—¡Ama, ama! ¡Que me ha matado! —gritó irguiéndose, y la nodriza, que había oído el ruido, se presentó en seguida.
Yo estaba en pie, aguardando y como quien no quiere creer en lo que le ha sucedido. En aquel momento saltó un chorro de sangre por debajo del corsé, y comprendí que el mal ya no tenía remedio. Aunque hubiese deseado lo contrario, ¿de qué habría servido? Me quedé inmóvil hasta que cayó. La nodriza se acercó apresuradamente, gritando:
—¡Dios mío!
Arrojé el arma que hasta entonces había tenido en la mano y abandoné la habitación.
«Conservemos la serenidad, —me dije, —y sepamos lo que hacemos.» Sin mirar a mi mujer ni a la nodriza me alejé, mientras esta última daba voces llamando a la doncella. Atravesé el corredor, ordené a la doncella que se fuese al lado de su señora y entré en mi despacho. «¿Qué hacer?» me pregunté, y en el acto se me ocurrió qué era lo mejor. Me acerqué a la panoplia y descolgué un revólver; lo examiné; vi que estaba cargado y lo dejé encima de la mesa. Recogí la vaina del puñal y me senté en el sofá, donde permanecí mucho rato, sin pensar en nada. Oí un ruido ahogado de pasos, de objetos movidos de una parte a otra, crujido de vestidos, y fuera el ruido de un coche que hacía alto y al que seguía poco después otro: al cabo de un rato se presentó Igor con mi maleta, ¡como si me hiciese falta para algo!
—¿No sabes lo que ha pasado? Pues ve a decirle al portero que salga en busca de la policía‑le ordené.
Sin objeción alguna se marchó. Me levanté, cerré la puerta, cogí los fósforos y los cigarrillos y empecé a fumar. No había acabado el primer cigarrillo cuando me fue dominando el sueño, y durante dos horas dormí tranquilamente. Soñé, lo recuerdo muy bien, que estaba en buena armonía con mi mujer, y que, después de haber discutido, íbamos a hacer las paces cuando un obstáculo nos lo impidió, pero a pesar de eso seguíamos queriéndonos.
Me despertó un golpe que dieron en la puerta. Me desperté creyendo que me iba a encontrar con la policía, puesto que había cometido un asesinato, y procuré desperezarme. Tal vez fuesen a decirme que no había ocurrido nada. Llamaron una vez más y no contesté, preguntándome si habría sucedido algo o no. Si era cierta la resistencia del corsé… «Ahora me toca a mí matarme,» me dije. Reflexioné sobre ello, y sabía bien que no me atrevería. No obstante, me levanté y cogí el revólver; ¡cosa extraña! Me había pasado muchas veces por la cabeza la idea del suicidio, en el tren sobre todo, porque creía que así sería más rudo golpe para mi mujer, pero a la sazón no era capaz de matarme y hasta rechacé la idea. «¿Y por qué no había de hacerlo?», me pregunté, y no hallé la respuesta. Llamaron otra vez. «Veamos antes lo que sucede; tiempo que dará luego para todo,» me dije dejando el revólver sobre la mesa y colocando encima un periódico para ocultarlo. Me acerqué a la puerta y abrí. Era la hermana de mi mujer, viuda y simple.
—¿Qué es lo que ha pasado, Vassia? —me preguntó echándose a llorar, cosa que, por otra parte, hacía con mucha frecuencia.
—¿Qué quiere de mí? —contesté con rudeza, si bien comprendía que no tenía ninguna razón para mostrarme grosero, pero sin poder evitar hablarle en aquel tono.
—¡Por Dios, Vassia, que se está muriendo! Ivan Zakharievitch lo ha dicho.
Ivan Zakharievich era su médico y consejero.
—¿Está aquí? —pregunté, y todo el odio que me inspiraba mi mujer se despertó. —¿Qué hacer?
—Vaya a verla, Vassia. ¡Oh! ¡Quién podía pensarlo! ¡Qué cosa más horrorosa!
—¿Ir a verla? —exclamé, y en seguida se me ocurrió la idea de acudir a su lado y de que debía ser así, cuando un marido, como yo, mataba a su mujer. Las emociones fuertes iban a comenzar de nuevo y resolví ir, pero con el decidido propósito de no inmutarme. —Espere, pues, a que me calce‑le dije a mi cuñada;—no es correcto que vaya así.
XXVIII
—¡Cosa extraña! Al abandonar mi despacho y atravesar aquellas habitaciones que tan bien conocía, tuve aún la esperanza de que todo aquello no fuera más que una pesadilla, pero el olor de ciertas medicinas, del yodo y del ácido fénico, me atacaron la garganta. ¡No, no era una pesadilla! Al atravesar el pasillo y cerca del cuarto de los niños vi a Lisa, que me miró con ojos que el terror hacía abrir desmesuradamente, y se me figuró que mis cinco hijos me miraban. Llegué a la puerta, y al verme la doncella abrió y se fue. Lo primero que vi fue su traje gris perla, todo él manchado de sangre. Estaba en nuestra cama con las rodillas dobladas, casi derecha y sostenido el busto por numerosas almohadas. Habían vendado la herida y el cuarto apestaba a yodo. Lo que me llamó más la atención fue la señal amoratada que tenía en la cara y que le cubría parte de la nariz y de un ojo. Aquella mancha era la huella del golpe que le había dado cuando quería desprenderme de sus manos. Había desaparecido su belleza y observé que había en ella algo que repugnaba. Me quedé quieto en el umbral de la puerta, — Venga, acérquese‑me dijo mi cuñada. Me acerqué preguntándome si sería necesario perdonar. «Sí, porque se muere,» me contesté, y me acerqué a su cabecera. Levantó penosamente los ojos para mirarme; uno de ellos estaba amoratado e hinchado. Expresándose con mucha dificultad, exclamó: —Has conseguido lo que te proponías… Me has matado…
En su rostro se traslucía el dolor físico y, sin embargo, se descubría ese odio que yo conocía tanto.
—Nuestros hijos… no te los llevarás… a pesar de todo… mi hermana será quien se encargue de ellos…
Ni una sola palabra acerca del punto capital, su falta, su traición, su crimen; se habría dicho que no le daba ninguna importancia.
—¡Sí, regocíjate contemplando tu obra! —y su mirada se fijó en la puerta en la que se hallaban su hermana y sus hijos. A mi vez dirigí la vista hacia donde estaban los niños, luego contemplé su rostro golpeado y amoratado, y por vez primera, olvidando mis derechos y mi orgullo, vi en ella una criatura humana, una mujer. Todo cuanto me había ofendido, mis celos, se me antojó muy poca cosa; por el contrario, tan terrible me pareció lo que había hecho que sentí deseos de arrojarme a sus pies, cogerle las manos y gritar: «¡Perdóname!