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No se marchó. Fingiendo no comprenderme, o realmente no entendiéndome, lo cierto es que estaba ofendida y que se incomodó. — «Te estás volviendo insoportable‑me dijo;—ha de llegar día en que ni un ángel pueda vivir a tu lado‑y deseando por lo visto molestarme todo lo posible, añadió a continuación: —Después de tu conducta para con mi hermana, no me extrañará nada de cuanto puedas hacer conmigo.» —Con estas palabras aludía a una disputa que había tenido yo con su hermana, durante la cual perdí los estribos y le dije algunas groserías. Sabía que ese recuerdo me molestaba y procuró reavivar el dolor de la llaga— «Está bien‑pensé; —me veo ofendido, insultado y encima me hacen responsable.»

De pronto se apoderó de mí mi furor indecible, una rabia tal, cual nunca la había conocido, y por primera vez experimenté deseos de pasar del pensamiento al hecho. Me sobresalté, y en aquel momento me pregunté si estaba bien que me dejase arrastrar por aquel primer impulso. Me respondí afirmativamente, creyendo que así la intimidaría, y en vez de combatir, de dominar semejante acceso de rabia, lo aticé, considerándome dichoso al sentir que hervía en mi pecho. —«¡Vete o te reviento!» —grité presa de la ira y cogiéndola de un brazo; pero no por eso se alejó, y entonces se lo retorcí dándole un violento empellón.

— «Pero qué es lo que tienes, Vassia? —me preguntó. —¿Te marcharás de una vez‑aullé con, furia dirigiendo a todas partes miradas coléricas. —¡Vas a conseguir que me vuelva loco!

¡No respondo de mí! ¡Márchate!» y dejándome llevar por los impulsos de esa cólera, quería saber hasta qué extremo llegaría ejecutando algún acto de brutalidad. Experimentaba en aquellos momentos como una necesidad de pegarla, de machacarle los sesos; pero sabía que no podía hacerlo y me contuve. Acercándome precipitadamente a mi mesa, cogí un pisapapeles y lo estrellé en el suelo a sus pies, pero antes de tirarlo puse buen cuidado en que ella pudiese esquivarlo. Hacía todo aquello de manera que pudiese verlo. Cogí después un candelero y lo mandé a reunirse con el pisapapeles, luego arranqué un termómetro que estaba colgado en la pared y, sin dejar de gritar, la amenacé diciendo:

—¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡No respondo de mí!

Se marchó y me calmé en el acto. A los pocos minutos se presentó la nodriza diciéndome que la señora tenía un ataque de histeria. Fui a verla y la encontré riendo, llorando, sollozando, sin poder pronunciar ni una sola palabra y temblando como una azogada. No lo fingía, sino que realmente estaba enferma. Llamamos al médico y durante la noche la asistí.

Al amanecer se calmó y nos reconciliamos bajo la influencia de ese sentimiento al que se da el nombre de amor. Al día siguiente le confesé que estaba celoso de Troukhatchevsky y no se apuró lo más mínimo; se echó a reír con el aire más natural del mundo, tan extraño le pareció el lance de que pudiese ceder a semejante hombre.

—Acaso una mujer honrada, —me dijo, —puede experimentar por ese tipo otra cosa más que la satisfacción de que la acompañe con el violín? Si te empeñas en ello, estoy dispuesta a no volverle a ver más en mi vida, ni siquiera el domingo, por más que ya se hayan repartido las invitaciones. Envíale una carta diciéndole que estoy enferma, y todo queda arreglado. Lo único que me enoja es que hayas podido considerarlo peligroso. Me hiere el orgullo, semejante idea. No mentía; creía realmente en lo que decía. Confiaba en que esas palabras harían nacer en mi corazón desdén hacía aquel hombre, pero no lo consiguió. Todo estaba en contra suya, hasta aquella condenada música. De este modo acabó la disputa, y el domingo se presentaron nuestros convidados, ante los que Troukhatchevsky y mi mujer tocaron una vez más.

XXIII

—Creo inútil decir que yo era muy vanidoso. ¿Qué objeto tiene hoy la vida sin la vanidad? Arreglé, pues, con tanto gusto como pude, todo lo referente tanto a la comida como a la velada musical del domingo. Hice preparar manjares exquisitos y extendí yo mismo las invitaciones. A eso de las diez empezaron a llegar los convidados. Troutkhatchevsky se presentó de frac y llevando en la pechera unos botones de brillantes de un gusto detestable y no dio pruebas de la menor cortedad. Respondió a todo con mucho ingenio y con sonrisa protectora, como si hubiese precisamente esperado lo que se acababa de hacer o decir. No dejé de observar con alegría todos sus defectos, y esto me tranquilizaba, porque me permitía creer que no ocuparía en el ánimo de mi mujer más que un lugar secundario y que, conforme había manifestado, nunca se rebajaría hasta él. Contuve mis celos, no tanto por las razones tranquilizadoras que me dio mi mujer, sino para evitar las horrendas torturas que me ocasionaban los celos. Y, sin embargo, durante la comida y la primera parte de la velada, mientras no empezó la música, mi actitud no fue natural respecto a él, porque, sin darme cuenta de ello, involuntariamente espié todos sus gestos y miradas.

La comida, como sucede en esos casos, fue de las más aburridas. Poco después empezó la música; Troukhatchevsky cogió el violín y mi mujer se acercó al piano, escogiendo las partituras. No he olvidado aún ni los menores detalles de aquella velada. Llegó con su caja, la abrió, sacó el violín de una bolsa de seda bordada por mano de mujer y lo templó. Veía a mi mujer hacer esfuerzos por aparecer indiferente, pero sobrecogida, y lo observé bien, por los mismos temores que tenía de no tocar bien. Se sentó y dio el la. Oigo aún los pizzicatos del violín, les veo disponer los papeles de música, dirigir una mirada a los concurrentes, decirse algunas palabras y empezar.

Empezaron al mismo tiempo y tocaron la Sonata a Kreutzer, de Beethoven. ¿Conoce su primer presto? ¿Lo conoce?… ¡Oh!… ¡Oh!…

Al llegar a este punto, Pozdnychev exhaló un profundo suspiro y se quedó callado durante largo tiempo.

—¡Qué cosa más espantosa es esa sonata! Y ese presto es la parte más terrible. Sin embargo, toda la música es espantosa. ¡Qué es, pues, la música? ¿Por qué produce esos efectos? Se dice que eleva al alma conmoviéndola. ¡Qué estupidez! ¡Qué embuste! Es cierto que sus efectos son muy poderosos, pero‑y conste que hablo por lo que a mí respecta‑no eleva el alma de ninguna manera; ni la eleva ni la envilece, únicamente la excita; ¿cómo explicárselo? La música hace que lo olvide todo, la verdadera situación en que me hallo y hasta a mí mismo; me hace creer en todo aquello que no creo y comprender lo que no comprendo dándome un poder que no tengo. Me produce el efecto de un bostezo o de una carcajada. Bostezo cuando veo que alguien lo hace en mi presencia, y río si se ríen a mi lado.

La música me pone un estado semejante a aquel en que se hallaba el que la escribió. Mi alma se confunde con la suya y le sigo en sus sentimientos. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero Beethoven, por ejemplo, en la Sonata a Kreutzer, sabrá perfectamente de dónde procedía ese estado que le había impulsado a cometer ciertas acciones y que para él tenía un sentido, una razón de ser de la que carecía para mí. He ahí por qué la música produce una excitación que carece de resultado. Un pasodoble da deseos de moverse; una danza de bailar; la música sacra nos impulsa a orar, todo eso tiene un resultado… En una palabra, excitación, excitación pura que no tiene ningún objeto. De ahí precisamente es de donde provienen los peligros y a veces sus espantosas consecuencias.