Aurelia pensó durante el primer momento en romper su compromiso, pero, compadecida de su desventurado novio, optó solamente por retrasar una temporada la fecha de la boda y ponerlo a prueba.
La víspera misma de la ceremonia y extasiado en la contemplación de un globo, Breckinridge se cayó a un pozo, se quebró una pierna malamente y tuvieron que cortársela por encima de la rodilla. Otra vez su Aurelia sintió deseos de romper el compromiso y ahora del todo, pero otra vez triunfó el amor. Hubo un nuevo aplazamiento de la boda y, con él, una nueva oportunidad a Breckinridge para que se rehiciera.
Mas de nuevo sorprendió la desdicha al desgraciado galán. Una desdicha de doble sello patriótico e industrial, ya que el prematuro disparo de un cañón que conmemoraba el 4 de Julio le hizo perder un brazo, y tres meses más tarde una cardadora mecánica le arrancaba el otro. El corazón de Aurelia María quedó casi triturado a causa de estas últimas calamidades. La entristecía hondamente ver cómo iba perdiendo a su amado a pedacitos, y dándose cuenta, como se la daba, de que él no podría resistir indefinidamente tan galopante proceso de reducción, aunque no sabía cómo detener su espantable carrera. En su acongojante desesperación, la chica, como los corredores de Bolsa que por esperar pierden, casi llegó a arrepentirse de no haberse adueñado de su Breckinridge al principio, antes de que hubiera sufrido tan alarmantes depreciaciones. Pero, así y todo, su animoso corazón la sostuvo y decidió aguantar un poco más las antinaturales tendencias del ser amado.
Nuevamente se aproximó el día de la boda y nuevamente fue ensombrecido por un vistoso contratiempo: Caruthers cayó con la erisipela y perdió enterito uno de sus ojos. Entonces, los amigos y los parientes de la novia, decidiendo que la muchacha ya había tolerado más de lo que razonablemente se podía esperar de ella, insistieron ahora en que se deshicieran para siempre el compromiso y el noviazgo. Sin embargo, y al cabo de unas breves dudas, Aurelita, con la generosidad que la caracterizaba, declaró que lo había pensado muy bien y que no hallaba muestras de que pudiera culparse a Breckinridge de nada.
De manera que fue aplazada una vez más la fecha de la boda, y que poco después el novio se rompió la otra pierna.
Fue realmente un día muy duro para la pobre muchacha aquel en que presenció cómo los cirujanos se llevaban el saco cuyo uso ya conocía por experiencia previa, y en que se le reveló la triste verdad de que una porción más de su amado acababa de marcharse para siempre. Sintió que el campo de sus amores se iba reduciendo de día en día. Pero, una vez más, se mostró enérgica con sus parientes y renovó su compromiso.
Muy poco antes del nuevo día fijado para el casorio, sucedió otro desastre. Todos recordaremos que, el año pasado, los indios bravos del río Owens no arrancaron la cabellera más que a un hombre; pues bien, ese hombre era Williamson Breckinridge Caruthers, natural de Nueva Jersey. Se dirigía presurosamente a su casa, llevando la felicidad en el pecho, cuando perdió el pelo para siempre: hora de verdadera amargura en la que casi maldijo la equivocada compasión que había respetado su cabeza.
Aurelia María, por fin, se encuentra seriamente perpleja sobre lo que ha de hacer. Ama todavía a su Breckinridge —me escribe— con auténtica ternura femenina; ama lo que aún queda de él. Pero sus padres se oponen rotundamente a la boda porque el fragmento carece de bienes y está incapacitado para el trabajo, y porque ella no cuenta con los suficientes medios como para sostenerse ambos con decoro.
«¿Y ahora qué hago?», me pregunta con afligida ansia.
Sé que se trata de un asunto delicado, de un asunto que decide para toda su vida la felicidad de una mujer y la de casi las dos terceras partes de un hombre. Me doy cuenta, pues, de que hacer algo más que una simple sugerencia sobre el asunto, significaría tomar demasiada responsabilidad en el caso.
¿Y si se proveyese al hombre de cuanto le falta? Si Aurelia puede pagárselos, que proporcione a su mutilado amante brazos de madera, piernas de madera, un ojo de cristal y una buena peluca, y que lo ponga a prueba nuevamente, ¿no?
«Dele usted otros noventa días, ni uno más, y si no se desnuca en ese plazo, cásese con él y corra ese riesgo. No me parece, Aurelia, que de todos modos sea demasiado riesgo, ya que si él se obstina en su curiosa propensión a averiarse cada vez que encuentra manera de hacerlo, su próximo experimento deberá estar destinado a acabar con él del todo, y entonces, casada o soltera, quedará usted libre. Si al ocurrir eso ya estuviera usted casada, las piernas y brazos de madera y otros artículos análogos que de valor posea, han de pasar a la viuda, así que, como puede comprobar, no se expone a perder más que la querida fracción de un noble pero desdichadísimo esposo, que luchó honradamente por portarse como está mandado pero cuyos extraordinarios instintos estaban en su contra. Inténtelo, Aurelia María. He pensado mucho y detenidamente sobre el asunto y creo que es lo único que puede usted hacer. Verdaderamente, hubiera sido una feliz idea, por parte de Breckinridge Caruthers, empezar por el cuello y haberse desnucado de entrada. Pero, ya que le ha parecido más adecuado escoger una política distinta y prolongarse durante el mayor tiempo posible, no creo que debamos reprochárselo, si eso le divierte. Hagamos lo que podamos, dadas las circunstancias, y procuremos no impacientarnos con él.»
Cartas de la Tierra
Letters from the Earth
El Creador estaba sentado sobre el trono, pensando. Detrás de Él, se extendía el continente ilimitable, del cielo, impregnado de un resplandor de luz y colores; ante Él se elevaba la noche del Espacio, como un muro. Su poderoso volumen se erguía, tosco y semejante a una montaña, en el cenit, y Su cabeza divina refulgía allí como un sol distante. A Sus pies habla tres figuras Colosales, disminuidas casi hasta desaparecer, por el contraste - los arcángeles -, con la cabeza al nivel de Sus tobillos.
Cuando el Creador hubo terminado de pensar, dijo: "He pensado. ¡Contemplad!"
Levantó la mano, y de ella brotó un chorro de fuego, un millón de soles estupendos, que rasgaron las tinieblas y se elevaron más y más y más lejos, disminuyendo en magnitud e intensidad al traspasar las remotas fronteras del Espacio, hasta que al fin no fueron sino como puntos de diamantes que despedían luces bajo el vasto techo cóncavo del universo.
Al cabo de una hora fue despedido el Gran Consejo.
Los miembros se retiraron de la Presencia impresionados y cavilosos, y se dirigieron a un lugar privado donde pudieran hablar con libertad. Ninguno de los tres parecía querer comenzar, aunque todos querían que alguien lo hiciera. Cada uno ardía en deseos de discutir el gran acontecimiento, pero prefería no comprometerse hasta saber Cómo lo consideraban los otros. Así que hubo una conversación vaga y llena de pausas sobre asuntos sin importancia, que se arrastró tediosamente, sin llegar a ninguna parte, hasta que por fin el arcángel Satanás se armó de valor - del que tenía una buena provisión- y abrió el fuego. Dijo "Todos sabemos de qué tenemos que hablar aquí, caballeros, y ya podemos dejar los fingimientos, y comenzar. Si esta es la opinión del Consejo…"