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Y no me atreví a hacerlo. Se calló y se cubrió los ojos; no tenía fuerzas para hablar. De pronto su rostro se contrajo, desfigurado, y me rechazó débilmente.

—¿Por qué ha pasado esto? —murmuró.

—¡Perdóname! —exclamé.

—¡Sí, si no me hubieses matado! —dijo de pronto, y sus ojos brillaron con un fulgor febril. —¡Perdonarte! ¡Qué locura! ¡Ah! ¡No debía morir, pero tú me has matado y conseguido tu objetivo! ¡Te odio! —En seguida empezó a delirar. —Dispara… no tengas miedo…

mátame… mátanos… mátale a él también… Se fue…

Ya no reconoció a nadie, ni a sus hijos, ni siquiera a Lisa, que se había escapado del lado de su tía y se acercó furtivamente al lecho, y aquel mismo día murió a eso de las doce. Pocas horas antes me prendieron, me llevaron a la cárcel y en ella estuve esperando durante once meses a que se viese mi causa. En ese tiempo reflexioné mucho y aprendí a conocerme. A los tres días de estar preso me llevaron a mi casa..

Pozdnychev quiso continuar, pero los sollozos que ahogaban su voz se lo impidieron, hasta que al cabo pudo reponerse y recobrar su serenidad.

—Al verla en el ataúd comprendí mi error, —dijo exhalando un profundo sus piro, —y sólo contemplando su rostro cadavérico comprendí todo el alcance de mi acción. Comprendí que era yo el que la había asesinado, sumiéndola en la nada, y que si yacía allí fría e inanimada, inmóvil como una estatua, era obra mía. Comprendí que aquello era irreparable para mí. Quien no haya pasado por semejante prueba no puede comprenderlo.

Durante largo rato permanecimos ambos en silencio, el uno enfrente del otro. Pozdnychev sollozaba y se estremecía nerviosamente.

—Sí; si hubiese sabido lo que hoy sé, —añadió, —no me habría sucedido nada. ¡No me habría casado con ella por nada del mundo! ¡No me habría casado nunca! ¡Jamás!

He aquí, señor, lo que hice y las pruebas por las que pasé.

Es preciso comprender bien el sentido del Evangelio, según San Mateo; es necesario interpretar bien esta frase: «Aquel que mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio».

Esto se refiere también a la hermana, y no sólo a la mujer extraña, sino sobre todo a la propia mujer.

Traducción de Francisco Carles

Iván el Imbécil

No juzguéis un libro por su tamaño

GOLDSMITH

I

En una comarca de cierto reino, vivía un rico mujik [1]. Este mujik tenía tres hijos: Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo, Iván el Imbécil y una hija, muda, llamada Malania.

Seman el Guerrero se fue a pelear por el Zar; Tarass se encaminó a la ciudad, colocándose en un comercio, Iván el Imbécil se quedó con su hermana al frente de la casa.

Seman el Guerrero obtuvo un alto grado y un señorío, en recompensa a sus servicios, y se casó con la hija de un barín [2]. Su sueldo era crecido y pingues sus rentas, pero no le bastaban:

lo que él recogía, era despilfarrado por la mujer.

Y Seman se fue a sus tierras para cobrar las rentas. Díjole su administrador:

«Nuestro ganado no ha tenido crías; tampoco tenemos caballos, ni bueyes, ni arado; es preciso comprarlo todo, y luego habrá rentas»

Entonces Seman fue a casa de su padre el mujik.

—Tú —le dijo—, eres rico y no me diste nada; dame el tercio que me corresponde. Lo emplearé en mis tierras.

Entonces el anciano contestó:

—No has traído nada a casa; ¿por qué razón he de darte el tercio de mis bienes? Sería perjudicar a Iván y a mi hija.

Y Seman repuso:

—El es imbécil, y mi hermana muda. ¿Para qué quieren el dinero?

—Pues bien —exclamó el viejo— se hará lo que diga Iván.

E Iván dijo entonces:

—¡Bueno! Que lo tome.

Seman el Guerrero tomó el tercio del patrimonio. Lo empleó en sus tierras y volvió a servir al Zar.

Tarass el Panzudo ganó también mucho dinero y se casó con la hija de un comerciante;

pero siempre andaba apurado. Como su hermano, fue también en busca de su padre.

—Dame mi parte —le dijo.

El viejo no quiso, tampoco, dar a Tarass la parte que pedía.

—Tú —le arguyó— nada nos has traído; todo lo que hay en casa lo ha ganado Iván. No puedo perjudicarle, ni a tu hermana tampoco.

Y Tarass dijo:

—¿A qué guardas el dinero para Iván? Es Imbécil y no logrará casarse. Ninguna muchacha le querrá por marido. Y una chica muda tampoco necesita nada… Dame, Iván — añadió—, la mitad del trigo; te daré los aperos de labranza y del ganado, sólo quiero el caballo tordo, que a ti no te sirve para la labor.

Iván se echó a reír y dijo:

—¡Conforme!

Y Tarass tuvo su parte. Se llevó el trigo a la ciudad, y también el caballo tordo. E Iván, al que sólo quedó una yegua vieja, araba el suelo y mantenía a sus padres.

II

Muy apenado estaba el viejo diablo porque no habían reñido con motivo del reparto, habiéndose separado en paz y gracia de Dios. Llamó a tres diablillos y así les habló:

—Escuchad: hay tres hermanos, Seman el Guerrero, Tarass el Panzudo e Iván el Imbécil.

Conviene que riñan, pues los tres viven en buena armonía… El Imbécil es quien ha estropeado mi negocio. Id, cogedlos y no paréis hasta que se saquen los ojos… ¿Lo lograréis?

—Claro que sí —contestaron a una.

—Y ¿cómo os las compondréis?

—Pues de este modo: empezaremos por arruinarles, para que no tengan nada que comer;

luego les enfrentaremos y se pelearán.

—Está bien —dijo el diablo—. Veo que sabéis vuestra obligación. Id y no volváis hasta que se maten; pues de lo contrario os arrancaré la piel.

Los diablillos partieron a los pantanos [3]y allí deliberaron acerca de lo que debían hacer para salir airosos en su cometido. Discutieron largo rato, porque todos querían el trabajo más fácil. Al no entenderse, deciden hacerlo por suertes, y convinieron que, el que acabase más pronto, iría a prestar ayuda a sus compañeros. Echadas suertes, se fija el día en que se reunirán de nuevo para saber a quién será preciso ayudar.