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Burgess fue acusado por esto y lo negó con mucha decisión. Y dijo que no era bueno dar peso a los delirios de un viejo enfermo, que no estaba en sus cabales. A pesar de todo, la sospecha se notaba en el ambiente y corrían muchas habladurías.

Después de un par de días se informó de que las delirantes expresiones de la señora Richards se estafan convirtiendo en copias exactas de las palabras de su marido. La sospecha se acentuó, convirtiéndose en convicción, y el orgullo de la ciudad ante la honradez de su único ciudadano importante no desacreditado comenzó a empañarse y a menguar hasta extinguirse.

Pasaron seis días y hubo nuevas noticias. La anciano pareja estaba moribunda. El espíritu de Richards se despejó en sus últimos momentos y envió a buscar a Burgess. Éste dijo:

-Que nos dejen solos. Richards quiere decirme algo en privado.

-¡No! dijo Richards. Quiero testigos. Quiero que todos escuchen mi confesión, para poder morir ''como un hombre y no como un perro. Yo era honrado, artificialmente como los demás, y como los demás he caído nada más que se presentó la tentación. Firmé una declaración mentirosa y reclamé ese miserable talego. El señor Burgess recordó que yo le hahía hecho un favor, y por gratitud (e ignorancia) suprimió mi sobre y me salvó. Ya recordaréis aquel asunto en el que se le acusó a Burgess hace años.

Mi testimonio, y sólo mi testimonio, pudo haberlo liberado de culpa y cargo; y fui un cobarde y permití que quedase deshonrado.

-No… no, señor Richards… Usted…

-Mi criada le contó mi secreto…

-Nadie me denunció nada Y, entonces, Burgess hizo algo natural y justificable; arrepentido de la cortesía que bahía tenido conmigo, con la que me bahía salvado, me dejó al descubrir. Yo… como merecía…

-¿Jamás! Yo juré…

-Le perdono de corazón.

Las apasionadas protestas de Burgess chocaron ron oídos sordos; el moribundo pasó a mejor vida sin saber que, una vez más, había sido injusto con Burgess. Su vieja esposa murió por la noche.

El último de los sagrados diecinueve había sido víctima del diabólico talego. La ciudad quedaba despojada del último jirón de su antigua gloria. Su duelo no fue llamativo, pero sí profundo.

Por un decreto de ley, accediendo a un ruego, se le permitid a Hadleyburg que cambiara su nombre por el do… no se preocupen, no diré cuál es… y que cambiara dos palabras del lema que durante muchas generaciones adornara el sello oficial de la ciudad.

Ahora ha vuelto a ser una ciudad honrada y tendrá que madrugar el que quiera sorprenderla mientras duerme indefensa.

El robo del elefante blanco

The Stolen White Elephant

I

Una persona con la cual trabé amistad circunstancialmente en el tren, me contó la extraña historia que relataré a continuación. Quien la contaba era un caballero de más de setenta años de edad y su rostro bondadoso y amable y aire grave y sincero, ponían la inconfundible marca de la verdad sobre cada manifestación que salía de sus labios. Dijo…

Usted sabe cómo reverencia el pueblo de ese país al real elefante blanco de Siam. Como sabrá, está consagrado a los reyes, sólo los reyes pueden poseerlo y, de alguna manera, hasta es superior a los reyes, ya que no sólo es objeto de honores, sino también de adoración. Pues bien…

Hace cinco años, cuando hubo tropiezos con relación a la línea demarcatoria entre Gran Bretaña y Siam, fue evidente que Siam había cometido un error. Por ello se dieron precipitadamente toda clase de satisfacciones y el representante inglés declaró que se daba por conforme y que se debía olvidar el pasado. Esto fue de gran alivio para el rey de Siam y en parte como prueba de gratitud y en parte también, quizá, para eliminar todo residuo de sentimiento desagradable en Inglaterra, quiso hacerle a la reina un regalo, única manera segura de granjearse la buena voluntad de un enemigo, según las ideas orientales. Este regalo no sólo debía ser real, sino magníficamente real. Siendo así… ¿qué presente más adecuado que un elefante blanco? Mi situación en la administración pública hindú era tal que se me consideró especialmente digno del honor de entregarle el obsequio a Su Majestad. Se equipó un barco para mí y mi servidumbre y los oficiales y subalternos encargados del elefante y llegué al puerto de Nueva York y alojé mi regia carga en unos soberbios aposentos de Jersey. Era imprescindible estar algún tiempo allí para que la salud del animal se restableciera antes de seguir de viaje.

Todo fue bien durante quince días; después empezaron mis tribulaciones. ¡Robaron el elefante blanco! Fui despertado en plena noche, para comunicarme la horrorosa desgracia. Por algunos instantes, fui presa del terror y la ansiedad; me sentí impotente. Después me tranquilicé y recobré mis facultades. Pronto vi qué camino debía seguir; porque, a decir verdad, sólo había un camino posible para un hombre inteligente. No obstante lo tardío de la hora, corrí a Nueva York y logré que un agente de policía me guiara hasta la central de detectives. Por fortuna llegué a tiempo, aunque el jefe, el famoso inspector Blunt, se disponía ya a marcharse a su casa. Blunt era una persona de estatura media y físico compacto y cuando estaba abismado en sus pensamientos, tenía una manera singular de enarcar el ceño y de golpearse reflexivamente la frente con el dedo, que lo convencía a uno en seguida de que estaba ante un ser extraordinario. El solo verlo me infundió confianza y me hizo alentar esperanzas. Expuse el motivo de mi visita. Esto, no le causó la menor agitación: su efecto aparente sobre su férreo dominio de sí mismo fue tan escaso como si yo le hubiese dicho que me habían escamoteado mi perro. Me invitó a sentarme con un gesto, y dijo tranquilamente:

-Permítame que lo piense un poco, por favor.

Después de pronunciar estas palabras, se sentó al escritorio y apoyó la cabeza en la mano. En el otro extremo de la habitación, trabajaban varios empleados; el rasgueo de sus plumas fue el único ruido que oí durante los seis o siete minutos siguientes. Entre tanto, el inspector seguía sumido en sus pensamientos. Por fin alzó la cabeza y algo me reveló, en las firmes líneas de su rostro, que su mente había realizado su tarea y que tenía decidido su plan. Y Blunt dijo… Y su voz era grave y solemne:

-No es éste un caso ordinario. Todos los pasos deben ser dados con precaución; hay que asegurarse de cada paso antes de dar el siguiente. Y debe conservarse el secreto; un secreto hondo y absoluto. No le hable a nadie del asunto, ni siquiera a los reporteros. Yo me haré cargo de ellos; cuidaré de que sepan sólo aquello que pueda convenirme dejarles saber.

Blunt apretó un timbre y apareció un joven.

-Alarico- dijo Blunt-, dígales a los periodistas que aguarden un poco.

El joven se retiró.

-Ahora, hablemos de negocios… y procedamos con método. En esta profesión mía nada puede hacerse sin un método rígido y minucioso.

El jefe de detectives tomó papel y una lapicera.