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¿Se puede esperar que este mismo Dios sin conciencia, este desposeído moral se convierta en maestro de moral, de dulzura, de mansedumbre, de justicia, de pureza? Parece imposible, extravagante; pero escúchenlo. Estas son sus propias palabras:

"Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación.

"Bienaventurados los mansos, por que ellos recibirán la tierra por heredad.

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.

"Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios.

"Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de hijos.

"Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

"Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo."

Los labios que pronunciaron esos inmensos sarcasmos, esas hipocresías gigantescas son exactamente los mismos hombres, infantes y animales madianitas ; la destrucción masiva de casas y ciudades, el destierro masivo de las vírgenes a una esclavitud inmunda e indescriptible. Esta es la misma Persona que atrajo sobre los madianitas las diabólicas crueldades que fueron repetidas por los pieles rojas, detalle por detalle, en Minnesota, dieciocho siglos más tarde. El episodio madianita lo llenó de alegría, lo mismo que el de Minnesota, o lo hubiera evitado.

Las bienaventuranzas y los capítulos de Números y Deuteronomio citados deberían siempre ser leídos juntos desde el púlpito; entonces la congregación tendría un retrato completo del Padre Celestial. Sin embargo no he conocido un solo caso de un sacerdote que hiciera esto.

La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras

The Frog Jumping of the County of Calaveras

Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón Wheeler.

Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.

Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era esa la intención de mi amigo, lo logró.

Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de ingenua sencillez.

Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley, joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo de El Angel.

Agregué que si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.

Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia monótona.

Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una vez mostró el más ligero entusiasmo.

Pero su interminable recitado estaba recorrido por un caudal de impresionante y seria sinceridad. No me quedó la menor duda de que él no veía nada de ridículo o de divertido en esta historia. La consideraba, en realidad, como un acontecimiento importante, y juzgaba con admiración a sus dos protagonistas, como hombres inteligentes que demostraban su ingenio.

Le dejé, pues, hablar, sin interrumpirlo ni una sola vez.

El reverendo Leónidas W. Smiley. ¡Hum! El reverendo. Me acuerdo perfectamente. Había antes en este lugar un pícaro llamado Jim Smiley.

Era el invierno de 1849 o quizás en la primavera de 1850. No recuerdo con exactitud, pero lo que me hace pensar que era aproximadamente esa época, es que la gran barrera del río no estaba terminada cuando él llegó al campo.

Siempre diré que jamás se ha visto hombre más particular. Hacía apuestas sobre cualquier cosa, por cualquier cosa, siempre que encontrase con quién. Todo lo que pudiera servir de motivo de apuesta para el otro, también le servía a él. Sólo necesitaba encontrar su hombre. En ese caso, estaba satisfecho.

Si no le aceptaban su apuesta, él la intercambiaba con el adversario. Por otra parte, tenía una suerte extraordinaria y generalmente ganaba. Siempre estaba listo y dispuesto a apostar. No se podía mencionar la cosa más pequeña sin que aquel pícaro propusiera una apuesta en favor o en contra. Le daba lo mismo, como ya le dije.

Los días de carreras de caballos se lo encontraba a la salida, colorado de alegría o despojado de hasta el último centavo. Si había una pelea de perros, él apostaba; si había una pelea de gatos, apostaba; si había una riña de gallos, apostaba.

Si veía dos pájaros posados sobre una rama, apostaba a cuál volaría primero, y si había una reunión en el campo, ahí precisamente se encontraba él, apostando a que el pastor Walker era el mejor predicador del país. Y lo era en efecto, además de ser una gran persona.

Si Smiley hubiera visto una chinche con la pata alzada para ir no importa adónde, hubiera sido capaz de apostar sobre el tiempo que le tomaría el viaje, y si uno se prendía en la apuesta, habría seguido a la chinche hasta Méjico, sin inquietarse por la distancia o por el tiempo que tardaría en llegar.

Aquí hay un montón de personas que han conocido a ese Smiley y que podrían

contarle cosas sobre él. El hubiera apostado sobre cualquier cosa, sin tener preferencias de ninguna clase. Era un tipo audaz.

En cierta época, la mujer del pastor Walker estaba muy enferma. Su enfermedad duró mucho tiempo. Creían que ya no tenía salvación. Una mañana, el pastor entró y Smiley le pidió noticias. El pastor le respondió que ella estaba mejor, gracias a la infinita misericordia del Señor, y que con la bendición de la Providencia iba tan bien que seguramente mejoraría rápidamente. Smiley, sin pensar en lo que decía, hizo su apuesta: "A que está muerta, a las dos y media" —dijo.

Ese Smiley tenía una mula a la que los muchachos llamaban "la yegua del cuarto de hora". Eso no era más que una broma, porque, seguramente ella tardaba menos que un cuarto de hora en hacer su camino, y por lo común, él ganaba dinero con esta bestia aunque fuese tan lenta y aunque siempre tuviese ataques de asma, fatiga y otras cosas parecidas.