no son ellas las que me alimentan y me cuidan; las que lo hacen son extraños a quienes no pertenezco: palafreneros, cocheros, etc, «Transcurrió mucho tiempo antes de que me diera cuenta cabal y clara de la palabra ‘mío’, a la que tanta importancia dan los hombres, pero hoy puedo aseguraros que no tiene otra significación que un instinto bestial al que ellos dan el nombre de ‘derecho de propiedad’, «Un hombre dice: ‘mi tienda’, y jamás pone en ella los pies;
o bien: ‘mi almacén de ropa’, y no toma nunca un metro de paño para sus necesidades.
Hay hombres que dicen mis tierras’, sin haberlas visto nunca. Los hay también que emplean la palabra ‘mío’, aplicándola a sus semejantes, a seres humanos a quienes jamás han visto, y a los cuales causan todos los daños imaginables: dicen ‘mi mujer’ al hablar de una mujer que consideran como propiedad suya.
«El principal objeto que se propone ese animal extraño llamado hombre, no es el de hacer lo que considera bueno y justo, sino el de aplicar la palabra ‘mío’ al mayor número posible de objetos. Esa es la diferencia fundamental entre los hombres y nosotros; y, francamente, aun prescindiendo de otras ventajas nuestras, bastaría esa sola para colocarnos en un grado superior al suyo en la escala de los seres animados.
«Pues bien, ese derecho de poder decir de mí, ‘mí caballo’, fue el que obtuvo nuestro caballerizo mayor.
«Me admiró mucho aquel descubrimiento. Ya tenía tres causas de disgusto: mi pelo, mi sexo y aquella manera de tratarme como una propiedad, a mí, que no pertenezco sino a mí mismo y a Dios, como todos los seres vivientes.
«Los resultados de considerarme de aquella manera, fueron numerosos: me alimentaron mejor: me cuidaron más; me separaron de los otro caballos y me engancharon antes que a los demás compañeros.
«Apenas cumplí la edad de tres años, me dedicaron al trabajo. La primera vez que me engancharon, el caballerizo que me consideraba como propiedad suya asistió a aquella ceremonia. Temiendo que yo ofreciese resistencia, me sujetaron con cuerdas; después me pusieron una gran cruz de cuero en el lomo y la sujetaron con dos correas a las dos varas del carruaje para que yo no pudiese destruirlo a coces. Aquellas precauciones fueron inútiles yo no quería otra cosa que ocasiones para demostrar mi amor al trabajo.
«Su admiración fue grande cuando me vieron marchar como un caballo viejo. Me siguieron enganchando todos los días para enseñarme a ir al trote. Hice tan rápidos progresos, que una hermosa mañana el mismo general se maravilló de ellos. Pero ¡cosa extraña!, desde el momento en que era el caballerizo y no el general quien me aplicaba la palabra ‘mío’, ya no tenia igual valor mi talento.
«Cuando enganchaban a mis hermanos y a los caballos padres, se medía la longitud de sus pasos, se les enganchaba en magníficas carrozas y se les cubría de hermosos adornos; a mí se me enganchaba en carruajes humildes y conducía al caballerizo cuando tenía que hacer algo.
«Y todo ello por ser pío y, más que por eso, por pertenecer al caballerizo y no al conde.
«Mañana, si aún vivimos, os contaré el resultado que tuvo para mi aquel cambio de propiedad».
Los caballos se mostraron respetuosos todo el día con el viejo Kolstomier.
El único que siguió tratándolo como antes fue el viejo Néstor.
VII Tercera noche
La luna alumbraba otra vez los ámbitos del viejo corral, cuando Kolstomier reanudó su narración en estos términos:
«La consecuencia más extraordinaria que resultó del hecho de que yo no perteneciera a Dios ni al conde, sino a un simple caballerizo, fue que la cualidad que avalora a todo caballo fue vista en mí como un delito que motivó mi destierro.
«Dicha cualidad fue la rapidez de mi trote.
«Paseaban a Liebed por la pista cuando el caballerizo y yo, al regresar de una de nuestras correrías, nos acercamos al grupo. Liebed paso ante nosotros; marchaba bien, mas, por muy arrogante que fuera, mi trote era mejor que el suyo, Liebed paso delante y yo avancé para seguirlo, sin que me lo impidiera el caballerizo.
«–Estoy por probar lo que trota mi pío –se dijo, y cuando Liebed los alcanzó y se puso a mi altura, seguimos juntos. Como él estaba bien ejercitado, se me adelantó en la primera vuelta, pero en la segunda, cuando yo había tomado ya contacto con el terreno, le alcancé primero y le pasé después.
«Volvimos a empezar y obtuve el mismo resultado.
«Decididamente, mi trote era mejor que el suyo.
«Todo el mundo se quedó admirado. El general dispuso que el caballerizo me vendiese lo más pronto y lo más lejos posible, para no volver a saber de mí en la vida, orden que se apresuro a cumplir, vendiéndome a un chalán.
«No permanecí con éste mucho tiempo. La suerte era injusta y cruel conmigo. Me indigné profundamente y no tuve más que un pensamiento: dejar mi pueblo natal lo antes posible. Mi posición era en ella demasiado penosa; el porvenir pertenecía a los otros caballos. El amor, la gloria y la libertad les esperaban. En cuanto a mí, debía trabajar y humillarme toda mi vida…
Y ¿porqué tan gran injusticia? ¡Porque era pío, y porque pertenecía a un caballerizo!»
Kolstomier no pudo continuar su relato aquella noche, porque acaeció en el corral un suceso que atrajo la atención de todo el ganado.
Koupchika, hermosa yegua que venía siguiendo con interés la narración, se mostró muy inquieta y se alejó pausadamente al cobertizo. De pronto se la oyó quejarse con todas sus fuerzas. Se acostó, se levantó, se volvió a acostar…
Se le acercaron las yeguas viejas, quienes en seguida comprendieron lo que aquello significaba. En cuanto a las yeguas jóvenes, fue tan grande su emoción, que ya no les fue posible atender al viejo Kolstomier.
A la mañana siguiente se vio que la yegua tenía a su lado un retoño.
Néstor llamo al palafrenero, quien condujo a la madre y al hijo a una cuadra. Las demás salieron a pasear como de costumbre.
VIII Cuarta noche
Tan pronto como se cerró la puerta tras de Néstor y se estableció el silencio, Kolstomier continuó de este modo:
«En mis peregrinaciones tuve ocasión de observar de cerca a los hombres y a los caballos.
Permanecí la mayor parte de mi vida con dos amos: con un príncipe, que era oficial de húsares, y con una buena anciana que vivía en Moscú, cerca de la iglesia de San Nicolás.
«El tiempo que pasé con el húsar fue para mí el mejor y más agradable.
«Aunque él haya sido la causa de mi ruina y aunque él no haya amado a nadie ni a nada en el mundo, yo lo quería y lo quiero con todas mis fuerzas de mi corazón de caballo.