Yo temía oír nuevamente, el martillear del telégrafo. Poco a poco, empezaron a llegar torrencialmente los mensajes, pero su carácter me causó una agradable decepción. Pronto fue evidente que se había perdido toda pista del elefante. La niebla le había permitido buscar un buen escondite sin ser visto. Telegramas recibidos de los puntos más ridículamente lejanos, daban cuenta de que se había vislumbrado una vaga y enorme mole a través de la niebla a tal y cual hora, y que “se trataba indudablemente del elefante”. La vaga mole había sido entrevista en New Haven, New Jersey, Pensilvania, en el interior del estado de Nueva York, en Brooklyn… ¡y hasta en la propia ciudad de Nueva York! Pero, en todos los casos, la enorme y vaga mole había desaparecido velozmente y sin dejar huellas. Todos los detectives del gran contingente policial disperso sobre aquella vasta extensión del país, despachaban informes hora tras hora y cada uno de ellos tenía una pista y seguía a algo y le estaba pisando los talones.
Pero el día transcurrió sin más novedades.
Al día siguiente, lo mismo.
Al otro día, lo mismo.
Las informaciones periodísticas comenzaron a resultar monótonas, con sus hechos que nada decían, con sus pistas que a nada conducían, y con sus teorías que habían agotado casi los elementos que asombran y deleitan y deslumbran.
Por consejo del inspector, dupliqué la recompensa ofrecida.
Transcurrieron otros cuatro días sombríos. Después, los pobres y diligentes detectives sufrieron un duro golpe; los periodistas se negaron a publicar sus teorías, y dijeron con indiferencia:
-Denos un descanso.
Dos semanas después de la desaparición del elefante, obediente al consejo del inspector, aumenté la recompensa a 75.000 dólares. La cantidad era grande, pero decidí sacrificar mi fortuna personal antes que perder mi reputación ante el gobierno. Ahora que la adversidad se ensañaba con los detectives, los periódicos se volvieron contra ellos y se dedicaron a herirlos con los más punzantes sarcasmos. Esto les sugerió una idea a los cantores cómicos del teatro, que se disfrazaron de detectives y dieron caza al elefante a través del escenario, en la forma más extravagante. Los caricaturistas dibujaron a los detectives registrando el país con prismáticos, mientras el elefante desde atrás de ellos, les robaba manzanas de los bolsillos. Y bosquejaron toda clase de ridículos dibujos de la medalla detectivesca; sin duda, ustedes habrán visto estampada en oro esa medalla en la contratapa de las novelas policiales. Se trata de un ojo desmesuradamente abierto, con la leyenda: “ Nosotros nunca dormimos”. Cuando los detectives pedían una copa, el tabernero, con ínfulas de chistoso, resucitaba una vieja forma de expresión y decía: “¿Quiere usted un trago de esos que hace abrir los ojos?”. La atmósfera estaba cargada de sarcasmos.
Pero había un hombre que se movía con calma, sin darse por afectado ni rozado por las pullas. Era aquel ser de corazón de roble que se llamaba el inspector Blunt. Su valiente ojo nunca cedía en su vigilancia, su serena confianza jamás flaqueaba. Siempre decía:
-Que sigan con sus burlas; el que ríe último, ríe mejor.
Mi admiración por aquel hombre se convirtió en algo similar a la adoración. Yo estaba siempre a su lado. Su oficina se había convertido para mí en un sitio desagradable, y esta sensación aumentaba cada día. Con todo, si él podía soportarlo, yo me proponía hacer lo mismo; al menos, mientras fuera posible. De manera que iba con regularidad y me quedaba; era el único extraño que parecía con fuerzas para hacerlo. Todos se asombraban de que yo pudiese hacerlo, y con frecuencia, me parecía que debía marcharme, pero en esas oportunidades observaba aquel rostro sereno y aparentemente inconsciente, y me mantenía firme.
Unas tres semanas después de la desaparición del elefante, a punto de manifestar que me veía obligado a arriar mi bandera y retirarme, el gran detective contrarrestó este pensamiento proponiendo una jugada más soberbia y magistral.
Ésta consistía en pactar con los ladrones. La inagotable inventiva de aquel hombre superaba todo lo que yo viera, a pesar de mis abundantes cambios de ideas con los cerebros más vigorosos del mundo. Blunt dijo que transaría en 100.000 dólares y recuperaría al elefante. Yo dije que esperaba reunir esa cantidad, pero, ¿qué sería de los pobres detectives que habían trabajado tan sacrificadamente?… Blunt dijo:
-En las transacciones, les toca siempre la mitad.
Esto contrarrestó mi única objeción. De modo que el inspector escribió dos misivas con este contenido:
“Estimada señora: Su marido puede obtener una gran cantidad de dinero (y verse totalmente protegido por la ley) concertando una entrevista inmediata conmigo.”
EL JEFE BLUNT.
Envió una de estas cartas con su emisario confidencial a la “presunta esposa” del simpático Duffy y la otra a la presunta esposa del Rojo McFadden.
Al cabo de una hora, llegaron estas ofensivas respuestas.
“Viejo estúpido: El simpático Duffy murió hace dos años”
BRÍGIDA MAHONEY.
“Jefe Blunt: El Rojo McFadden fue ahorcado hace 18 meses. Todos los burros, menos los detectives, lo saben.”
MARY O'HOOLIGAN.
-Yo sospechaba esto desde hace tiempo- manifestó el inspector-. Este testimonio prueba la infalible precisión de mi instinto.
Apenas fracasaba uno de sus recursos, tenía otro pronto. Escribió rápidamente un aviso para los matutinos y conservó un ejemplar:
“A- xwblv. 242. N. Tjnd- fz 328 wmlg. Ozpo,- 2 m! ugw. Mum. “
Dijo que si el ladrón estaba vivo, esto lo llevaría a la entrevista corriente. Explicó, además, que la entrevista corriente era un lugar donde se resolvían todos los asuntos entre los detectives y los delincuentes. La entrevista tendría lugar a las doce de la noche siguiente.
Nada podíamos hacer hasta ese momento y yo me apresuré a irme de la oficina y me sentí realmente agradecido por ese privilegio.
La noche siguiente, a las once, llevé los 100.000 dólares en billetes y se los entregué al jefe, y poco después éste se despidió, con su firme confianza de antaño inconmovible en los ojos. Pasó una hora casi interminable; luego oí su grato andar y me levanté con una exclamación entrecortada y tambaleándome. ¡Qué llama de victoria ardía en sus ojos! Y dijo:
-¡Hemos transado! ¡Los bromistas cantarán mañana una canción muy distinta! ¡Sígame!