Quise ponerme en pie y no pude. Los latidos de mi corazón eran tan violentos que mis piernas se negaban a sostenerme. Sí, moriría de una congestión; ella sería la que me habría matado, y tal vez era eso lo que deseaba. Pero no estaba dispuesto a morir de esa manera; no tendría esa suerte, ni sería yo quien le proporcionase esa alegría. Heme yo aquí y ellos allí…
riendo… sí… no la desdeñó él por que era ya una mujer de más edad… ya madura… le parecía aún aceptable, e indudablemente no ejercerá ninguna influencia funesta sobre su preciosa salud ¡Ah! ¿por qué no la estrangulé aquel día, una semana antes, cuando la eché de mi despacho?
Recuerdo muy bien cuanto pensé y dije entonces; no olvidé los sentimientos que me agitaban anteriormente y se apoderó de mí el mismo furor. Sentía irresistibles deseos de hacer algo; todos mis razonamientos desaparecieron, a excepción de aquellos que contribuían a que llevase adelante mi propósito. Me hallaba en situación idéntica a la de una fiera acorralada, en la misma de un hombre expuesto a un peligro grave que sigue marchando hacia adelante, obrando sin vacilación y sin turbarse y sin apartar la mirada del objetivo que se propone conseguir. Me quité las botas y los calcetines, me acerqué a la panoplia que estaba colocada encima del sofá y de ella descolgué un puñal de Damasco de aguda y afilada hoja, virgen aún de sangre. Lo saqué de la vaina, y recuerdo aún que ésta‑me acuerdo como si fuera ayer — cayó detrás del sofá, y me dije que más adelante la recogería. Me quité después el abrigo, que tenía aún puesto, y andando descalzo y con mucho tiento salí del despacho. Aun no sé hoy día cómo salí, si iba muy apresurado o despacio, ni cuáles fueron las habitaciones que atravesé, ni de qué manera llegué al comedor, ni cómo abrí la puerta, ni de qué manera entré…
XXVII
—Recuerdo solamente la expresión que pusieron cuando abrí la puerta, y si la recuerdo es porque me produjo un delicioso sufrimiento. Fue, como es natural, una expresión de terror cual yo deseaba. Jamás, mientras viva, olvidaré aquel desesperado pavor que se reveló en sus rostros cuando de pronto me presenté ante ellos. Creo que el violinista estaba sentado a la mesa, y cuando me oyó o vio entrar, no hizo más que dar un salto hasta el aparador. El miedo fue el único sentimiento que se reveló en su fisonomía. En el rostro de mi mujer se veían, aparte del miedo, otras impresiones cuya ausencia puede que hubiese evitado la catástrofe final, porque estas impresiones me parecieron ser resultado del descontento y la cólera por haber sido molestada en su dicha y en su embriaguez amorosa. Se diría que no quería más que una cosa: que no la molestase nadie en el momento en que iba a gozar de esa dicha.
Esas impresiones se borraron muy pronto de sus rostros, que adquirieron de pronto una expresión interrogante. Si estaban aún a tiempo para mentir, era necesario que lo hiciesen en seguida, o bien salir del paso de otro modo, pero ¿de cuál? La interrogó él con la mirada; le miró mi mujer también, y la expresión del rostro de ésta, de cólera y despecho, se trocó en seguida en otra de temor, de inquietud por él.
Durante un momento me quedé en pie al lado de la puerta, con el puñal oculto tras la espalda. De pronto y con un tono de indiferencia por demás ridícula en aquellos momentos, dijo el violinista:
—Acabamos de tocar un poco…
—¡Qué sorpresa! —dijo ella en el mismo tono, y no se atrevieron a continuar.
Se apoderó de mí el mismo furor que me había dominado ocho días antes, y experimenté otra vez la irresistible necesidad de dar rienda suelta a la violencia. Experimenté los goces de ese furor y me dejé arrastrar completamente por él. Ambos se callaron al mismo tiempo, dando de este modo ellos mismos un mentís a sus palabras. Me arrojé sobre ella, ocultando todavía el puñal para elegir mejor el sitio en el que había de herirla. Él observó mi movimiento y, lo que yo no me esperaba de su parte, se arrojó sobre mí, y cogiéndome del brazo, empezó a gritar ;
—¡Cálmese, por Dios! ¡Socorro, socorro!
Me escurrí de entre sus manos y le acometí. Mi aspecto debía de ser terrible porque se puso tan lívido como un cadáver; sus ojos adquirieron un brillo singular y, lo que tampoco hubiera creído, se fue con mucha ligereza hacia la puerta, deslizándose por detrás del piano.
Quise perseguirle, pero no pude porque me lo impidió el hallarme fuertemente sujeto por el brazo izquierdo. Era ella. Hice un esfuerzo para soltarme, pero se apoyó con más fuerza y no me soltó. Aquel espectáculo inesperado, ese peso y ese odioso contacto acrecentaron mi ira.
Comprendí que me volvía loco, que debía tener un aspecto feroz y esto me exaltó aún más y más. Hice un nuevo esfuerzo y con el codo izquierdo le di un golpe violentísimo en medio de la cara, tan fuerte fue que me soltó lanzando un grito.
Quería e iba a salir a perseguirlo, pero estaba descalzo y habría sido muy grotesco perseguir en ese estado al amante de mi mujer; quería ser temible, pero no ridículo. A pesar de mi extremado furor me preocupaba aún la impresión que mi aspecto pudiera producir en los demás. Era algo que siempre había tenido en cuenta. Me volví hacia mi mujer y vi que había caído en el sofá y que, llevándose la mano a la parte contusionada del rostro, se fijaba en mí.
Su mirada expresaba miedo y odio; la mirada que echa el ratón a quien va a buscarlo a la ratonera en la que ha quedado atrapado. A lo menos yo no supe ver en ella más que ese miedo y ese odio que provocaba su amor a otro. Tal vez no habría pasado nada si hubiese intentado marcharse; pero de pronto habló, tratando al mismo tiempo de sujetar la mano en la que tenía yo el puñaclass="underline"
—Vamos, sé razonable; ¿qué es lo que quieres hacer? ¿Qué es lo que tienes? ¡Te juro que no hay nada! ¡Nada!
Habría vacilado aún, pero esas palabras, tras las que adornaba la mentira y que me probaban lo contrario de lo que quería decirme, merecían una respuesta, y ésta tenía que ser necesariamente acorde a ese furor que iba en aumento. El furor tiene también sus leyes.
—¡No mientas, miserable! ¡No mientas! —grité, asiendo sus dos muñecas con mi mano izquierda.
Se echó hacia atrás, y yo entonces, sin soltar el puñal, la cogí por el cuello y la derribé con intención de estrangularla. Sus manos se agarraron desesperadamente a las mías, haciendo esfuerzos para soltarse, porque se ahogaba. Entonces fue cuando le clavé el puñal en el lado izquierdo, por debajo de las costillas.
Quienes sostienen que no es posible acordarse de lo que se ha hecho durante un acceso de furor, dicen una sandez y una mentira. Ni un solo instante dejé de tener conciencia de lo que hacía. Cuanto más atizaba el fuego de mi ira, con más claridad veía lo que hacía, y ni un solo momento, ni un segundo perdí el conocimiento. No diré que hubiese previsto lo que iba a hacer, pero en el instante mismo en que lo llevaba a cabo tuve conciencia de ello, tal vez un poco antes. Veía que si creía todavía en la posibilidad de una reconciliación, podía obrar a voluntad y que, sin embargo, asestaría el golpe por debajo de las costillas, donde ya había determinado que debía penetrar el puñal. En aquel momento preciso no ignoraba yo que iba a cometer un acto criminal, tal cual no había cometido nunca otro igual ni que tuviese tan espantosas consecuencias. La decisión fue tan rápida como el relámpago, y el acto siguió inmediatamente. Me di cuenta de lo que hacía con una claridad extraordinaria, y me parece que estoy contemplando la escena, que siento aún la resistencia del corsé, de otra cosa después y que el puñal penetra en la carne blanda. Ella intentó coger la hoja del puñal con las dos manos para detener el golpe, pero no pudo conseguirlo y se cortó. Más adelante, estando en la cárcel, cuando se operó en mí una gran reacción moral, volvió a presentarse ante mis ojos lo ocurrido en aquel momento y me pregunté cuál habría debido o podido ser mi conducta. Conservo aún en la memoria el recuerdo del instante que siguió a tan terrible acción; la noción exacta de que iba a matar a mi mujer indefensa, a mi propia esposa. El recuerdo de ese sentimiento me persigue aún como una obsesión, y creo recordar que saqué en seguida el arma como para reparar el daño que acababa de hacer.