Tomó una vela encendida y bajó al vasto sótano abovedado, donde dormían siempre sesenta detectives, y donde un numeroso grupo estaba en esos momentos jugando a los naipes para matar el tiempo. Lo seguí de cerca. Me dirigí rápidamente al oscuro y lejano extremo del aposento y en el preciso instante cuando sucumbía a una sensación de asfixia y poco me faltaba para desvanecerme, Blunt tropezó y cayó sobre los estirados miembros de un voluminoso objeto, y le oí exclamar, inclinándose:
-Nuestra noble profesión queda rehabilitada. ¡Aquí está su elefante!
Me trasladaron a la oficina de la planta baja y me hicieron recobrar el sentido con ácido fénico. Luego, penetró allí como un enjambre todo el cuerpo de detectives y hubo otro desborde de triunfante júbilo, como yo no había visto nunca. Llamaron a los reporteros, se abrieron cajas de champaña, se pronunciaron brindis, los apretones de manos y las felicitaciones fueron continuos y entusiastas. Naturalmente, el jefe era el héroe del día, y su felicidad era tan grande y había sido ganada de una manera tan paciente y noble y valerosa, que me sentí feliz al verla, aunque yo era ahora un pordiosero sin hogar, con mi inestimable carga muerta, y mi situación en la administración pública de mi país se había perdido para siempre, dado lo que parecería por siempre una ejecución funestamente negligente, de una importante misión. Muchos elocuentes ojos dieron muestras de su profunda admiración por el jefe y muchas detectivescas voces murmuraron: “Mírenlo: es el rey de la profesión. Basta con darle un rastro y no necesita más. No hay cosa escondida que él no pueda encontrar”. La distribución de tos 50.000 dólares proporcionó gran placer: cuando hubo terminado, el jefe pronunció un discursito mientras se metía en el bolsillo su parte, y dijo en el transcurso del mismo:
-Disfruten ese dinero, muchachos, porque se lo han ganado. Y algo más: han ganado inmarcesible fama para la profesión detectivesca.
Llegó un telegrama, cuyo contenido era el siguiente:
Monroe, Michigan; 10 p. m.
“Por primera vez encuentro oficina telégrafos en más de tres semanas. Seguí huellas, a caballo, a través bosques, a mil seiscientos kilómetros de aquí y son más fuertes y grandes y frescas cada día. No se preocupe; una semana más y tendré elefante. Esto es segurísimo.”
DARLEY, detective.
El jefe ordenó que se dieran tres vítores por “Darley, uno de los principales cerebros del cuerpo de detectives”, y dispuso luego que se le telegrafiara, para que regresase y recibiera su parte de la recompensa.
Así concluyó el maravilloso episodio del elefante robado. Los periódicos prodigaron de nuevo sus elogios al día siguiente, con una sola y despreciable excepción. La del que manifestó: “¡Qué cosa grande es el detective! Podrá ser un poco lento para encontrar una pequeñez tal como un elefante extraviado, podrá darle caza durante todo y dormir con su putrefacto esqueleto durante tres semanas, pero lo encontrará por fin…, ¡si puede conseguir que el hombre que lo indujo a error le indique el lugar!”.
Yo había perdido al pobre Hassan para siempre. Las balas de cañón le habían causado heridas fatales. Se había arrastrado hacia aquel lugar hostil, situado en medio de la niebla; y allí, rodeado por sus enemigos y en constante peligro de ser encontrado, había perecido de hambre y sufrido, hasta que con la muerte le llegó la paz.
La transacción me costó 100.000 dólares, mis gastos de investigación 42.000. Jamás volví a pedir un cargo público, estoy arruinado y me he convertido en un vagabundo, pero mi admiración por ese hombre, a quien considero el detective más grande que el mundo haya producido, se mantiene viva hasta hoy y seguirá así hasta el fin de mis días.
Historia del invalido
The Invalid's Story
Aunque mi aspecto es el de un hombre de sesenta años, y casado, no es verdad; débese ello a mi condición y sufrimientos, pues soy soltero y sólo tengo cuarenta y un años. En el estado en que me veis, difícilmente creeréis que ahora sea más que una sombra de lo que fui, ya que apenas hace dos años era yo un hombre fuerte y rebosante de salud (un hombre de hierro, ¡un verdadero atleta!); y, sin embargo, ésta es la cruda realidad. Pero más extraño que este hecho es todavía el modo como perdí mi salud. La perdí una noche de invierno, vigilando una caja de fusiles en un viaje de 200 millas en ferrocarril. Es la pura verdad, y voy a contaros cómo sucedió.
Resido en Cleveland (Ohio). Hace dos años, una noche de invierno, llegaba a casa, poco después de extinguida la luz del día, en medio de una furiosa tempestad de nieve; y lo primero que me dijeron al entrar fue que mi mejor compañero de escuela y amigo de mi infancia, John Hackett, había muerto el día anterior, y que en sus últimas palabras había manifestado el deseo de que yo llevase sus restos mortales a sus pobres padres ancianos, que vivían en Wisconsin. Sentíme sobremanera sorprendido y afligido, pero no había tiempo que perder en emociones: era preciso partir inmediatamente. Tomé la tarjeta que decía: "Diaca Leví Hackett, Bethlehem. Wisconsin", y eché a correr precipitadamente, a través de la horrible tempestad, hacia la estación del ferrocarril. Llegado allí, encontré la larga caja de pino blanco que me había sido descrita: clavé en ella la tarjeta con algunas tachuelas, la dejé facturada con garantías de seguridad en el furgón del tren expreso, y marché prestamente al restaurante a buscar un sándwich y algunos cigarros. Cuando, al poco rato, volví, mi ataúd estaba otra vez en el suelo, aparentemente; y un muchacho lo miraba por todos lados, con una tarjeta en la mano, unas tachuelas y un martillo. Quédeme sorprendido e intrigado. Empezó o clavar su tarjeta, y yo eché a correr hacia el furgón del expreso, en gran manera turbado mi espíritu, para demandar una explicación. Pero no; mi caja estaba allí, como la había dejado yo, en el interior del furgón expreso; no había contratiempo alguno que lamentar. (Pero, en realidad, sin haberlo sospechado yo, habíase producido una prodigiosa equivocación: yo me llevaba una caja de fusiles que aquel muchacho había ido a facturar a la estación, y que iba destinada a una asociación de cazadores de Peoria (Illinois), y él se llevaba ¡mi cadáver!). Precisamente entonces un mozo de estación empezó a gritar: "—¡Señores viajeros, al tren!" Y yo me metí en el furgón del tren expreso, y conseguí un asiento confortable sobre una bala de cangilones. Allí se encontraba el conductor, hombre incansable, de unos cincuenta años, de aspecto sencillo, honrado y de buen talante, que hablaba con positiva cordialidad. Al arrancar el convoy, una persona extraña pegó un salto dentro del furgón, y dejó un paquete, con un queso de Limburg, singularmente grueso y tierno, a un extremo de mi caja-ataúd; es decir, de mi caja de fusiles. Mejor dicho, ahora sé que aquello era un queso de Limburg, pero por aquel entonces no había oído hablar de este artículo en toda mi vida, y, como es muy natural, ignoraba completamente su carácter. Bien, pues; el tren avanzaba rápidamente a través de la tormentosa noche. La terrible tempestad arreciaba furiosamente; sentí que se apoderaba de mí, insensiblemente, una triste desdicha, y mi corazón sintióse abatido, abatido, abatido… El viejo conductor del expreso exteriorizó una brusca consideración, o dos, sobre la tempestad y el tiempo ártico; cerró de un tirón las puertas corredizas y pasó las aldabas; cerró herméticamente su ventanilla, y luego empezó a andar bulliciosamente de una parte a otra, arreglando las cosas, canturreando durante todo este tiempo, en voz baja, y desafinando extraordinariamente, la canción Dulce inminencia. Al poco rato empecé a sentir un olor pésimo y penetrante que se deslizaba quedamente a través del aire helado. Eso abatió aún más mi valor, porque, naturalmente, la atribuí a mi amigo desaparecido. Era realmente algo infinitamente aflictivo sentir que se procuraba mi recuerdo de esta muda y patética manera; así que a duras penas pude contener mis lágrimas. Además, me preocupaba en gran manera el viejo conductor; temía que se diese cuenta de ello. Sin embargo, continuó canturreando y no demostró nada; se lo agradecí profundamente. Se lo agradecí, es verdad, pero no dejaba por eso de estar inquieto, y a cada instante que pasaba aumentaba mi inquietud, porque aquel olor, a medida que el tiempo pasaba, volvíase más insoportable. Al cabo de un rato, habiendo dejado las cosas a su entera satisfacción, el viejo conductor recogió un poco de leña y encendió un fuego tremendo en su estufa. Aumentó con ello mi pesar de forma tal, que no es posible expresarlo con palabras, porque yo no podía dejar de comprender que aquello era una equivocación. Estaba completamente seguro de que el efecto sería deletéreo para mi pobre amigo desaparecido. Thompson (así se llamaba el conductor, como descubrí en el transcurso de la noche) empezó a escudriñar todos los rincones del vagón, tapando grietas y haciendo todo lo posible para que, a pesar de la noche tormentosa que hacía en el exterior, pudiésemos pasarla nosotros de la manera más confortable posible. Nada dije, pero creí que no elegía el mejor camino. Entretanto, también la estufa empezó a calentarse hasta ponerse al rojo vivo y a viciarse el aire del vagón. Sentí que me mareaba, que palidecía, pero lo sufrí en silencio y sin decir palabra. No tardé en reparar que la Dulce inminenciase apagaba lentamente, hasta que cesó del todo y reinó un ominoso silencio. A los pocos minutos el conductor dijo: