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Esto fue acogido con gran entusiasmo, con nueva intervención del perro. E1 guarnicionero inició la puja con un dólar, la gente de Brixton y el re presentante de Barnum pujaron con fuerza, la gen te vitoreó a cada salto que daban las apuestas; la excitación creció cada vez más; el brío de los interesados fue en aumento y se volvió cada vez más audaz; los saltos llevaron de un dólar a cinco, luego, a diez, luego, a veinte, luego, a cincuenta, luego, a cien, luego. A1 empezar la subasta, Richards le susurró acongojado a su esposa:

-¡Mary! -¿Podemos permitir esto? Es… es… ya lo ves, una recompensa a la honradez, un testimonio de honestidad de ánimo y… y… -¿podemos permitirlo? -¿No será mejor que me ponga en pie y… -¡Oh Mary! -¿Qué debemos hacer? -¿Qué crees que?… [LA voz DE Halliday: -¡Dan quince! -¡Quince por el talego!… -¡Veinte!… -¡Ah, gracias! -¡Treinta!,.. -¡Gracias! -¡Treinta, treinta, treinta! ;E le oído decir cuarenta? -¡Cuarenta! -¡Hagan rodar la bola, caballeros, háganla rodar! -¡Cincuenta! -¡Gracias, noble romano! -¡Vamos, cincuenta, cincuenta, cincuenta! -¡Setenta! -¡Noventa! -¡Espléndido! -¡Cien! -¡Quién da más, quién da más! -¡Ciento veinte! -¡Ciento cuarenta! -¡A tiempo! -¡Ciento cincuenta! -¡Doscientos! -¡Soberbio! -¿He oído dos…? -¡Gracias! -¡Doscientos cincuenta!»] _Es otra tentación, Edward… Estoy temblando… Pero… -¡Oh! Hemos escapado a otra tentación, y eso debería ponernos en guardia para… [-¿He oído seiscientos? -¡Gracias! Seiscientos cincuenta, seiscientos cin… -¡Setecientos]. Y, con todo, Edward, si se piensa… nadie sospecha… [«-¡Ochocientos dólares! -¡Hurra! -¡Digamos novecientos! -¿Le he oído bien, señor Parsons?… -¡Gracias! -¡Novecientos! -¡Este noble talego de plomo puro que se va por sólo novecientos dólares, con dorado y todo!… -¡Vamos! -¿He oído?… -¡Mil! -¿Dijo alguien mil cien? -¡Un talego que será el más célebre del mundo! -¡Oh, Edward. Y empezó a sollozar. -¡Somos tan pobres! Pero…, pero… Haz lo que te parezca mejor…, haz lo que te parezca mejor…

Edward estaba desfallecido, esto es, sentado y sumido en silencio; con la conciencia no muy tranquila, pero abrumado por las circunstancias.

Mientras tanto, un forastero, con aire de detective aficionado, vestido como un inverosímil conde inglés, había estado observando el desarrollo de la velada con manifiesto interés y expresión de júbilo, comentando el asunto consigo mismo. Su soliloquio.

Se desarrollaba ahora, más o menos, así: «Ninguno de los dieciocho formula una oferta, y esto no está bien. Hay que cambiarlo; lo impone la unidad dramática. Esa gente tiene que comprar el talego que intentara robar, y tiene que pagar por él un precio muy alto. Algunos de ellos son ricos. Y otra cosa: cuando yo cometo un error, en relación con la naturaleza de Hadleyburg, el hombre que me ha hecho caer en ese error tiene derecho a una alta remuneración, y alguien tiene que pagarla. Ese pobre viejo Richards ha puesto en ridículo mis capacidades de discernimiento: es un hombre honrado. No lo entiendo, pero lo reconozco. -Sí: ha visto mi póquer con una escalera, y el plato le corresponde por derecho. -¡Y será un plato abundante, si funciona mi sistema! Me ha 'decepcionado, pero no importa.

El forastero seguía atentamente la puja. Al llegara mil dólares, el mercado se desmoronó; los preciosa flojaron pronto dando tumbos. Esperó, y siguió observando. Un competidor se apartó de la puja; luego otro y otro más. Entonces el desconocido hizo un par de ofertas. Cuando las ofertas bajaron a diez dólares, él añadió cinco, alguien aumentó tres; el forastero esperó un momento y se lanzó a un salto de cincuenta dólares, y el talego fue suyo por mil doscientos cientos ochenta y dos dólares.

Los presentes estallaron en vítores y luego guardaron silencio, porque el forastero se había puesto en pie y levantaba la mano. Comenzó a hablar.

-Deseo decir unas palabras y pedir un favor. Comercio con objetos raros y tengo negocios con personas interesadas por la numismática en todas partes del mundo. De esta adquisición, así como es, yo le puedo sacar ventaja; conozco la forma, siempre que consiga vuestra aprobación, de poder obtener que cada una de estas monedas de plomo valgan como auténticas monedas de oro de veinte dólares, o quizá más. Dadme vuestra aprobación y yo le daré parte de mis ganancias al señor Richards, cuya invulnerable probidad han reconocido ustedes tan justa y cordialmente esta noche; su parte será de diez mil dólares y le entregaré el dinero mañana. Grandes aplausos del público. Pero la invulnerable probidad, hizo que los Richards se sonrojaran considerablemente; pero esto fue interpretado como falsa modestia, y no les causó daño.] -Si ustedes aprueban mi propuesta por una amplia mayoría, me gustaría que fueran clon tercios de votos, consideraré tal aprobación corno el consentimiento de la ciudad, y eso es todo lo que pido. A las cosas raras les ayuda siempre cualquier artificio capar efe suscitar curiosidad y de llamar la atención. Ice modo que, si ustedes me permiten grabar sobre cada una de estas aparentes monedas los nombres de los dieciocho caballeros que…

Las nueve décimas partes del público se levantaron inmediatamente incluido el perro y la propuesta fue aprobada entre un torbellino de aplausos y vivas.

El público se sentó y todos los Símbolos, a excepción del doctor Clay Harkness, se pusieron de pie protestando con vehemencia contra el ultraje propuesto, y amenazando con les niego que no me amenacen dijo el forastero tranquilamente. Conozco mis derechos legales y no acostumbro a dejarme intimidar por las fanfarronadas. /Aplausos/. El forastero se sentó.

En este momento el doctor Harkness vio una oportunidad. Era uno de los dos hombres más ricos de la ciudad, Pinkerton, el otro. Harkness era dueño de una casa de moneda, mejor dicho, de un popular medicamento patentado. Era candidato por uno de los partidos alas elecciones y Pinkerton lo era por otro. Se trataba de una carrera reñida y apasionada y cuyo apasionamiento aumentaba de día en día. Ambos tenían mucha hambre de dinero y cada uno había comprado una gran extensión de terreno con una finalidad: se tendería un nuevo ferrocarril y ambos querían salir elegidos y contribuir a que se trazara el itinerario en su beneficio. Un solo voto podía bastar para decidir el asunto, y con él, dos o tres fortunas. La suma en juego era grande, y Harkness, un especulador audaz. Estaba sentado junto al forastero. Se inclinó hacia él, mientras algunos de los demás Símbolos distraían al público con sus protestas y súplicas, y le preguntó en un susurro:

-¿Cuánto quiere por el talego?

-Cuarenta mil dólares.

-Le doy veinte.

-No.

-Veinticinco.

-No.

-Digamos treinta.

El precio es cuarenta mil dólares, ni un penique

menos. De acuerdo. Se los daré. Iré al hotel a las diez de la mañana. No quiero que esto se sepa; lo veré a usted en privado. De acuerdo.

Entonces el forastero se puso de pie y dijo a todos los presentes:

Se me está haciendo tarde. Los discursos de estos caballeros no carecen de mérito, de interés, de gracia; con todo, con vuestro permiso, voy a retirarme. Les agradezco a ustedes el gran favor que me han dispensado al acceder a mi petición. Le pido ala presidencia que me guarde el talego hasta mañana y que le entregue estos tres billetes de quinientos dólares al señor Richards.