—¿Por qué no me lo ha dicho desde el principio? Yo soy el eclesiástico… el párroco.
—¡Bravo, esto sí que es hablar bien! Me ve perdido en el túnel y se descuelga como un hombre. ¡Chóquela!
Tendió su poderosa mano por encima de la mesa y estrujó la débil y delicada del predicador con cordial y efusivo apretón.
—Ahora ya seguimos buen rumbo, socio —prosiguió—. Vamos a empezar otra vez y si desbarro algo no haga caso, porque estamos pasando un gran disgusto; verá, uno de los muchachos se ha ido al pozo.
—¿Se ha ido adónde?
—Al pozo; que ha tirado la esponja, ¿comprende?
—¿Tirado la esponja?
—Si, volcado el cubo .
—Ah, ¿quiere usted decir que se ha marchado al misterioso país del cual ningún caminante ha regresado jamás?
—¿Regresar? No, apuesto que no. El está muerto, socio.
—Sí, sí, ya comprendo.
—¿De verás? Temí que empezara a perder el rumbo otra vez. Bueno, pues él vuelve a estar muerto…
—¿Vuelve a estar muerto? ¿Acaso se había ya muerto antes alguna otra vez?
—¿Muerto antes? ¡No! ¿Cree usted que un hombre tiene tantas vidas como los gatos? Pero seguro que el pobre muchacho está completamente muerto. ¡Ojalá yo no hubiese llegado nunca a vivir este día! Un amigo mejor que Buck Fanshaw no lo hay en el mundo. Le conocía hasta de espaldas, y cuando conozco a un hombre y le aprecio, le doy hasta la cantimplora, ¿me oye? Puede echárselo al pecho que no encontrará un hombre más macho en las minas. Jamás dejó Buck Fanshaw a ningún amigo en la estacada. Pero ahora, todo ha concluido. Han podido más que él.
—¿Quiénes, pues?
—¿Quién ha de ser?… la muerte. Sí, sí, no hay más remedio, debemos renunciar a él. Es un mundo bien perverso éste en que vivimos, ¿no es verdad? Pero, socio, era todo un luchador. Debía haberle visto cuando se disparaba. Era un macho del sombrero a las botas con un cristal en el ojo. Bastaba escupirle en la cara y darle espacio, de acuerdo con su fuerza, y era estupendo ver cómo se cambiaba de piel y entraba de cabeza. Era el peor hijo de cuatrero que jamás respiró. Socio, entraba de lleno. Era en eso peor que los indios.
—¿En qué?
—Al disparar. Al aguantar. Luchando, ¿comprende? Y no tenía miramientos con… nadie. Perdóneme, amigo, por haber estado a punto de soltarle un taco, pero, verá, estoy como un potro cuando lo ensillan por primera vez. Pero hemos de conformarnos; su cuenta está saldada. Bueno, si usted quiere ayudarnos a plantarle…
—¿Debo asistir a las exequias y pronunciar la oración fúnebre?
—Exequias… sí, sí. Ese es nuestro juego. Vamos a hacerlo en grande. El en vida no era avaro, y en su entierro no debe economizarse nada en absoluto. Ataúd con incrustaciones de plata y seis banderas enlutadas sobre la carroza fúnebre; en el pescante, un negro de librea y sombrero de copa… ¿qué le parece todo esto para empezar? Y también nos ocuparemos de usted, socio. Vamos a colocarle bien. Pondremos un coche a su disposición, y si desea algo más, no tiene más que soplarlo y lo tendrá al instante. En la casa mortuoria, le prepararemos un estrado. ¡Y no tenga usted miedo! Sople bien fuerte en su trompeta, aunque no venda una escoba. Pinte a Buck tan macho como pueda, pues todo aquél que le haya conocido le dirá que era el hombre mejor de las minas; no tema exagerar. Allí donde se llevaba a cabo alguna injusticia, acudía en seguida a remediarla. Si la ciudad está tranquila y en paz, a él debe agradecerlo. Yo estaba presente cuando una vez apaleó a cuatro «greasers» en once minutos. Cuando se trataba de restablecer el orden y calmar los ánimos, no esperaba que nadie acudiera para ayudarle, sino que ponía inmediatamente manos a la obra. No quería saber nada de los católicos: su lema era: «Los irlandeses quedan excluidos», pero, sin embargo, defendió igualmente sus drechos en cierta ocasión cuando unos indeseables ordinarios quisieron hacer excavaciones mineras en el cementerio católico, y dejó aquello bien limpio. Yo lo vi con mis propios ojos.
—Su acto fue meritorio, por lo menos su intención, si no el modo cómo se llevó a cabo. ¿Tenía el difunto alguna creencia religiosa? Es decir… ¿sentía que dependía de una potencia superior a la humana y que debía conformarse con sus designios?
Nueva meditación.
—Me ha tumbado de nuevo. ¿No podría repetirme la pregunta más despacio?
—Quiero decir solamente, para expresarme con más claridad, si él estaba en relación con alguna comunidad que se mantuviera apartada de los intereses mundanos, que se dedicase al sacrificio en bien de la moralidad.
—Ha errado; pruebe por otro camino, socio.
—¿Cómo dice?
—Es usted demasiado para mí, ¿sabe? Nada más meter la izquierda me hace comer hierba. En cuanto baraja, saca triunfo; pero yo no estoy de suerte. Empecemos la partida de nuevo.
—¿Qué? ¿Empezar otra vez?
—¡Eso es!
—Bueno, pues… era él un buen hombre y…
—¡Alto!… ya estoy. No haga apuestas hasta que vea mis cartas. ¿Un buen hombre, dice usted? Socio, no hay bastantes palabras para él. Era el mejor hombre de… Si usted le hubiese conocido le habría querido igual que yo. Podía descalabrar a cualquier gandul de su tamaño en toda América. Fue él quien, en las últimas elecciones, apaciguó los disturbios antes de que empezaran, y todos dijeron que nadie más que Buck habría podido hacerlo. Se paseó con una bandera en una mano y una trompeta en la otra. Catorce hombres hubieron de ser retirados de la plaza en menos de tres minutos. Deshizo el tumulto antes de que nadie pudiera empezar la juerga. Mi amigo no suspiraba más que por la paz, y quería paz a toda costa: no toleraba los desórdenes. Socio, su muerte es una gran pérdida para la ciudad. A los muchachos les agradaría mucho si usted le hiciera la justicia de decir todo esto de Buck. Una vez, cuando los «micks» apedrearon las ventanas de la escuela dominical metodista. Buck Fanshaw, por su propia iniciativa, cerró el saloon, tomó un par de «seis tiros» y estuvo protegiendo el edificio. Decía: «Los irlandeses quedan excluidos». Y así fue. ¡Era el más macho de todas las montañas! No habría quien pudiese correr más de prisa, saltar más alto, pegar más fuerte y beber más que él en diecisiete condados. No olvide esto, socio: los muchachos le aplaudirán calurosamente. Después también puede usted decir que él jamás se sacudió a su madre.
—¿Que nunca sacudió a su madre?
—Eso, sí. Cualquiera puede decírselo.
—¿Por qué había de hacerlo? Hubiese sido horrible.
—Eso digo yo también, pero hay quien lo hace.
—¡Oh, no! ¡Nadie que tenga un átomo de honradez!
—Y sin embargo… algunos que no son tan malos como todo esto lo han hecho…
—A mi entender, todo hombre que ose levantar la mano contra su madre…
—Alto ahí, socio. Ha tirado la pelota fuera de la red. Lo que yo quise decir es que él no trató jamás de sacudirse a su madre, dejarla abandonada, ¿sabe usted? Ni mucho menos. Le había regalado una casa para que viviera un campo de cultivo y mucho dinero; siempre se preocupó de ella y se aseguró de que nada le faltara. Y cuando su madre pescó la viruela se quedó a su lado cuidándola sin dejarla día ni noche… ¡Que me condene si no es verdad! Perdone este juramento, pero salió tan de pronto que no lo pude evitar. Me ha tratado como a un caballero, socio, y no soy hombre que le ofenda intencionadamente. Es usted bueno, de verdad. Es usted todo un tipo. Me ha sido muy simpático, socio, y a todo el que opine lo contrario le voy a arrear. Le daré tal paliza, que va a creerse que es un cadáver del año pasado. ¡Venga, chóquela usted!