¡Ah, qué martirio! No sería a un hospital determinado a donde llevaría a un joven para que tomase aversión a las mujeres, sino a que contemplase el espectáculo de un alma turbada como la mía, para que viese qué clase de demonios eran los que la despedazaban. Lo más horrible de todo era que yo creía tener sobre su cuerpo un derecho razonable e indiscutible, como si hubiese sido carne de su carne, y no obstante, comprendía que no estaba completamente en mi poder, que no me pertenecía en forma alguna, sino que ella podía disponer de ese cuerpo a su antojo y que este antojo no estaba conforme con mis deseos. Ante él estaba desarmado, pero mucho más aún ante ella… Si no ha caído aún y únicamente tuvo un deseo y estoy enterado de él, esto será mucho peor todavía, me dije. Más valdría que la falta se hubiese cometido y saliese de una vez de dudas. No acertaba a formular lo que deseaba;
habría deseado que ella no quisiera lo que forzosamente debía de apetecer, y todo era sencillamente una locura.
XXVI
En la penúltima estación, cuando el revisor pasó pidiendo los billetes, recogiendo mi equipaje salí a la plataforma del vagón. Al acercarse el desenlace aumentaba mi fiebre. Tenía frío; me temblaba todo el cuerpo, y entrechocaban mis dientes. De una manera maquinal salí de la estación con los demás viajeros y tomé un coche para ir a mi casa. Por el camino me fijé en los contados transeuntes con los que me crucé y leí las muestras de las heridas sin fijarme en lo que hacía. Después de recorrer un buen trayecto, sentí de pronto un frío muy vivo en los pies, y me acordé de que me había quitado en el vagón los escarpines de lana que llevaba sobre los calcetines, y que los había metido en el maletín. ¿Lo había dejado allí? Sí. ¿Y el resto del equipaje? ¡No me había acordado tampoco de él! Saqué el billete y el talón y de pronto se me ocurrió que no valía la pena volver atrás. Todavía no sé en estos momentos por qué tenía entonces tanta prisa. Lo único que sé es que comprendía que se preparaba en mí algo terrible, un acontecimiento que tenía una importancia capital, pero no recuerdo si era víctima de mi imaginación o si exageraba la gravedad de lo que iba a suceder. Quizá tan trágico acontecimiento arrojó un lúgubre velo sobre las horas que le precedieron. El carruaje se detuvo fuera de la puerta del patio entre las doce y la una. Ante la puerta del coche se habían detenido algunos coches de punto a cuyos conductores atrajeron las ventanas iluminadas de la casa, que eran las correspondientes al salón y al comedor. Sin tratar de averiguar por qué las ventanas de mi casa estaban iluminadas a una hora tan avanzada, y experimentando siempre las más vivas angustias que me oprimían, subí la escalera y llamé.
Acudió a abrirme Igor, un criado muy fiel y animoso, pero muy corto de entendimiento. La primera cosa que me llamó la atención fue un abrigo colgado en el perchero al lado de los otros. Aquello me tendría que haber sorprendido, pero no fue así, porque lo esperaba. ¡Era, pues, cierto!
—¿Quién está ahí, Igor? —pregunte.
—El señor Troukhatchevsky.
—¿No hay nadie más?
—No, señor.
Y me dio esta respuesta, lo recuerdo muy bien, con un acento alegre como si se figurase que aquello me había de poner contento y además quisiese persuadirme de que no había nadie más. «Está bien,» pensé.
—¿Y los niños? —pregunté.
—A Dios gracias, están muy bien y durmiendo.
Apenas podía respirar y mis dientes entrechocaban. Me había ocurrido muchas veces volver a mi casa presintiendo una desgracia, creyendo que ocurría alguna novedad, y encontrarlo todo en estado normal. Aquella vez, sin embargo, no su cedió lo mismo; todas las imágenes que yo creyera falsas y que me persiguieron como una obsesión se convertían en realidades. Me faltaba muy poco para echarme a llorar, pero el demonio murmuró: «Eso es, déjate ahora dominar por sensiblerías y llantos. Mientras tanto, pueden separarse con mucha tranquilidad, y tú te quedas sin pruebas, viéndote condenado a la duda y al sufrimiento eterno.» Inmediatamente, la compasión que yo mismo me inspiraba desapareció de mi alma, y sentí unos deseos irresistibles de llevar a cabo un acto de decisión, de energía, al mismo tiempo que de habilidad y astucia. Me convertí en un bruto sin inteligencia, en una bestia feroz. —No, no hace falta‑le dije a Igor, que quería avisar de mi llegada. —Vale más que tomes este billete y te vayas a la estación a recoger mi equipaje. Anda, deprisa.
Y se marchó por el corredor para ir a buscar su abrigo. Temiendo que los avisase, le acompañé hasta su cuarto y esperé a que se vistiera. Al lado, en el comedor, se oía rumor de voces, mezclado con el ruido de los platos y los tenedores. Estaban cenando y no habían oído el campanillazo. «Con tal que no se marchen…», murmuré mientras Igor acababa de ponerse el abrigo y se marchaba, cerrando yo la puerta tras de sí.
En cuanto me quedé solo, una ansiedad muy grande se apoderó de mí, y arraigó más y más la idea de que debía actuar en seguida. ¡Actuar! Pero ¿cómo? Sólo sabía que todo había concluido; que no era ya posible abrigar ninguna duda acerca de su crimen, y que todas mis relaciones con ella debían cesar. Había dudado hasta entonces, diciéndome que aquello no era verdad y que me equivocaba; pero en aquella ocasión no era posible la duda. Debía tomar una resolución, pero ¿cuál? ¡Encontrarse en secreto durante la noche; y a solas con él! Eso era, francamente, algo más que olvido de las conveniencias, algo peor, una imprudencia excesiva para que su mismo exceso demuestre la inocencia…» No había duda posible; estaba muy claro. Tenía un temor muy grande, y era el de que se separasen y encontrasen un medio para salir del paso, privándome así de la única prueba palpable que me hubiese quitado el doloroso placer de condenarlos y castigarlos. Para sorprenderlos andaba de puntillas, y no pasé por el salón, sino por las habitaciones de los niños y por el corredor. En la primera dormían los niños y en la segunda la nodriza, que hizo un movimiento como queriéndose despertar. Me pregunté qué pensaría cuando se enterase de todo, y fue tal la compasión que yo mismo me inspiré, que los ojos se me llenaron de lágrimas. Para no despertar a los niños volví al corredor, andando siempre de puntillas, y entrando en mi despacho me desplomé en el sofá.
¡Yo! ¡Un hombre al que habían educado honradamente sus padres! ¡Que toda la vida soñó con un matrimonio dichoso y de fidelidad… ir a caer en semejante infamia! ¡Cinco hijos! ¡Y teniendo cinco hijos, besaba a aquel músico, sólo por que tenía los labios rojos! ¡No, no;
aquella no era una mujer sino una perra, una perra innoble! ¡Y eso al lado de las habitaciones donde dormían sus hijos, a los que siempre aparentó amar tanto! ¡Y pensar que me había escrito aquella carta! ¿Y quién sabía la verdad? Tal vez toda la vida había estado sucediendo lo mismo. ¿Quién sabe si aquellas criaturas, a quienes creía hijos míos, lo eran de algún criado! Si en vez de llegar aquella noche espero al día siguiente; ¿no habría salido a recibirme con un traje y un peinado llenos de coquetería y con sus modales indolentes y graciosos? Y me parecía estar viendo con toda claridad su rostro tan encantador y despreciable, y mientras tanto los celos, ese cáncer que lo consume todo, roían mi corazón. ¿Qué iban a pensar la nodriza e Igor? ¿Y la pobrecita Lisa? Ya tenía edad para comprenderlo. ¡Y me horrorizaba aquella impudencia, aquellos embustes y aquella sensualidad bestial que conocía tan a fondo!