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Aquella brutalidad entristeció al caballo, pero no lo demostró, y se dirigió hacia el río mordisqueando la hierba y meneando la cola.

Sabía, por experiencia, que nada es tan bueno para la salud como beber agua fresca en ayunas, así que se fue hacia el sitio en que la margen del río tenía menor pendiente, sumergió los belfos en el agua y empezó a beber con avidez.

A medida que su cuerpo se henchía, experimentaba un dulce bienestar y agitaba con más satisfacción la desguarnecida cola.

Una pequeña yegua alazana, que se divertía agotando la paciencia del pobre viejo, se acercó a él, aparentando no verlo, con el único objeto de enturbiarle el agua que tan a gusto estaba bebiendo.

Pero el pío había terminado ya de beber; fingió no advertir la mala pasada que la pequeña yegua quiso jugarle. Levantó, uno después de otro, los cuatro cascos metidos en el agua;

sacudió los belfos, y se alejó para pacer tranquilamente a respetable distancia de la juventud.

Y pació seriamente durante tres horas, procurando estropear lo menos posible la hierba con sus cascos. Al cabo de las tres horas, apoyóse por igual sobre las cuatro patas y se durmió pacíficamente.

Hay vejeces de muchas clases: la vejez majestuosa, la vejez horrible, la vejez que nos inspira compasión; y hay otra que participa de la primera y de la última: la vejez majestuosa que nos inspira lástima.

A ésta pertenecía la de nuestro viejo caballo pío.

Era de mucha alzada; su pelo había sido negro en sus tiempos, pero las manchas negras se habían quedado ya de un color oscuro sucio.

Tenía tres grandes manchas: una en el lado derecho de la cabeza, que partía de la proximidad del belfo superior e iba a terminar en la mitad del cuello; la crin era entreverada, la mitad blanca y la otra mitad oscura; la segunda mancha se extendía por el costado derecho y descendía hasta la mitad del vientre; la tercera llenaba la grupa, la mitad de la cola y las dos patas traseras.

La cola era blanca.

La cabeza grande, huesuda, con dos huecos profundos sobre los ojos; el belfo inferior, negro y descolgado, hacia ya mucho tiempo, parecía hallarse suspendido de su cuello flaco y encorvado.

Por la desgajadura del belfo inferior se veía el extremo de la lengua, desviada hacia un lado y negruzca, y amarillos restos de sus dientes inferiores.

Las orejas, una de ellas hendida, pendían a ambos lados del cuello, y no las enderezaba sino muy rara vez para espantar las moscas importunas.

De su antigua cabellera ya no le quedaba más que un mechón de pelo que colgaba por detrás de su oreja izquierda.

La frente, descubierta, estaba llena de arrugas y la piel formaba hondos pliegues a lo largo de la cara, a uno y otro lado.

Las venas tomaban gruesos nudos a lo largo de la cabeza y del cuello, y aquellos nudos se estremecían cada vez que una mosca se posaba en ellos.

Ofrecía una expresión de dolor y de paciencia infinitos.

Sus dos brazos estaban encorvados y los tenía llenos de ampollas; lo mismo sucedía con los menudillos; en el izquierdo se le veía un gran sobrehueso por debajo de la articulación; las patas las tenía menos dañadas, pero, a fuerzas de rozarse con los cascos, habían perdido el pelo en la cara interna de su tercio inferior.

Con relación al cuerpo, sus patas parecían demasiado largas.

Los ijares, aunque llenos, estaban descarnados y cubiertos únicamente por la piel.

La cruz y la espaldas presentaban huellas de mataduras y golpes, y en el lomo, cerca de la grupa, se veía una bastante reciente.

Sobre el comienzo de la cola se destacaban las últimas vértebras; en la parte inferior de aquél había desaparecido hasta el último rastro de pelo.

En la misma grupa se extendía una úlcera antigua, recubierta de pelos blancos y gruesos, y a lo largo del omóplato derecho se percibía una cicatriz.

Los corvejones y el comienzo de la cola los tenía siempre sucios, por efecto de un continuo desate de vientre.

A pesar de su aspecto repugnante, cualquier persona inteligente hubiera reconocido en aquel penco un caballo de raza, y hubiera añadido que solo existe una raza de caballos en Rusia que tenga tan desarrollados los huesos, tan fuertes los cascos, tan curvado el cuello y una piel y un pelo tan finos.

Había algo de grandioso en el aspecto de aquel animal, en aquel conjunto formado por una fealdad repugnante y por la expresión de arrogancia y de seguridad que lo caracterizaba.

Era como una ruina viviente en medio de la verde pradera, rodeado del ganado joven que se había esparcido por todas partes llenando el aire con sus relinchos.

III

El sol se había elevado por encima de los árboles y bailaba con sus brillantes rayos la pradera y el río.

El rocío iba desapareciendo poco a poco; ya sólo se veían algunas notas esparcidas aquí y allá; los vapores de la mañana se desvanecían y únicamente se levantaba algún que otro jirón de niebla tenue en las orillas del río.

Ligeras nubecillas se agrupaban como nevados copos, y la calma reinaba en el espacio.

Más allá de la margen opuesta se divisaba un campo de trigo, verde y todavía fresco.

Las emanaciones de las flores y de la jugosa hierba embalsamaban la atmósfera.

A lo lejos se oía cantar al cuco, y Néstor, tendido de espaldas bajo el árbol, contó los años que le quedaban de vida.

Las alondras revoloteaban por los aires por encima del prado.

Una liebre, sorprendida por la yeguada, huyó a todo escape, se agazapó luego detrás de una mata y enderezó las orejas.

Vaska se durmió con la cabeza entre las hierbas.

Las yeguas, aprovechándose de su libertad, se desparramaron en todas direcciones. Las más viejas eligieron un sitio tranquilo dónde pacer sin que nada las molestase; pero ya no pacían: se limitaban a despuntar los tallos de la mejor hierba y a comérselos con marcada satisfacción.

Toda la yeguada fue dirigiéndose insensiblemente hacia el mismo lado.

Y volvió a encontrarse otra vez la vieja Juldiba al frente de sus compañeras, sirviéndoles de guía.

La joven Muchka, que había parido por primera vez, no cesaba de relinchar, jugando con su retoño.

La joven Atlasnaia, de piel fina como el satén, jugueteaba con la hierba bajando la cabeza de manera que el tupé le cubriese los ojos y la cara.

Arrancaba tallos de hierba, echándolos hacia arriba y golpeando el suelo con el casco.

Un potrillo de los mayores había inventado un juego nuevo para él, que consistía en correr alrededor de su madre, con la cola levantada en forma de penacho, y hacia ya su vigésimasexta vuelta sin descansar. Su madre pacía tranquilamente siguiéndole con el rabillo del ojo.