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Era para que nos hubiésemos encontrado ya a nuestras anchas, y sin embargo, había un pero. Todas las mañanas, a las cinco, la cocinera abría la puerta de la cocina en cumplimiento de sus obligaciones, ¡y para qué contar la que se armaba! La primera vez que sucedió tal cosa pensé que había llegado el juicio final. No lo pensé dentro de la cama, sino fuera, y es que el primer efecto de ese timbre apocalíptico es el de proyectarle a uno a través de la casa y estamparlo contra la pared, y dejarlo allí enroscado y retorciéndose como una araña cuando cae en la tapa de la estufa, hasta que llega alguien y cierra la puerta de la cocina. Con toda sinceridad, no hay estruendo que pueda compararse ni remotamente a la horrísona estridencia de ese timbre. Pues bien, semejante catástrofe acontecía regularmente todas las mañanas a las cinco en punto, haciéndonos perder tres horas de sueño; porque le voy a decir a usted, si ese artilugio le despierta a uno no se limita a despabilarlo a medias; lo despabila del todo, en cuerpo y alma, y ya está listo para dieciocho horas de vigilia integraclass="underline" dieciocho horas en el más inconcebible desvelo que haya experimentado en su vida. Cierto visitante se nos murió una vez en casa, y lo pusimos para velarlo aquella noche en nuestro dormitorio. ¿Cree usted que el difunto esperó al juicio final? No, señor; se incorporó a las cinco de la mañana siguiente del modo más simple y automático. Yo sabía de antemano lo que iba a pasar; lo sabía a ciencia cierta. Cobró su seguro de vida y siguió viviendo tan campante, ya que había sobradas pruebas del absoluto rigor científico de su fallecimiento.

Así las cosas, íbamos languideciendo poco a poco camino del reino que nos está destinado, debido a nuestra diaria merma de horas de sueño; hasta que al fin llamamos otra vez al técnico, que conectó un alambre en el lado exterior de la puerta e instaló un interruptor; sólo que Thomas, el mayordomo, solía incurrir en un pequeño error: desconectaba la alarma por la noche al irse a acostar y volvía a conectarla por la mañana al rayar el día, a tiempo precisamente para que la cocinera abriese la puerta de la cocina y diese lugar a que el timbre nos proyectara a través de la casa, rompiendo a veces tal cual ventana con alguno de nosotros. Al cabo de una semana llegamos a la conclusión de que aquel lío del interruptor era un embeleco y una trampa. Descubrimos también que una banda de ladrones llevaba alojada en la casa no sé cuánto tiempo, no precisamente para robar, pues a la sazón no quedaba ya gran cosa que llevarse, sino para esconderse de la policía, porque andaban muy acosados, y sagazmente consideraron que los inspectores jamás imaginarían que una cuadrilla de ladrones habíase acogido al santuario de una casa notoriamente protegida por el dispositivo de alarma contra los ladrones más impresionante y complicado de todo el continente americano.

Avisamos una vez más al técnico, que en esta ocasión nos sorprendió con una idea deslumbrante: arregló el aparato de suerte que al abrirse la puerta de la cocina quedase cortada la alarma. Era una idea de alto copete, y nos la hizo pagar en consonancia. Pero ya habrá previsto usted el resultado. Yo conectaba la alarma todas las noches a la hora de acostarnos, perdida la confianza en la frágil memoria de Thomas; y en cuanto se apagaban las luces entraban los ladrones por la puerta de la cocina, desconectando de este modo la alarma sin necesidad de esperar a que la cocinera lo hiciese por la mañana. Comprenderá usted lo delicado de nuestra situación. En muchos meses no pudimos tener huéspedes. No había en la casa ni una sola cama libre, ya que todas estaban ocupadas por los ladrones.

Al fin hallé por mi cuenta una solución. El experto, acudiendo a nuestra llamada, tendió otro alambre subterráneo hasta la caballeriza, e instaló allí un interruptor, de forma que el cochero pudiera conectar y desconectar la alarma. La cosa dio resultado al principio, y siguió una era de paz durante la cual nos fue posible volver a invitar a nuestros amigos y gozar de la vida.

Pero al poco tiempo el recalcitrante dispositivo de alarma nos salió con una veleidad inédita. Cierta noche de invierno nos vimos arrojados de la cama por la música subitánea del pavoroso timbrecito, y cuando corrimos a trompicones hasta el tablero indicador, encendimos la luz de gas y vimos la indicación «Cuarto de los niños», la señora McWilliams cayó como muerta, y a mí estuvo en un tris de pasarme lo mismo. Eché mano a mi escopeta y aguardé al cochero mientras proseguía el horrible estruendo. Supuse que su timbre lo habría lanzado también a él de la cama y que saldría con su escopeta nada más vestirse. Cuando estimé que había transcurrido un tiempo suficiente entré sigiloso en el cuarto contiguo al de los niños, miré por la ventana y vi abajo en el patio la sombra borrosa del cochero, el arma al brazo y al acecho de una oportunidad. Pasé entonces al cuarto de los niños, disparé, y en el mismo instante lo hizo también el cochero apuntando al fogonazo de mi escopeta. Los dos acertamos; yo lisié a una niñera, y él me arrancó todo el pelo del cogote. Encendimos la luz y telefoneamos a un cirujano. No había ni rastro de ladrones ni ventana alguna levantada. Faltaba

un cristal, pero era aquel por donde había pasado el tiro del cochero.

He aquí un insólito misterio: una alarma contra ladrones «disparándose» a medianoche por su propia cuenta ¡sin que hubiese un solo ladrón en las inmediaciones!

El técnico acudió a nuestra llamada de costumbre y explicó que se trataba de una «falsa alarma». Dijo que era muy fácil de arreglar. De modo que repasó la ventana del cuarto de los niños, nos exigió por ello una cifra remunerativa, y se marchó.

Lo que sufrimos a causa de las falsas alarmas durante los tres años siguientes no hay pluma estilográfica capaz de describirlo. En los tres meses que siguieron no sé cuántas veces tuve que salir corriendo con mi escopeta a la habitación indicada, y el cochero acudía presuroso con su artillería para ayudarme. Pero nunca tuvimos oportunidad de disparar contra nada; todas las ventanas estaban perfectamente cerradas. Al día siguiente mandábamos llamar al técnico, quien arreglaba las ventanas culpables de la falsa alarma para que nos dejaran tranquilos una semana o así y jamás olvidaba mandarnos una factura que rezaba más o menos:

Alambre $2,15

Tubo de unión 0,75

Dos horas de trabajo 1,50

Cera 0,47

Cinta aislante 0,34

Tornillos 0,15

Carga de batería 0,98

Tres horas de trabajo 2,25

Cuerda 0,02

Grasa 0,66

Crema Pond's 1,25

Muelles a 0,50 2,00

Desplazamientos en ferrocarril 7,25

$19,77

A la larga ocurrió lo que tenía que ocurrir —después de haber respondido a tres o cuatrocientas falsas alarmas—, a saber: dejamos de hacerles caso. Sí, yo me limitaba a levantarme tranquilamente, una vez que el timbre me había lanzado de un lado a otro de la casa, inspeccionaba tranquilamente el avisador, tomaba nota de la habitación indicada y luego desconectaba tranquilamente del sistema esa habitación. A continuación volvía ala cama como si nada hubiera ocurrido. Y no era esto todo; dejaba desconectada la habitación permanentemente y no llamaba al técnico. Pues bien, huelga decir que pasado algún tiempo todas las habitaciones quedaron desconectadas y el sistema dejó de funcionar.