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Me apenaba la obscuridad y encendí una luz, y al ver aquella habitación tan reducida, con sus cortinajes amarillos, se apoderó de mí una gran tristeza. Encendí un cigarrillo y, tal como sucede siempre que uno se arma un lío de ideas y de contradicciones, fumé cigarrillo tras cigarrillo para aturdirme y ocultarme esas contradicciones. No pude volver a quedarme dormido en toda la noche, y a eso de las cinco de la mañana, cuando aún no había amanecido, resolví, para no continuar sufriendo tantas incertidumbres, marcharme lo más pronto posible.

La hora de emprender el viaje era a las ocho; desperté al portero, le encargué que pidiera un coche, y envié una carta a la Asamblea, manifestando que tenía que regresar a Moscú para despachar un asunto urgente, y que nombrasen en mi lugar a uno de los suplentes. A las ocho tomaba asiento en el coche y emprendí el viaje.

XXV

—Tenía que recorrer treinta y cinco verstas en coche y ocho horas en tren. El viaje en coche fue delicioso. Estábamos en otoño y hacía un tiempo precioso, aunque frío; el sol brillaba en un cielo sin nubes. Las ruedas dejaban marcados profundos surcos en el camino.

El sol lo alegraba todo, y la brisa era fresca. Reclinado cómodamente en el fondo del tarantass, que era espacioso, me entretenía contemplando los caballos, los campos y a los caminantes, olvidándome por completo del sitio adonde iba. Me parecía muchas veces que daba un paseo sin rumbo y que de aquel modo iría hasta el fin del mundo. ¡Qué alegría más grande olvidarme así de todo! Y cuando me acordaba del objeto del viaje me decía: «Al menos así sabrás a qué atenerte; ¿para qué pensar, mientras tanto, en ello?» Al llegar a la mitad del camino me distrajo un incidente: el coche se rompió, pese a ser nuevo; la operación de buscar albergue, el cuidado del arreglo de los desperfectos, el té en la posada y la charla con el posadero, fueron para mí otros tantos motivos de agradable distracción. Por la noche, cuando estuvo todo arreglado, continué mi viaje, que tuvo muchos atractivos. Estaba la luna en su primer cuarto; escarchaba un poco, pero el camino seguía en buen estado, el postillón era charlatán y fogosos los caballos. De esa manera seguía distraído mi viaje, y me preocupaba poco lo que me esperara. Tal vez lo intuía y mi alegría procedía de que iba a despedirme de los placeres de la vida; pero esa calma, esa ausencia de preocupaciones, cesaron en cuanto me bajé del carruaje.

Tan pronto como tomé asiento en el tren todo cambió, ya que aquellas ocho horas fueron verdaderamente horrorosas para mí, y en mi vida las podré olvidar. Esto se debió a que, al subir al vagón, se apoderó de mí otra vez la idea de que iba a volver a mi casa, o quizá la trepidación del tren me produjo una excitación extraordinaria. Fuese una u otra la causa, el hecho es que en cuanto estuve en el tren me fue imposible dominar mi imaginación, que me hizo atravesar por entre las imágenes a cuál más cínica, todas distintas, aunque de igual naturaleza, haciendo desfilar por delante de mis celos, irritados en su más alto grado, las escenas que pasaban allá abajo durante mi ausencia. Me encendía la indignación al ver esas imágenes. La ira y no sé qué clase de embriaguez producida por la indignación me oprimían la garganta, y aquellas imágenes, que no podía alejar, me perseguían como una obsesión.

Cuanto más las veía, más creía en su realidad, olvidando que no tenían consistencia alguna.

No quería para prueba de su existencia más que la precisión de lo que veía. Se habría dicho que, contra mi voluntad, un demonio inventaba y me inspiraba las ficciones más horrendas.

Hasta sucedió que acudió a mi memoria el recuerdo de una conversación, hacía mucho olvidada, que un día sostuviera con un hermano de Troukhatchevsky. Me torturé el corazón, como quien se complace en ahondar la herida, relacionando esa conversación con el violinista y mi mujer. Sí, lo recordé; hacía mucho tiempo que la había sostenido. El hermano del violinista, al que preguntaba yo si frecuentaba las casas de lenocinio, me respondió que un hombre que se respeta no debe pisar esos sitios sucios y viles en los que se corre el riesgo de coger una enfermedad, cuando es tan fácil tener relaciones con una mujer decente, aunque sea algo madura o le falte un diente, o esté un poco obesa por los años; pero ¡bah! se toma lo que se encuentra. Le hacía él un favor tomándola por querida, y además no se exponía gran cosa.

Me repetí, con terror, que todo aquello era imposible y que no podía haber sucedido nada, aparte de que no tenía ningún fundamento serio sobre el que basar mis sospechas. ¿No me había dicho mi mujer que el solo pensamiento de que yo pudiese tener celos era una ofensa y una vergüenza para ella? Lo dijo, sí, pero mintió, me dijo una voz interior, y la lucha volvía a empezar. En el departamento de mi vagón no había más que dos viajeros; una señora de cierta edad y su esposo, que hablaban muy poco. A las pocas horas se apearon, dejándome solo. Me hallaba en la situación de una fiera enjaulada; unas veces me ponía en pie bruscamente, acercándomela portezuela; otras daba vueltas con paso inseguro, como si me figurase que con mis esfuerzos y movimientos aumentaba la velocidad del tren. Aquel vagón, con sus banquetas y sus cristales, llevaba una trepidación continua, lo mismo que éste.

Al decir estas palabras Pozdnychev se irguió, dio algunos pasos por el vagón y luego se sentó y continuó diciendo:

—¡Qué miedo tuve, en aquel vagón! Se apoderó de mí el terror y me senté, proponiéndome pensar en otra cosa, en la conversación sostenida con el posadero en cuya casa había tomado el té; luego se presentaba a mis ojos el portero con su barbaza y su nietecito, que tenía la misma edad de mi hijo Vassia. ¡Vassia, hijo mío! ¡Habrás visto al violinista abrazar a tu madre! ¿Qué pensará tu almita inocente? ¡Y qué le importa a ella, si le ama! Y vuelta a empezar el desfile de aquellas imágenes. Sufrí tanto, que llegó un momento en que ya no supe qué hacer. De pronto se me ocurrió una idea que me produjo gran satisfacción, la de arrojarme bajo las ruedas del tren y acabar de una vez. Una cosa sola fue la que detuvo la ejecución de mi plan, y fue la lástima que yo mismo me inspiraba, lástima que hizo nacer en mí un odio irreconciliable hacia ellos dos, contra ella sobre todo. Respecto a él, no tenía más que un sentimiento extraño de mi humillación y de su victoria, pero a ella la odiaba. ¡No, no quería con mi desaparición dejarla libre y dueña de sí misma! Era necesario que sufriese, que se diese cuenta de lo mucho que yo había padecido por su culpa. Al llegar a una estación, observé que algunos viajeros bajaban a beber a la cantina; hice lo mismo y pedí un vaso de aguardiente. A mi lado se encontraba un judío que empezó a hablarme, y para no quedarme solo en mi vagón le seguí al suyo, que era de tercera y estaba lleno de humo, sucio y con el suelo cubierto de pepitas de girasol. Me senté a su lado y empezó a contarme historias. Al principio le escuché, pero sin fijarme en lo que decía; lo observó e hizo esfuerzos para cautivar mi atención. Entonces me levanté y volví a mi vagón. Quería meditar y asegurarme de que realmente tenía razón para atormentarme de aquel modo. Para estar más sosegado me senté, pero al poco rato voló mi razón, y volvieron a desfilar ante mis ojos las imágenes anteriores. ¡Cuántas y cuántas veces me había torturado ya en pasados accesos de celos, y siempre sin fundamento, por nada! Y sin duda iba a suceder lo mismo aquel día, pues la encontraría descansando. Despertará y será dichosa, y con sus palabras y sus miradas me convenceré de que no ha pasado nada y de que son inquietudes vanas. ¡No; aquello habría sido demasiado bonito! «Con mucha frecuencia ha sucedido así y, sin embargo, hoy es cosa hecha,» insinuó una voz, y vuelta a empezar mi suplicio.