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El individuo tomó el dinero y se fue. Pero cuando llegó al umbral de la puerta, hizo chasquear su pulgar, por encima del hombro, de esta manera, con aspecto insolente, y dijo con soberbia: "No veo en esta rana nada mejor que en otra rana cualquiera".

Smiley quedó un buen rato, rascándose la cabeza, con los ojos clavados en Daniel. Al fin, se dijo: "No comprendo por qué esta

rana no quiso saltar. ¿No le pasará algo? Se la ve más hinchada que nunca".

Tomó a Daniel por la piel del cuello, y la levantó, exclamando: "¡Que me lleve el diablo si no pesa cinco libras!"

Puso la rana cabeza abajo, y Daniel escupió un puñado doble de plomo. Entonces, Smiley comprendió todo. Se volvió loco de rabia, y dejando a la rana, corrió tras el individuo, pero no pudo alcanzarlo. Y…

En este momento, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio y salió para ver quién era. Al salir, giró hacia mí y me dijo: "Quédese ahí, forastero, y no se preocupe, que no tardo ni un segundo".

Pero yo pensaba, y supongo que estarán de acuerdo conmigo, que la historia del ingenioso vagabundo Jim Smiley seguramente no me daría muchos datos respecto del reverendo Leónidas W. Smiley. Así que me fui.

En la puerta encontré al amable Wheeler que volvía. Me tomó por un botón del saco, y comenzó una nueva historia:

—Sí, ese Smiley tenía una vaca amarilla, que era tuerta, y que no tenía cola, o casi no la tenía, nada más que un pequeño rabo del largo de una banana, y…

Pero yo no tenía ni tiempo ni ganas para oír la continuación de la historia de la simpática vaca, y me despedí.

Los M cWilliams y el timbre de alarma

The M cWilliams and the Burglar Alarm

La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

—No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche olemos a humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de latón que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.

Confesó que era forastero y que no podíamos esperar que conociese las normas de la casa, añadiendo que había estado en muchas por lo menos tan buenas como aquella y que nunca hasta entonces se le había hecho la menor objeción en ese sentido. En toda una larga experiencia, puntualizó, en ningún sitio se pensó jamás que tales normas obligasen a los ladrones.

Yo repuse:

—Pues nada, siga fumando, si esa es la costumbre; creo, no obstante, que conceder a un ladrón el privilegio que se niega a un obispo constituye una clara demostración de la relajación de los tiempos en que vivimos. Pero dejando eso a un lado, ¿con qué derecho entra usted en esta casa, furtiva y clandestinamente, sin hacer sonar la alarma contra los ladrones?

Pareció confuso y avergonzado, y con visible embarazo declaró:

—Le pido mil perdones. No sabía que tuviesen ustedes una alarma contra ladrones, pues de haberlo sabido la habría hecho sonar. Le suplico que no lo comente donde puedan oírlo mis padres, porque están viejos y delicados, y tan imperdonable infracción de los convencionalismos consagrados por nuestra civilización cristiana podría cortar con demasiada brusquedad el frágil puente que pende en las tinieblas entre el presente pálido y evanescente y las grandes profundidades solemnes de la eternidad. ¿Le importaría darme una cerilla?

—Sus sentimientos le honran —contesté—, pero si me permite decirlo, la metáfora no es su fuerte. Déjese de la pierna: estas cerillas sólo se encienden con la caja, y aun así no siempre, si puede darse crédito a mi experiencia. Pero volviendo al asunto: ¿cómo ha entrado usted aquí?

—Por una ventana del segundo piso.

Así había sido, en efecto. Procedí a rescatar los cacharros según las tarifas de las casas de compra-venta, descontando los gastos de publicidad, di las buenas noches al ladrón, cerré la ventana tras él y fui a presentar mi informe ante el cuartel general. A la mañana siguiente mandamos aviso al de las alarmas contra ladrones, vino y nos explicó que la razón de que la alarma no se hubiera disparado era que sólo la primera planta de la casa estaba conectada a la misma. Era lo que se dice una idiotez: en una batalla, tanto da no llevar armadura en absoluto como llevarla sólo para las piernas. Así pues, el técnico conectó a la alarma todo el segundo piso, nos sacó trescientos dólares más y se fue con viento fresco. Al cabo de cierto tiempo sorprendí una noche a un ladrón en el tercer piso cuando se disponía a bajar por una escala de mano con un lote de efectos variados. Mi primer impulso fue el de partirle la cabeza con un taco de billar; pero el segundo fue el de abstenerme de tal designio, ya que el hombre se encontraba entre la taquera y yo. El segundo impulso era sin duda alguna el más sensato, de modo que me contuve y procedí a la consabida transacción. Recuperé los efectos a la misma tarifa que la vez anterior, descontando el diez por ciento en concepto de uso de la escalera de mano, que era mía, y al día siguiente mandé llamar otra vez al experto, el cual conectó a la alarma el tercer piso a cambio de otros trescientos dólares.

Para entonces el «avisador» alcanzaba ya dimensiones impresionantes. Tenía cuarenta y siete rótulos con los nombres de las diversas dependencias y chimeneas, y ocupaba el espacio de un armario ropero corriente. El timbre era del tamaño de una palangana y había sido instalado sobre la cabecera de nuestro lecho. Un alambre iba desde la casa al alojamiento del cochero en la caballeriza, y junto a su almohada tenía otro timbre de padre y muy señor mío.