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«Lo que me gustaba en él es que era joven, hermoso, feliz y rico, y que, por todas estas razones, no amaba a nadie. Vosotros comprendéis bien ese sentimiento que nos aguijonea. Su frialdad y mi dependencia no hacían más que impulsar el cariño que le tenía.

«–Mátame, atorméntame pensaba yo–; cuanto más me haga sufrir tu mano, más feliz seré.

«El fue quien me compró al chalán a quien me había vendido el caballerizo por 800 rublos.

«Como os acabo de decir, aquella fue la mejor época de mi existencia. Estaba enamorado.

Yo lo sabía, porque cada día lo llevaba a casa de ella y porque a menudo les paseaba juntos.

Ella era hermosa como él, y su cochero no les cedía en belleza. Mi vida se iba deslizando de este modo: por la mañana venía un palafrenero a limpiarme y acicalarme; era un aldeano joven; abría la puerta de mi cuadra, barría ésta con esmero, me quitaba la manta y me pasaba la almohaza.

«…Yo le mordisqueaba los dedos y golpeaba alegremente el suelo con mis cascos para darle las gracias. Después me lavaba, y una vez hecha mi limpieza, me miraba con admiración. Cuando me había puesto heno y avena en el pesebre, se marchaba, y entonces venía el cochero principal a ver si todo estaba en orden.

«El cochero, Teófano, se parecía a su señor: ni el uno ni el otro tenían miedo a nada ni amaban a nadie en el mundo; y por eso precisamente los querían y los admiraban todos.

Teófano vestía en todas las grandes ocasiones una camisa encarnada, un casaquín de veludillo negro y pantalones de igual género y color. Me gustaba verlo los días de fiesta cuando, bien peinado y bien vestido, entraba en la caballeriza gritando con voz sonora:

«–¡Animal! ¿Qué haces? –y me daba una palmada en la ancas.

«Yo comprendía que aquello era una broma y una caricia a la vez, porque nunca me hizo daño; así que enderezaba las orejas y le sonreía.

«Teníamos también un caballo de pelo negro, que algunas veces enganchaban conmigo por las tardes. Se llamaba Polkane. Tenía el carácter muy agrio y era enemigo de bromas. Mi pesebre estaba cerca del suyo y reñíamos a menudo, pero Teófano no le temía. Un día, Polkane y yo nos desbocamos en la principal calle de Moscú, en la Kuznetskii most, y ni amo ni cochero se asustaron. Gritaban, riendo, a la gente para que se apartase: nos inclinaban a la derecha o a la izquierda para evitar accidentes y no aplastaron a nadie. A su servicio perdí mis más preciosas cualidades y la mitad de mi vida; pero no importa, no me quejo de ello; fui dichoso.

«A mediodía venían a peinarme el tupé y las crines, a limpiarme y engrasaron los cascos.

Luego me enganchaban.

«Nuestro trineo era muy pequeño, de paja trenzada, forrada de veludillo; todo el atalaje estaba revestido de placas de acero de suma elegancia. Tan pronto como yo estaba listo, Teófano, vistiendo hermoso caftán y con un cinturón rojo que le ceñía por debajo de los sobacos, venía a ver si todo estaba dispuesto. Satisfecho de su examen, montaba en su asiento, empuñaba la fusta con la que nunca me pegó, y exclamaba:

«–¡Soltad el caballo!

«Tomaba yo impulso, y rompía la marcha gracioso y arrogante.

«Todos se detenían para vernos pasar. La cocinera, cuando salía para tirar el agua sucia, se interrumpía para mirarnos. Los aldeanos se quedaban con la boca abierta. Nos deteníamos ante la escalinata. Y a veces transcurrían dos o tres horas antes de que bajase el señor.

Pasábamos todo aquel espacio de tiempo rodeados por la servidumbre, hablando alegremente y comunicándonos, todas las noticias que habíamos oído. Después, cansados de estar tanto tiempo parados, dábamos una pequeña vuelta y volvíamos a esperar la voluntad o el capricho de nuestro amo. Por fin se oía ruido en la antecámara y el criado Fiskone, vestido de negro, llegaba gritando: ‘Acercaos’. (En nuestro tiempo no existía aún la estúpida costumbre de decir ‘Adelante’, como si yo ignorase que no podía irse hacia atrás).

«Teófano se acercaba y nuestro señor llegaba con paso airoso, arrastrando la espada y con la cabeza erguida, aunque cubierta en parte por el cuello del chaquetón y por el chacó.

«Sin prestarnos atención se metía en el trineo y partíamos. Yo le dirigía siempre una mirada de reojo, sacudiendo la cabeza y encorvando graciosamente el cuello.

«El príncipe está de buen humor, me decía a mi mismo si observaba que había dirigido la palabra a Teófano sonriendo, y yo entonces procuraba hacer honor a mi amo.

«–¡Cuidado! –gritaba Teófano a la multitud que se agolpaba a nuestro paso.

«El mayor de mis placeres consistía en encontrar otro caballo que trotase bien, y adelantarle. Siempre que Teófano y yo veíamos a lo lejos un coche digno del nuestro, tomábamos impulso, y, aparentando no ocuparnos de él, lo íbamos alcanzando poco a poco, hasta que llegábamos, por fin, a su altura. Luego lo dejábamos atrás, satisfechos de nuestro éxito, sin dignarnos hacer ostentación de él, y continuábamos nuestro camino».

Rechinaron los goznes de la puerta, entró Néstor y el viejo caballo pío dejó de hablar.

IX Quinta noche

El cielo estaba encapotado desde la mañana.

Ni una gota de rocío había venido a refrescar la tierra. El aire era caliente. Por la noche, los caballos se agruparon como de costumbre en torno del viejo narrador, que continuó de esta manera:

«El período más feliz de mi vida no fue de larga duración. Al finalizar el segundo invierno experimenté la mayor alegría de mi vida, pero ¡ay!, aquella alegría fue seguida de una terrible desgracia.

«Era por carnaval. Ibamos a las carreras con el príncipe. Vi en ellas a mis antiguos camaradas Atlasnii y Bitchk. No comprendí bien lo que hacían allí. Nuestro señor se apeó y dio orden a Teófano de que se colocase en la pista.

«Recuerdo que me introdujeron en ella y me colocaron al lado de Atlasnii. En la primera vuelta lo dejé atrás y me acogieron con exclamaciones de triunfo. La multitud me siguió, y más de cinco personas le ofrecieron al príncipe cinco mil rublos por mí. El les contestó sonriendo y mostrándole sus dientes de singular blancura:

«–No es un caballo, es un amigo, y aunque me dieran por él montañas de oro, no lo cedería. Hasta la vista, señores.

«Y dicho esto, montó en el trineo y dio al cochero la dirección de la casa de su amada.

Partimos y aquél fue el último día feliz de mi existencia.

«Llegamos a la casa, y… la mujer se había marchado con otro, cinco horas antes. El príncipe lo supo por boca de la doncella.

«Saberlo y ordenar al cochero que siguiese a la fugitiva, todo fue uno. Sin darme tiempo para respirar, me lanzó a toda velocidad. Por primera vez en mi vida sentí en mi cuerpo la impresión del látigo y di un paso en falso. Traté de detenerme, pero mi amo gritó: ¡Rápido, rápido!, y continuamos a todo galope, hasta alcanzar a la fugitiva, a veinticinco verstas de distancia.