Fue en esta época de indefensión cuando ocurrió la peor calamidad de todas. ¡Los ladrones entraron una noche y se llevaron la alarma! Sí señor, hasta la última tuerca. La arrancaron con clavos y todo; arramblaron con muelles, campanas, gongs, batería… Se llevaron 250 kilómetros de alambre de cobre; la dejaron completamente limpia, y ni siquiera quedó un solo tornillo al que pudiéramos maldecir para desahogarnos.
Nos costó Dios y ayuda recuperarla, pero al fin lo conseguimos, a base de dinero. La compañía de timbres de alarma nos dijo que lo que ahora debíamos hacer era instalarla bien, con sus nuevos muelles patentados en las ventanas para evitar falsas alarmas y su nuevo reloj patentado para desconectarla y conectarla por la mañana y por la noche sin ayuda humana. Parecía una buena idea. Prometieron que todo quedaría instalado en diez días. Pusieron manos a la obra, y nosotros nos marchamos de veraneo. Trabajaron un par de días, y luego también ellos se fueron de veraneo. A continuación los ladrones se instalaron en casa para pasar allí sus propias vacaciones.
Cuando regresamos en el otoño, la casa estaba tan vacía como un barril de cerveza en una habitación donde hayan estado trabajando los pintores. Volvimos a amueblarla, y luego mandamos llamar urgentemente al técnico. Este terminó la instalación y dijo:
—Este reloj está preparado para conectar la alarma todas las noches a las diez y para desconectarla todas las mañanas a las seis menos cuarto. Todo lo que tienen que hacer es darle cuerda una vez a la semana y olvidarse de que existe. El sólito se encargará de la alarma.
Después de aquello disfrutamos de tres meses de absoluta tranquilidad. La cuenta fue de echarse las manos a la cabeza, como es natural, y yo había dicho que no la pagaría hasta quedar convencido de que la nueva maquinaria no tenía el menor fallo. El plazo estipulado era de tres meses.
Así pues, pagué la factura, y al día siguiente, ni más ni menos, la alarma empezó a zumbar a las diez de la mañana como diez mil enjambres de abejas. Giré las agujas doce horas, de acuerdo con las instrucciones, y esto desconectó la alarma; pero hubo un segundo sobresalto por la noche, de modo que tuve que adelantar el reloj otras doce horas para que la alarma quedara conectada de nuevo.
Este desatino se prolongó una o dos semanas, hasta que vino el técnico e instaló un nuevo reloj. En los tres años siguientes volvió cada tres meses para instalar un nuevo reloj. Pero ninguno de ellos dio resultado. Todos tenían el mismo diabólico defecto: conectaban la alarma durante el día, y nola conectaban durante la noche; y si la conectaba uno mismo, ellos se encargaban de desconectarla en el momento en que volvía uno la espalda.
Bueno, esta es la historia de la alarma contra ladrones, todo tal y como ocurrió, sin suprimir un solo detalle ni añadirlo con intenciones maliciosas. Sí señor. Y después de dormir nueve años con ladrones, después de tener todo ese tiempo una dispendiosa alarma —para su protección, no para la mía—, y todo ello a mis expensas, pues no había manera de hacer aportar a los cacos un mísero centavo, dije sencillamente a la señora McWilliams que estaba hasta la coronilla de aquel asunto; así pues, con pleno consentimiento de ella, hice desmontar todo aquel aparato y lo cambié por un perro, al que luego pegué un tiro. No sé lo que opinará usted acerca de la cuestión, señor Twain; pero yo opino que esos chismes se fabrican únicamente para beneficio de los cacos. Sí señor, una alarma contra los ladrones combina en su ser todo lo que de reprobable tienen un incendio, un motín y un harén, y al mismo tiempo carece de ninguna de las ventajas compensatorias, de la índole que fuere, que normalmente acompañan a semejante combinación. Adiós: yo me apeo aquí.
Disco de muerte [6]
Death Disk
I
El texto para esta historia es un incidente conmovedor mencionado por CARLYLE en Cartas de y Discursos de Oliver Cromwell.
M. T.
Eran los tiempos de Oliver Cromwell. El coronel Mayfair, a sus treinta años, era el oficial más jóven entre las filas del ejército de la Mancomunidad Británica [7]. Pese a su juventud, ya era un soldado veterano, y curtido en la lucha, pues desde la temprana edad de los diecisiete llevaba enrolado en el ejército; tras batirse en un sinfín de batallas, se había ganado los galones así como la admiración de hombres por el valor demostrado en el campo de batalla. Pero ahora se enfrentaba ante un grave problema; una sombra se cernía sobre su fortuna.
La triste noche de invierno había cerrado. El coronel y su joven esposa habían agotado en una larga conversación el tema de sus preocupaciones y esperaban los acontecimientos. Sabían que esta espera no sería larga; lo sabían demasiado… y este pensamiento hacía temblar a la pobre mujer.
Tenían una criatura de siete años, Abigail. Dentro de breves instantes iba a aparecer para darles las buenas noches y ofrecer su frente cándida al beso de despedida. El coronel dijo a su mujer:
—Enjuga tus lágrimas, querida, y en atención a ella tratemos de parecer felices. Olvidemos por un momento la desgracia que va a herirnos.
—Tienes razón. Aceptemos nuestro destino; soportémoslo con valor y resignación.
—Chist. Ahí está Abby.
Una preciosa niñita de ensortijados cabellos, vestida con un largo camisón se deslizó por la puerta y corrió hacia el coronel; se apelotonó contra su pecho, y lo besó una vez, dos veces, tres veces.
—Pero ¡papá!… no debes besarme así. Me enredas todo el pelo.
—¡Oh! ¡Lo siento mucho, mucho! ¿Me perdonas querida?
—Naturalmente papá. ¿Pero te pesa verdaderamente lo que has hecho? ¿Pero te pesa de veras, no en broma?
—Eso lo puedes ver tú misma Abby.
Y se cubrió el rostro con las manos, fingiendo estar llorando. La niña llena de remordimientos al ver que era causante de un pesar tan profundo, rompió a llorar y quiso apartar las manos de su padre, diciendo:
—¡Oh, papá! ¡No llores, no llores así! Yo no he querido hacerte sufrir! no volveré a hacerlo!
Y al separar las manos de su padre, descubrió inmediatamente sus ojos risueños y exclamó:
—¡Oh, papá malo! No llorabas; te estabas burlando de mí. Ahora me voy con mamá.
Y hacía esfuerzos para bajarse de las rodillas del padre; pero éste la estrechaba entre sus brazos.
—No querida; quédate conmigo. He sido malo, lo reconozco y no lo haré nunca más. Tus lágrimas están secas ahora, y ni uno solo de tus rizos, está deshecho; sólo falta que me digas qué es lo que quiere.
Un instante después la alegría había reaparecido y brillaba en el rostro de la niña. Acariciando las mejillas de su padre, Abby eligió el castigo.
—¡Un cuento! ¡Un cuento!
—¡Chist!