— Wo bin ich?
John Gray lo miró boquiabierto y movió la cabeza en un gesto de negación. «No es cristiano», pensó, «quizá ni siquiera es humano. A no ser por la ropa, diría que no lo es, pero…»
— ¿Dónde estoy? Dove sonó? Gdzie ja jestem?
El desconcierto de John Gray se reveló en toda su magnitud a través de la expresión de profundo fastidio que se propagó por su rostro, y el forastero percibió, con patente desaliento, que una vez más había fracasado en su empeño de hacerse entender. Forcejeó en vano por ponerse en pie. Mediante una sucesión de desenvueltos pero complejos gestos extraídos del alfabeto de los sordomudos, socavó aún más la ya vacilante razón de John Gray. Luego, utilizando una lengua extranjera particularmente barbárica, comenzó a increpar a Gray por quedarse allí de brazos cruzados y con cara de imbécil cuando debía apresurarse a prestar toda la ayuda posible a un infortunado forastero. Gray habló por primera vez. Dijo:
—¡Cáspita, por fin está despierto! Y bien despierto, además. No hay duda de…
—¡Ah, es usted inglés! ¡Es inglés! ¡Estupendo! ¿Por qué no me lo ha dicho? ¡Vamos, écheme una mano! ¡Ayúdeme a levantarme!
¡Aún valgo menos que veinte cadáveres! ¡Abofetéeme, hágame friegas, pégueme una patada! ¡Déme coñac!
El atónito granjero obedeció las órdenes animosamente, aguijoneado por el imperioso tono del forastero, y entretanto el paciente le daba a la lengua sin parar, ora en un idioma, ora en otro. Finalmente avanzó un par de pasos, se detuvo y, apoyándose en Gray, dijo en inglés:
—¿Dónde estoy, amigo mío?
—¿Dónde está? Pues está en mi prado. Está en las afueras de Deer Lick. ¿Dónde creía que estaba?
—¿Prado? ¿Deer Lick? —repitió el hombre con aire pensativo—. No conozco esos lugares. ¿En qué paísestoy?
—¿En qué país? ¡Por todos los demonios! No está en ningúnpaís. Está en Missouri. Y es el más glorioso estado de América, en mi opinión.
Admirado, el hombre apoyó las manos en los hombros de John Gray, lo mantuvo a distancia por un momento, lo miró fijamente a los ojos y luego asintió dos o tres veces con la cabeza, como si se diera por satisfecho. Una hora más tarde estaba acostado en la casa de John Gray, agitándose en un inquieto sueño, ardiendo de fiebre y murmurando con voz entrecortada, y sin cesar, en casi todas las lenguas menos el inglés. Mary, su madre y el médico del pueblo lo sometían a riguroso examen.
III
Nos saltamos seis meses y proseguimos con nuestro relato. El anciano clérigo había intentado por todos los medios unir a los dos hermanos, pero había fracasado. David Gray se había negado rotundamente a iniciar o acceder a cualquier tentativa de acercamiento. Según sus propias palabras, ningún miembro de la familia de su hermano le inspiraba la menor simpatía, excepto Mary.
Mary Gray se había permitido una cita furtiva con Hugh Gregory, únicamente para asegurarle que, hiciera lo que hiciera obligada por el respeto a su padre, su amor por Hugh permanecería sin tacha ni mengua mientras viviera. Se produjo un intercambio de retratos y rizos de pelo, una dolorosa despedida y un final. Los amantes se veían de vez en cuando en la iglesia y otros lugares, pero sólo en muy raras ocasiones cruzaban una mirada y jamás se dirigían la palabra. Los dos parecían abatidos y cansados de la vida.
Entretanto el forastero había adquirido gran prominencia. Se había establecido como profesor de idiomas, música y un poco de todo lo demás que era nuevo y prodigioso para aquella provinciana comunidad. Por un tiempo guardó un misterioso silencio respecto a su origen, pero gradualmente, mientras se recobraba de su enfermedad, fue dejando caer algún que otro comentario a oídos de los Gray en privado. Cuando se recuperó por completo, sus visitas a la casa eran asiduas y bien recibidas, pues poseía unos refinados modales que despertaban la envidia y admiración de todos, y una elocuencia capaz de encandilar a una estatua. Se ganó la estima de Mary Gray con su caballerosidad, su consideración, la pureza de sus sentimientos, sus inagotables conocimientos y su adoración por la poesía. El matrimonio Gray quedó cautivado por el respeto, por no decir veneración, que caracterizaba el trato hacia ellos del forastero. En cuanto al joven Tom, el forastero siempre lo maravillaba con prodigiosos inventos en la línea de los juguetes científicos, así que Tom era su incondicional aliado. Poco a poco el señor George Wayne —pues así se hacía llamar— se dio a conocer a los Gray confidencialmente, y confidencialmente ellos transmitieron la información a sus amigos en particular, quienes de inmediato la compartieron confidencialmente con la comunidad en general. Una noche, la señora Gray llegó a la cama con noticias frescas. Dijo:
—¡John, no imaginas qué conversación acabo de tener con el señor Wayne! ¿Quién lo iba a pensar? No se lo cuentes a nadie, ni una sola palabra. No lo dejes escapar ni siquiera delante de él, porque ha dicho que no convenía que se supiese.
—¡Desembúchalo ya, vieja chocha! Me callaré como un muerto.
—Bueno, ya sabes que siempre se ha cerrado como una ostra cuando le preguntamos por su país de origen. A veces hemos pensado que era italiano, a veces español y a veces árabe. Pero no es nada de eso. Es francés. Así me lo ha dicho. Y no acaba ahí la cosa, ni mucho menos. Viene de una familia muy rica e importante.
—¡No! ¿En serio? Me lo figuraba. De verdad que me lo figuraba.
—Y tampoco acaba ahí la cosa. ¡Su padre es de la nobleza!
—¡No!
—¡Sí! ¡Y éltambién tiene título!
—¡Virgen santa!
—Él mismo me lo ha dicho, tan verdad como que ahora estás ahí tendido. ¡Es conde! ¿Qué te parece?
—¡Cáspita! Pero ¿por qué se marchó de su tierra?
—A eso iba. Su padre quería casarlo con una muchacha de alcurnia, por su fortuna y su refinamiento. Él se negó. Dijo que se casaría por amor o no se casaría. Entonces tuvieron unas palabras. Luego las cosas se complicaron por cuestiones de política. Éste no es partidario del rey o el emperador o lo que quiera que sea, y el asunto salió a la luz, y él tuvo que abandonar el país. No puede volver hasta dentro de dos años, cuando termine la condena, o lo meterán en la cárcel y, además, se lo harán pagar con creces.
El señor Gray se incorporó en la cama, visiblemente exaltado.
—Mujer, que me quede muerto aquí mismo si no es verdad que me he dicho cuarenta veces: «Este fulano es rey o algo por el estilo». ¡Ya lo creo que sí! Sencillamente lo sabía; algo parecía indicármelo. ¡Pero, diantre, esto viene caído del cielo!