El mismo sábado por la noche el cartero había entregado una carta a cada uno de los demás ciudadanos importantes de Hadleyburg: diecinueve cartas en total. Los sobres eran todos distintos, y la caligrafía de la dirección era también distinta, pero las carros contenidas eran idénticas en todos sus detalles, menos en uno. Eran copias exactas de la carta recibida por Richards hasta la letra, y todas iban firmadas por Stephenson, pero, en lugar del nombre Richards, figuraba el del respectivo destinatario.
Durante el transcurso de la noche los otros dieciocho ciudadanos importantes hicieron lo que hacía a la misma hora su conciudadano Richards: aplicaron sus energías a recordar el notable favor que le hicieran inconscientemente a Barclay Goodson. En ninguno de los casos resultaba fácil la tarea; con todo, tuvieron éxito. Y mientras estaban entregados a aquel trabajo, que era difícil, sus esposas consagraban la noche a gastar el dinero, cosa mucho más fácil. Durante aquella sola noche las diecinueve esposas gastaron un promedio de siete mil dólares coda una de los cuarenta mil contenidos en el talego: ciento treinta y tres mil dólares en total.
Al día siguiente Jack Halliday se llevó una sorpresa. Advirtió que los rostros de los diecinueve ciudadanos más importantes de Hadleyburg y los de sus esposas mostraban nuevamente aquella expresión de apacible y santa felicidad. Esto le resultó incomprensible y, por lo demás, no logró inventar observación alguna al respecto que pudiese cambiarla o turbarla.
Y por eso le llegó el turno de mostrarse insatisfecho de la vida. Sus conjeturas sobre los motivos de la felicidad fracasaron en todos los casos. Al encontrarse con la señora Wilcox y advertir el placido éxtasis de su rostro, Jack Halliday se dijo: «Su gata ha tenido gatitos», y fue a preguntárselo a la cocinera de aquélla; no era verdad. La cocinera bahía notado el aspecto de felicidad, pero ignoraba la causa. Al advertir la reiteración del éxtasis en el rostro de Billson "tabla rasa" (su apodo), tuvo la convicción de que algún vecino de Billson se había roto una pierna, pero la averiguación le demostró que no había ocurrido esto. El reprimido éxtasis del rostro de Gregory Yates sólo podía significar que se le había muerto la suegra, pero, tampoco esto era verdad. Y Pinkerton… Pinkerton… ha cogido en el aire diez centavos que estaba a punto de perder. Y así sucesivamente. En algunos casos las suposiciones quedaban en situación de dudosas; en otros, resultaban equivocadas. Por fin Halliday se dijo: Sea como fuere, es evidente que diecinueve familias de Hadleyburg están provisionalmente en el paraíso. No sé cómo ha ocurrido, sólo sé que la Providencia está hoy de vacaciones».
Un arquitecto y constructor del Estado contiguo se había aventurado a instalar una pequeña empresa en aquella localidad poco prometedora y su placa estaba colgada ya desde hacía una semana, pero no se había hecho vivo ni un cliente: el arquitecto estaba desanimado y lamentaba haber venido. Pero su humor cambió súbitamente. Una tras otra le visitaron las esposas de los ciudadanos importantes y le dijeron:
-Venga a mi casa el lunes, pero no hable del asunto por ahora. Tenemos la intención de construir.
El arquitecto recibió ese día once invitaciones. Por la noche le escribió a su hija ordenándole que rompiese su noviazgo con el estudiante. Le dijo que se` podría casar con un mejor partido.
Pinkerton, el banquero; y otros dos o tres hombres acomodados pensaban construir casas de campo…, pero esperaban. Los hombres de esa clase no cuentan sus pollos antes de que estén incubados.
Los Wilson planearon una grandiosa novedad: un baile de mascaras. No hicieron promesas concretas, sino que les dijeron confidencialmente a sus amistades que se lo estaban pensando y que seguramente lo harían, y, si lo hacemos, usted cero invitado, desde luego». La gente se mostraba sorprendida y se decía: Esos pobres Wilson están locos. No pueden permitírselo, Algunas de las diecinueve esposas les dijeron en privado a sus maridos: «La idea es buena; esperaremos a que hayan dado ese baile de pacotilla y luego nosotros daremos otro que causará vértigo…
Los días pasaron y la cuenta de los futuros derroches cada vez más, con creciente desenfreno, con aturdimiento y temeridad cada vez mayores. Parecía que los diecinueve ciudadanos importantes de Hadleyburg no sólo gastarían sus cuarenta mil dólares antes de cobrarlos, sino que estarían completamente endeudados cuando fueran a cobrarlos. En algunos casos la gente ligera de cascos no se conformaba con los proyectos de gastos, sino que realmente gastaba… a crédito. Compraba tierras, granjas, títulos, buena ropa, caballos y otras cosas; pagaba al contado la señal… y se comprometía a pagar el resto a los diez días. Luego vino la segunda fase, y Halliday advirtió que una horrible ansiedad comentaba a hacer su aparición en muchos rostros. Volvió a sentirse intrigado y no supo cómo interpretar aquello. «Los gatitos de Wilcox no han muerto, porque no han nacido; nadie se ha roto una pierna; no ha tenido lugar una reducción en el número de suegras, no ha sucedido nada… El misterio es impenetrable, había, además de Halliday, otro hombre intrigado: el reverendo Burgess. Desde hacía días, adondequiera que iba, la gente parecía seguirlo o acecharlo; y, si se encontraba alguna vez en un sitio retirado, podía tener la seguridad de que aparecería uno de los diecinueve vecinos importantes y le pondría a hurtadillas en la mano un sobre y le murmuraría: ,Para abrir el viernes por la noche en el ayuntamiento», y desaparecía luego con aire culpable. Esperaba aunque con muchas dudas, pues Goodson estaba muerto que alguien diese un paso adelante pidiendo el talego lleno de dinero, pero nunca se le había ocurrido que hubiese toda una multitud de pretendientes. Cuando por fin llegó el gran viernes, comprobó que tenía diecinueve sobres.
III
El ayuntamiento nunca había presentado un aspecto tan impresionante. En el fondo del estrado se veía un llamativo grupo de banderas. Ice trecho en trecho, a lo largo de las paredes, había guirnaldas de banderas; el frente de las galerías estaba revestido de banderas y las columnas que las sostenían estaban envueltas en banderas. Todo aquello tenía como objeto impresionar a los forasteros, porque acudirían muchos, sobre todo en representación de la prensa. El salón estaba lleno. Los cuatrocientos doce asientos fijos, ocupados, como también las sesenta y ocho sillas suplementarias colocadas en los pasillos. Los peldaños del estrado estaban ocupados. A algunos forasteros distinguidos les habían dado asiento en el estrado. Junto a la herradura de mesas que cercaban el frente y los costados del estrado, se hallaba sentado un nutrido grupo de corresponsales especiales llegados de todas partes. Era el salón mejor adornado que jamás hubiera visto la ciudad. Había algunos tocados tirando a lujosos y, en algunos casos, las damas que los lucían parecían no estar familiarizadas con aquel tipo de vestidos. Al menos, así lo creía la, ciudad, pero la idea quizá se debiera a que la ciudad sabía que aquellas damas nunca se habían metido en aquellos vestidos.