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Richards arrojó el papel al fuego. Llegó un mensajero y le entregó un sobre.

Richards sacó una carta y la leyó. Era de Burgess.

Usted me salvó en una época difícil. Yo le salvé anoche. Fue a costa de una mentira, pero hice el sacrificio de buena gana y con un corazón agradecido. Nadie sabe, en esta ciudad, cuán valiente, huevo y noble es usted. En el fondo, usted no puede respetarme, sabiendo, como sabe, ese asunto del que se me acusa y por el que la opinión pública me ha condenado, pero le ruego que crea, al menos, que soy un hombre agradecido. Eso me ayudará a sobrellevar mi carga.

[Firmado] BURGESS

-Salvado nuevamente. -¡Y en qué condiciones! Richards tiró la carta al fuego.

-Ojalá me hubiese muerto, Mary. Ojalá no tuviese que ver con todo esto…

-Oh… Estamos viviendo días amargos, Edward. Días muy amargos. -¡Las puñaladas, a causa de su misma generosidad, son tan profundas, y se suceden tan rápidamente!

Tres días antes de las elecciones cada uno de los dos mil electores se encontró repentinamente en posesión de un valioso recuerdo: una de las famosas falsas monedas de oro de veinte dólares. Sobre su anverso, estaban grabadas las palabras:

LA INDICACIÓN QUE HICE AL ATRIBULADO FORASTERO FUE», y en el revés VÁYASE Y REFORMESE. [Firmado] PINKERTON.

Y de esta forma toda la escoria que había quedado de aquella bufa broma cayó sobre una sola cabeza, con y catastróficos efectos. Se renovó la hilaridad general y se concentró en Pinkerton; y la elección de Harkness fue un paseo. En los primeras veinticuatro horas que siguieron a la recepción de los cheques, las conciencias de los Richards se apaciguaron poco a poco, abatidas; la anciana pareja estaba aprendiendo a reconciliarse con el pecado cometido. Pero ahora debía aprender que el pecado, provoca nuevos terrores auténticos, cuando hay una posibilidad de que se descubra. Esto le, da un aspecto nuevo y más concreto e importante. En la iglesia el sermón dominical fue como de costumbre: se trataba de las mismas cosas de siempre dichas m la formo de costumbre y ellos las habían oído mil veces y las encontraban inocuas, casi sin sentido y adecuadas para dormir cuando se decían. Pero ahora aquello parecía distinto: el sermón parecía estar erizado de acusaciones y se hubiera dicho dm apuntan directa y especialmente contra la gente que ocultaba pecados mortales. Al salir de la iglesia, los Richards se alejaron lo más pronto que pudieron de la multitud que les felicitaba y se dieron prisa en volver a casa, helados, no se sabe muy bien por qué, -¡por unos temores vagos, sombríos, indefinidos. Y dio la casualidad de que vieran fugazmente al señor Hurgess al doblar éste una esquina. -¡El reverendo no prestó atención a su saludo! No los había visto, pero ellos lo desconocían. -¿Qué podía significar la conducta de Burgess? Podía significar… podía significar… ;Oh! Una docena de cosas terribles. -¿Sabría Burgess que Richards podía haber probado su inocencia, m esa época lejana, y habría estado es pecando silenciosamente la oportunidad de ajustar cuentas Ya en casa, llenos de congoja, se pusieron a imaginar que la criada quizá había escuchado en el cuarto contiguo que Richards revelaba a su esposa la inocencia de Burgess. Luego Richards empezó a creer que había oído crujir un vestido en aquel cuarto y, finalmente, tuvo la convicción de haberlo oído. Resolvieron llamar a Sara, con un pretexto; si les había delatado al señor Burgess, se darían cuenta por su empacho. Le formularon varias preguntas, preguntas tan fortuitas e incoherentes y aparente mente carentes de sentido, que la muchacha tuvo la certeza de que los cerebros de ambos ancianos habían sido afectados por su repentina fortuna; el modo de mirar penetrante y escrutador de sus se ñores la asustó, y esto remató el asunto. Saya se sonrojó, se puso nerviosa y confusa y para los ancianos éstas fueron claras señales de culpabilidad, culpabilidad de una u otra especie terrible, y llegaron a la conclusión de que, sin duda, Sara era una espía y una traidora. Cuando volvieron a quedarse solos, comenzaron a relacionar muchas cosas inconexas, y los resultados de la combinación fueron terribles. Y, e cuando las cosas hubieron asumido el más grave cariz, Richards exhaló un repentino suspiro, y su es posa preguntó:

-¡Oh!

-¿Qué pasa?

-¿Qué pasa?

-¡La carta!

-¡La carta de Burgess! Su lenguaje, ahora me doy cuenta, era sarcástico.

Y citó una frase:… En el fondo, usted no puede respetarme, rabien ;,l' do, como sabe, ese ayunto, del que se me acusa. Y Richards añadió:

-¡Oh, todo está muy claro!

-¡Dios mío!

-¡Burgess sabe que yo sé! Ya ves la ingeniosidad de la frase.

Era una trampa… y yo caí en ella como un tonto. Y además, Mary…

-Ah… -¡Es espantoso!

-¡Sé que vas a decir…! Burgess no nos ha devuelto el sobre con la famosa frase.

-No la conserva para destruirnos. Mary, ya ha revelado nuestro secreto a algunos. Lo sé… Lo sé muy bien.

-¡Lo he visto en una docena de rostros ala salida de la iglesia!

-¡Ah! ¡Burgess no quiso contestar a nuestro saludo! -¡Él sabía qué había estado haciendo!

De noche llamaron al médico. Por la mañana se difundió la noticia de que la anciana pareja estaba enferma de cierta gravedad, postrada en cama debido ala agotadora excitación provocada por su golpe de suerte y por las repetidas felicitaciones, en opinión del médico. La ciudad estaba sinceramente acongojada, porque ahora la anciana pareja era casi lo único de lo que podía enorgullecerse.

A los dos días las noticias fueron peores aún. La` pareja deliraba y hacía cosas extrañas. Las enfermeras testimoniaron que Richards había exhibido cheques, por valor de ¿ocho mil quinientos dólares?

No…, por una suma sorprendente… -¡treinta y ocho mil quinientos dólares!

-¿Cuál podría ser la explicación de aquella suerte gigantesca?

Al día siguiente las enfermeras ofrecieron noticias más extravagantes. Habían decidido esconder los cheques por temor a que sufrieran algún daño, pero, cuando los buscaron, habían desaparecido de debajo de la almohada de Richards. El anciano dijo:

-Dejen en paz la almohada.

-¿Qué quieren?

-Creímos preferible que los cheques…

-Ustedes nunca volverán a verlos… Han sido destruidos. Provenían de Satanás. Vi sobre ellos el sello del infierno y comprendí que me habían sido enviados para entregarme al pecado.

Luego Richards se puso a parlotear diciendo cosas extrañas y terribles que no podían comprenderse claramente y que el médico ordenó a las enfermeras no divulgaran.

Richards había dicho la verdad: los cheques no volvieron a aparecer.

Una de las enfermeras debió de hablar soñando, porque a los dos días la ciudad conocía las palabras prohibidas; y éstas eran de un carácter sorprendente.

Parecían indicar que también Richards había sido uno de los pretendientes al talego y que Burgess había ocultado el hecho, pero, más tarde, con maldad, le había traicionado.