La yegua le volvió la grupa e inició un movimiento como si fuera a darle un par de coces.
El pío abrió los ojos y se alejó calmosamente.
Había perdido el sueño y se puso a pacer.
La yegua alocada no había quedado aún satisfecha.
Se acercó de nuevo al malaventurado caballo, seguida de sus compañeras.
Una yegüecita de dos años, muy torpe, que era una especie de mono de imitación, y que seguía paso a paso a la alazana, se acercó al caballo y, como todos los imitadores, rebasó los límites de la broma.
La yegua alazana, al acercarse, hacía siempre como que no veía al caballo, y pasaba y repasaba ante él con aire asustado, de forma que el viejo pío no sabía si incomodarse o no, viéndola tan graciosa y divertida pero su imitadora se echó sobre él de lleno y le asestó un golpe en el costado.
El pío abrió la boca, y con una prontitud que no se podía esperar de él, se arrojó sobre la imprudente y la mordió en un anca.
La agresora se revolvió y le golpeó con todas sus fuerzas dándole manotadas; rugió el viejo queriendo lanzarse otra vez sobre ella, pero luego, dando un profundo suspiro, se fue alejando de aquel sitio.
La juventud debió creer ofensiva para ella la conducta del viejo caballo pío y no le dejó en reposo el resto del día, a pesar de que el guardián intervino varias veces para hacer que todos entraran en razón.
Tan desgraciado se consideró el pobre caballo que, cuando llegó la hora de regresar a la yeguada, se acerco espontáneamente al viejo Néstor para que le pusiera la montura, y se consideró feliz llevándole en sus lomos.
Sólo Dios podía conocer los pensamientos que agitaban el cerebro de aquel pobre viejo cuando lo montó Néstor.
¿Pensaba con amargura en la crueldad de la juventud, o perdonaba sus ofensas con la indulgencia despreciativa que caracteriza a los viejos?
Imposible adivinarlo: tan impenetrables eran sus pensamientos.
Aquella noche fueron a ver a Néstor unos compadres suyos.
Al pasar por el pueblo vio su carro parado en la puerta de una choza.
Tenía prisa para reunirse con ellos, así es que, apenas hubo entrado en el corral, se apeó y se alejó sin desensillar el caballo, encargando a Vaska que lo hiciese en cuanto concluyese su faena.
¿Sería a causa de la ofensa inferida a la descendiente de Smetanka o a causa de su sentimiento aristocrático herido? Difícil sería determinarlo, pero lo cierto es que aquella noche todos los caballos, jóvenes y viejos, se pusieron a perseguir al caballo pío que, con la montura puesta, huía para evitar los golpes que le asestaban por todas partes.
Pero llegó un momento en que se agotaron sus fuerzas y, no pudiendo huir ya de sus perseguidores, se detuvo en medio del corral.
La impaciencia de la rabia se dibujó en su cara. Agachó las orejas y entonces ocurrió algo inesperado, un extraño fenómeno que calmó instantáneamente la excitación de toda la yeguada.
La yegua más vieja, Viasopurika, se acercó a él, le echó el resuello con fuerza y suspiró.
El viejo pío le contestó con otro suspiro igualmente profundo.
Aquel caballo viejo, cuadrado en medio del corral, con la montura puesta e iluminado por el resplandor de la luna, tenía algo de fantástico.
Los caballos le rodeaban en silencio y le miraban con interés, como si fueran a conocer algo muy importante para ellos.
Y he aquí, poco más o menos, lo que llegaron a conocer…
V Primera noche
Sí; soy hijo de Liubeski y de Babá.
«Mi nombre, según el árbol genealógico, es Mujik I, conocido en el mundo bajo el de Kolstomier (mediador), a causa de mi cola larga y poblada que no tenía rival en toda Rusia.
«Según mi genealogía, no hay caballo alguno más pura sangre que yo.
«No os lo hubiera dicho nunca.
«No lo hubierais sabido jamás de mi boca.
«Viasopurika, que estaba conmigo en Krienovo, tampoco me hubiera conocido ya.
«No me hubierais creído si ella no lo hubiera testificado.
«Yo hubiera seguido guardando silencio, porque ninguna necesidad tengo de la conmiseración caballuna.
«Pero vosotros lo habéis querido.
«Si; yo soy aquel Kolstomier que buscaban los inteligentes, y a quien el conde vendió por haber triunfado en las carreras de Liebed, sobre su caballo favorito.
«Cuando vine al mundo, ignoraba yo lo que significaba la palabra ‘pío’; no sabía más que una cosa: que yo era un caballo.
«Las primeras observaciones que se hicieron respecto a mi pelo, nos admiraron mucho a mi madre y a mí.
«Vine al mundo probablemente de noche, porque al llegar la mañana, y limpiado por mi madre, me sostenía ya de pie.
«Recuerdo que tenía un deseo vago e indeterminado, que no estaba en disposición de formular, y que todo lo que pasaba en torno mío me parecía extraordinario.
«Nuestras cuadras estaban situadas en un corredor caliente y oscuro, y se cerraban las puertas o cancelas de hierro a través de las cuales todo se podía ver.
«Mi madre me ofrecía su ubre, pero yo era aún tan ingenuo, que la rechazaba con el morro. De pronto se retiró mi madre a un lado: acababa de ver al palafrenero en jefe, que se aproximaba.
«Este miró a través de los hierros de la puerta.
«–¡Calla! Acabas de parir, Babá –dijo, abriendo la puerta.
«Entró y me rodeó con sus brazos, «–Míralo, Farasié; parece pío.
«Yo me escabullí de sus brazos, pero, como no tenía bastantes fuerzas, caí de rodillas.
«Vamos a ver, diablillo –dijo.
«Mi madre se inquietó por aquello, pero, no atreviéndose a defenderme, se contentó con suspirar y se alejó.
«Los demás criados se agruparon en torno nuestro y empezaron a inspeccionarme.
«Todos reían al ver las manchas de mi pelo, y me daban los nombres más raros.
«Ni mi madre ni yo pudimos comprender el sentido de aquellas palabras.
«Hasta aquel momento, no había existido ningún caballo pío en la familia.
«No creímos que hubiera en ello nada malo: en cuanto a mis formas y a mi fuerza, fueron admiradas desde el momento mismo de mi nacimiento.
«–Creo que es muy vivo –dijo el palafranero–; me cuesta trabajo retenerlo en los brazos.
«Poco después llegó el caballerizo, quien se admiró al verme y dijo con acento de contrariedad:
«–¿A quién puede parecérsele este monstruo? Seguro que el general no querrá conservarlo en la yeguada. ¡Eh, Babá! me has jugado una mala pasada –dijo, dirigiéndose a mi madre–. Si hubiera nacido con una estrella en la frente, aún podía pasar; pero ¡ha nacido pío!