La investigación dio como resultado que Buck Fanshaw, en una crisis de delirio a causa de un pernicioso tifus, había tomado arsénico, se había disparado un tiro en el pecho, rebanado la garganta y luego se había arrojado a la calle desde la ventana del cuarto piso, rompiéndose el cuello. Después de arduas deliberaciones, el jurado, entristecido y apenado, pero sin permitir que el dolor les nublara la mente, dio el veredicto de que la muerte de Fanshaw había sido natural y «por voluntad divina». ¿Qué haría el mundo sin jurados?
Se iniciaron grandes preparativos para el entierro y los funerales. Todos los vehículos de la ciudad fueron requisados, los saloonsguardaron un respetuoso luto, la bandera de la ciudad y la del cuerpo de bomberos fueron izadas a media asta, mientras que sus miembros en pleno, luciendo uniforme de gala y con las bombas cubiertas por negros crespones, debían acompañar a la fúnebre comitiva.
Debo hacer observar que en el país de la plata todos los pueblos de la tierra estaban representados por alguno de sus aventureros, y cada uno de ellos había traído consigo la jerga especial de su país. Por consiguiente, no había idioma en el mundo más rico, enérgico y con más diversos y encontrados modos de expresión que el que se hablaba en Nevada, excepto quizás el de California en los primeros tiempos de la fiebre minera. Hasta los oradores sagrados debían decidirse a emplear jeringonza en sus sermones si querían que sus fieles les entendieran frases como «seguro que sí», «no, apuesto a que no», «los irlandeses quedan excluidos» y otras parecidas estaban siempre en labios de todos, salían a relucir inesperadamente y sin guardar la menor relación con el tema que se debatía en aquel instante.
Una vez concluida la investigación por la muerte de Buck Fanshaw, los hombres de pelo en pecho celebraron una asamblea pública; pues en esta costa del Océano Pacífico no había acontecimiento que no diera lugar a una reunión pública, con objeto de que la voz popular pudiera manifestarse. Se tomaron varios acuerdos relacionados con el entierro y quedaron nombradas varias comisiones, entre ellas una, compuesta por un solo hombre, que recibió el encargo de buscar un cura para la oración fúnebre.
Scotty Briggs, el único componente de esta comisión, fue a visitar al eclesiástico. Este era un amable y delicado mozo del este que acababa de salir del seminario y que desconocía completamente los usos y costumbres de la población minera. Cuando, años más tarde, refería las incidencias de su conversación con Scotty valía la pena escucharlo.
Scotty Briggs era un valentón de carácter resuelto y decidido, cuya indumentaria en las grandes solemnidades, como ahora que actuaba en nombre del Comité, consistía en un casco de bombero y una camisa de franela rojo escarlata; el revólver pendía de un ancho cinturón de cuero; llevaba echada al brazo su chaqueta y los bajos de sus pantalones se escondían dentro de unas altas botas de montar. No es, pues, de extrañar que su aspecto contrastara de un modo extraordinario con el del pálido y desmedrado joven teólogo. Podemos decir, de paso, que Scotty era hombre de ardiente corazón y capaz de todo con tal de ayudar a un amigo. Jamás tomó parte en una pelea si razonablemente podía mantenerse al margen y todas en las que intervenía eran motivadas por asuntos en los que él, personalmente, no tenía nada que ver, y en las que se mezclaba tan sólo para prestar mano fuerte al más débil. Hacía ya años que Buck Fanshaw y Scotty eran amigos inseparables, habiéndose ayudado lealmente en muchas peleas y aventuras. Por ejemplo, se contaba de ellos que en cierta ocasión, al ver a varios mozos forasteros enzarzados en descomunal pelea, se quitaron rápidamente la chaqueta y se lanzaron al combate poniéndose al lado de la parte más débil. Cuando después de una victoria conseguida no sin esfuerzo y desperfectos miraron a su alrededor para ver lo qué había sido de sus protegidos, se encontraron con que éstos se habían retirado bonitamente por el foro llevándose como recuerdo las chaquetas de sus protectores.
Pero volvamos a la visita de Scotty al predicador. El semblante de Scotty reflejaba profunda tristeza, a tono con las circunstancias de su fúnebre encargo. Sin más ceremonia, tomó asiento frente al reverendo, depositó su casco de bombero bajo las narices del párroco, precisamente encima del borrador de un sermón que éste estaba concluyendo de escribir, se secó el sudor de la frente con un enorme pañuelo de roja seda y lanzó un profundo suspiro a guisa de introducción apropiada al triste asunto que se le había encomendado. Se atragantó y los ojos se le humedecieron; sin embargo, se dominó con un poderoso esfuerzo de voluntad y dijo con una voz verdaderamente sepulcraclass="underline"
—¿Es usted el tipo que maneja el terno evangélico?
—¿Que si yo…? Usted perdone… Temo no haberle entendido.
Scotty dejó escapar un doloroso sollozo y otro suspiro aún más profundo que el primero.
—Mire —dijo—. Nos encontramos en un apuro, y los muchachos piensan que puede aliviarnos cargar con usted. Es decir, en el caso de que yo apunte bien y esté hablando con el patrón del taller de aleluyas.
—Yo soy el pastor que tiene a su cuidado el rebaño cuyo redil está en la casa de al lado.
—¿El qué?
—El consejero espiritual de una pequeña comunidad de creyentes cuyo santuario está tocando a mi domicilio.
Scotty se rascó la cabeza, calló unos instantes y murmuró al fin:
—Me ha ganado usted, socio. No puedo ver sus cartas. Hay que correr el cubo.
—¿Cómo?… Dispénseme, pero ¿qué fue lo que dijo?
—Me parece que rumbeamos mal. No fumamos la misma pipa. Pero verá: Uno de nuestros muchachos ha echado el completo, y quisiéramos despedirlo dignamente; por eso he venido aquí, para reclutar alguien que pueda soplarnos la música adecuada.
—Mi querido amigo, cada vez comprendo menos el sentido de sus palabras. Todo lo que dice me resulta enteramente incomprensible. ¿No podría usted expresarse de un modo más sencillo? Al principio creía haber comprendido lo que deseaba, pero ahora he vuelto a caer en la oscuridad. ¿No le parece que la cosa iría mucho más rápida si usted se limitara a concretar los hechos sin dificultar su comprensión con el empleo de imágenes y alegorías?
Hubo otro largo y embarazoso silencio. Después observó Scotty:
—No puedo servir más: paso.
—¿Cómo?
—Me ha matado el juego, socio.
—No comprendo lo que usted quiere decir.
—Ese farol no lo he visto, y tengo que resignarme.
El párroco se reclinó sobre el respaldo de su silla completamente anonadado, y Scotty apoyó la cabeza en la mano con aire meditativo; sin embargo, pronto levantó de nuevo los ojos y dijo con aire desolado pero lleno de confianza:
—Ahora ya sé cómo vendérselo. Lo que necesitamos es un buen fabricante de sermones, ¿comprende?
—¿Un qué?
—Un fabricante de sermones. Un párroco.