él, Pozdnychev se contuvo, y tras una corta pausa prosiguió con acento brusco:
—La verdad es que ignoro qué clase de vida era la suya, y únicamente sé que aquel año regresó a Rusia y le presentaron en mi casa. Tenía ojos tiernos, rasgados, en forma de almendra, labios rojos y sonrientes, bigotillo retorcido y el pelo cortado a la última moda. Era apuesto, pero de rostro vulgar, en una palabra, eso que las mujeres llaman un buen mozo de elegante talle, casi talle de mujer, pero no obstante bien proporcionado. Correcto en sus modales, pronto a adquirir cierta familiaridad, pero hábil para, al observar la menor frialdad, retroceder y conservar su dignidad. Había en él un no sé qué de parisiense con sus botines, sus corbatas de color claro, y su aspecto en general producía excelente impresión en las mujeres por ese no sé qué particular y nuevo que se desprendía de su persona. Sus modales estaban impregnados de una alegría ficticia; se expresaba por medio de alusiones, de frases a medio decir, como si su interlocutor hubiese estado al corriente de lo que se trataba o, más bien, dispuesto a ayudarle para que se acordase al hacer un relato.
Ese hombre fue el que, con su música, trajo la catástrofe. En el tribunal echaron la culpa a mis celos, lo cual no era exacto, al menos no del todo. En la vista de la causa se decidió que me habían engañado y que maté para vengar mi honor ultrajado;—¿no es éste el lenguaje que emplea la gente de la curia? —y me absolvieron. Quise explicarles el motivo que me impulsó y creyeron que intentaba rehabilitar el honor de mi mujer. Aparte de todo, sus relaciones con el músico, hayan sido las que hayan sido, no tuvieron importancia ni para ella ni para mí. Lo único importante es lo que le he contado. Todo el drama estriba en la llegada de ese hombre a nuestra casa en los momentos en que nos hallábamos sumidos en la más lamentable de las confusiones, animados por ese mutuo rencor, del que ya le he hablado, y en una situación en la cual la más diminuta gota de agua bastaba para que desbordase el vaso. Las últimas disputas, que en los últimos tiempos habían sido tremendas, tenían la asombrosa consecuencia de provocar en nosotros accesos de pasión bestial. Si ese hombre no se hubiese presentado en nuestra casa, cualquier otro habría sido el protagonista. Si mis celos no me hubiesen servido de pretexto, habría encontrado otro. Estoy íntimamente convencido de que todos los hombres que llevan una vida conyugal como la mía deben entregarse al libertinaje o divorciarse, matarse o matar a su mujer, que fue lo que hice yo. Aquel a quien sucede esto no es un ave rara. Mucho antes del desenlace estuve a punto de suicidarme, y más de una vez quiso envenarse mi mujer.