A los dos o tres días de ocurrir esto, volví a mi casa en compañía de un amigo con el que iba charlando, y al entrar en el vestíbulo, sin acertar a explicarme el por qué, sentí como un gran peso en el corazón, como si me hubiese caído encima una gran piedra. Algo, no sé qué, me recordó a Troukhatchevsky. Hasta que estuve en mi cuarto no supe de qué se trataba, y volví al vestíbulo para ver si eran fundadas mis sospechas: sí, allí estaba su abrigo, no me había equivocado. Sin quererlo yo mismo, era un observador muy ladino en cuanto se refería a aquel hombre. Averigüé que estaba allí; atravesé los cuartos de los niños y vi a Lisa que estaba hojeando un libro y a la nodriza que acallaba al más pequeño, al que tenía en brazos como un juguete cualquiera. En el salón oí unos arpegios muy lentos. Hablaban en voz baja, y ella contestaba con una negativa: «No, eso no», y añadió algo que no pude entender. La música me impidió oír lo demás… Besos quizá, mientras tocaba con fuerza el piano. ¡Gran Dios! ¡Qué sentimientos y qué pensamientos se apoderaron de mí. No puedo recordar sin terror el huracán que se desencadenó en mí en aquellos momentos. Se me oprimió el corazón, dejó de latir y luego volvió a hacerlo con una fuerza extraordinaria. El sentimiento que me dominaba, lo mismo que en todas horas de cólera, era el de una gran compasión hacia mí mismo: «En presencia de los criados, —me dije, —y en la de mis hijos, me deshonra.» Quería dar un escándalo y no veía dónde ponía los pies. La nodriza me miró como si, comprendiendo lo que sucedía, quisiera aconsejarme que estuviese ojo avizor. Sin embargo, era necesario que entrara, y de una manera inconsciente abrí la puerta. Troukhatchevsky estaba sentado junto al piano y hacía arpegios con sus largos dedos, y mi mujer en pie a un lado teniendo delante unos cuantos cuadernos de música. Fue la primera que me oyó o vio entrar y me dirigió una mirada; ¿se quedó o no sorprendida, o aparentó que no lo estaba? Lo que sí es cierto, es que no se estremeció… enrojeció un poco, pero fue después.
—Celebro mucho que hayas venido, porque nosotros solos no podemos decidir qué tocar el domingo —me dijo en un tono que no era el natural ni el que usaba en nuestras conversaciones a solas.
Ese tono y ese «nosotros» me indignaron. Le saludé con mucha frialdad y me estrechó la mano de una manera que me pareció burlona, y en seguida me explicó que había llevado unas cuantas piezas de música a fin de ensayar para el domingo, pero que no estaban de acuerdo en la elección: ¿escogerían una sonata de Beethoven, alguna obra clásica y un tanto difícil o bien alguna otra cosa de una ejecución mucho más fácil? Y al decir esto, la consultó con la mirada.
Todo esto era tan natural que no pude en realidad incomodarme. Lo veía, lo comprendí; sin embargo, aquello no era más que hipocresía, y estaban de acuerdo en la manera de engañarme.
El tormento mas grande que puede sufrir un celoso (¿y quién no ha tenido celos en este mundo?) nace de esas conveniencias sociales que, bajo pretextos distintos, hacen que se acerque el uno al otro, un hombre y una mujer, y se establezca entre ellos una intimidad peligrosa. Uno se convertiría en motivo de irrisión para todos si tratase de oponerse a esas aproximaciones que producen los bailes, las visitas de los médicos a los enfermos, de los artistas entre sí, de los pintores y sobre todo de los músicos. Dos personas son aficionadas a la música, la más noble de todas las artes, se ponen de acuerdo para tocar juntos y esto exige naturalmente una intimidad que sólo parecerá vituperable a los ojos de un celoso estúpido. Un marido bien educado no puede ni debe tener esos pensamientos, y sobre todo, no tiene para qué mezclarse en esos asuntos. Y, no obstante, todo el mundo sabe que de ocupaciones de esa naturaleza, de la música sobre todo, es de las que nacen en nuestra sociedad la mayor parte de los adulterios.
Mi silencio, que duró algunos minutos, les molestó indudablemente. Me parecía a una botella vuelta al revés, de la que el agua no se escapa porque está demasiado llena. Quería arrojarle a la cara alguna frase ofensiva, echarle de allí, pero no hice nada; al contrario, me sentí culpable por haberlos estorbado. Fingí que lo aprobaba todo, y ese sentimiento que me dominaba me llevó hasta el extremo de mostrarme muy amable con él, a pesar del martirio que me causaba su presencia. Le contesté que nadie mejor que él para elegir, y que mi mujer, si quería seguir mi consejo, obraría de la misma manera, Permaneció allí el tiempo necesario para borrar la mala impresión que causó mi llegada brusca y mi rostro trastornado. Luego se marchó muy satisfecho, al parecer, con las decisiones tomadas para el día siguiente. En cuanto a mí, tenía la convicción de que todo lo que se refería a la música, estaba subordinado a otras preocupaciones que les atormentaban. Le acompañé hasta el vestíbulo dando muestras de gran cortesía—¡cómo puede dejarse de acompañar a un hombre que se presenta en vuestra casa para turbar la paz de la familia y aniquilarla para siempre! —y estreché con afectuosa amabilidad su mano blanca y bien cuidada.
XXII
—Durante el resto del día no dirigí la palabra a mi mujer; no pude hacerlo, y su permanencia a mi lado provocaba en mí un odio tal que tenía miedo de mí mismo. En la mesa y en presencia de mis hijos me preguntó cuándo deseaba emprender mi próximo viaje.
Efectivamente, la semana siguiente tenía que asistir a un Zemstvo o asamblea general. Le contesté y me preguntó qué era lo que necesitaba para el camino. No le contesté entonces ni una palabra, y en silencio me retiré a mi despacho. Por lo general, no acostumbraba a estar en él, sobre todo a aquellas horas. De pronto oí que se acercaba alguien y reconocí su paso. Un pensamiento terrible, innoble, se apoderó de mi alma. «¿Iba a verme a aquellas horas para ocultar, como la mujer de Urías, una falta ya cometida? ¿Iría realmente a mi cuarto?» Y los pasos se acercaban cada vez más. «Pero si se presentaba, ¿tendría yo razón?»
Se apoderó de mí un sentimiento de odio; los pasos se iban acercando, se acercaban cada vez más. ¿Pasaría por allí para ir al salón? No. La puerta rechinó sobre sus goznes y se presentó ella, con su estatura bien proporcionada, su talle esbelto y su aspecto gracioso, agradable. En los rasgos todos de su rostro, así como en sus miradas, se observaba una timidez, una expresión insinuante que quería disimular, pero que saltaba a los ojos y cuyo alcance comprendí en seguida. Me faltaba poco para ahogarme, de tal manera contuve la respiración, y sin dejar de mirarla tomé un cigarrillo y lo encendí.
—«¿Qué significa esto? Vengo a hablarte y enciendes un cigarro‑dijo sentándose a mi lado y apoyando la cabeza en mi hombro. Y yo me retiré para no tocarla. —Ya veo que te gustaría más que yo no tocase el domingo» —añadió. — «Pues estás equivocada» —contesté.
—«¿Te has figurado que no lo he comprendido?» — «Si lo comprendes, te felicito. Lo que estoy yo viendo es que te portas como una mujer de poco más o menos.» — «Si has de empezar a hablar de esa manera, me marcho» — «Está bien, márchate, pero ten presente que si el honor de la familia no es nada para ti, para mí es algo sagrado. ¡Ahora vete al diablo!» — «Pero ¿qué es lo que hay? ¿Qué pasa?» — «Vete, te lo pido por amor de Dios, ¡márchate!»