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—¡Chist!

Los padres callaron por un momento, y, reteniendo la respiración, aplicaron el oído.

Se oía un rumor vago de pasos entre dos ráfagas del vendaval. Las pisadas aproximándose cada vez más a la casa, pasaron por delante de ésta, y se alejaron. El coronel y su esposa exhalaron un suspiro de alivio y el padre dijo a la niña:

—¿Un cuento es lo que quieres? ¿Alegre o triste?

—Papá —dijo Abby—, no hay que contarme siempre cuentos alegres. La niñera me ha dicho que no todo son rosas en la vida; que hay también en ella momentos tristes, muy tristes. ¿Es cierto eso?

La madre suspiró y esa reflexión de su hija no hizo sino reavivar su pena. El padre respondió con dulzura:

—Es cierto, hija mía. Pesares nunca faltan; eso es un fastidio pero es así.

—¡Oh, papá! Entonces, cuéntame un cuento terrible, uno que nos haga temblar y creer que nos está sucediendo a nosotros mismos.

—Bueno. Había una vez tres coroneles…

—¡Oh, qué bueno! Yo sé muy bien lo que es un coronel, porque, tú eres un coronel, papá.

—. ..y, en una batalla habían cometido un acto grave de indisciplina. Se les había mandado que simulasen el ataque de una fuerte posición del enemigo, pero con la orden terminante de que no se comprometiesen. Ese ataque no tenía más objeto que distraer al enemigo, atraerlo hacia otro sitio y facilitar así la retirada de las tropas de la República. Pero, llevados por su entusiasmo, los tres coroneles se excedieron en su misión, porque cambiaron ese simulacro de ataque en un verdadero asalto; conquistaron la plaza y ganaron el honor de la jornada y la batalla. El General en Jefe, furioso por esta desobediencia, los felicitó por la hazaña y los mandó después a Londres para que los juzgasen.

—¿Es el Gran General Cromwell, papá?

—Sí.

—¡Oh, papá! Yo lo he visto; y, cuando pasa por delante de casa, tan grande sobre su caballo tan hermoso a la cabeza de sus soldados, es tan… tan… no sé cómo decir que es.

—Los coroneles prisioneros llegaron a Londres; se les dejó en libertad bajo palabra de honor y se les permitió que fuesen a ver a sus familias por última…

—¿Quién anda ahí afuera?

Los padres aplicaron el oído… Otra vez los pasos, que, como un momento antes, sonaron delante de la casa y se alejaron. La madre apoyó su cabeza en el hombro de su marido para disimular su palidez.

—Llegaron esta mañana.

La niña abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Entonces papá, es un cuento cierto?

—Sí, hija mía.

—¡Oh, qué suerte! Así es mucho más interesante. Sigue, papá. ¡Cómo mamá! ¿Estás llorando?

—No es nada, hija mía…

—Pero no llores mamá. Ya verás que todo acabará bien; todos los cuentos acaban siempre bien.

—Al principio los llevaron a la Torre, antes de permitirles que fueran a sus casas. En la Torre, el Consejo de Guerra estuvo juzgándolos durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados.

—¿Los conoces tú papá?

—Sí, hija mía.

—¡Oh! ¡Cómo querría conocerlos yo también! A mí me gustan los coroneles. ¿Crees tú que me permitirían que los besara?

La voz del coronel temblaba un poco cuando respondió:

—Uno de ellos te lo permitiría, con seguridad, querida mía. Vaya, bésame a mí por él.

—Ahí está, papá… y estos otros dos besos son para los otros dos coroneles. Sigue, papá…

—Todo el mundo estaba muy triste, todos sentían mucha pena en ese consejo de guerra; de modo que fueron a buscar al General en Jefe, aseguraron que habían cumplido con su "deber", y le pidieron gracia para dos de los coroneles, para que sólo uno de ellos fuese fusilado. Pero el General en Jefe acogió muy mal esta proposición:

—"Si ustedes han cumplido su deber —les dijo—; si han obrado de acuerdo con su conciencia, ¿por qué tratan ahora de influir en mi decisión, en menoscabo de mi honor de General?"

Entonces ellos le respondieron que lo que le proponían lo harían ellos mismos si estuvieran en su lugar y tuvieran, como él, en sus manos, la noble prerrogativa de la clemencia. Este argumento lo impresionó; se contuvo y meditó un momento. Su rostro parecía entonces menos sombrío. Después les pidió que esperasen y se retiró a su casa. Volvió luego, diciendo: "Que echen suertes para decidir la cuestión; dos de ellos serán indultados".

—¿Y echaron suertes, papá?

—No; no echaron suertes. Se negaron a hacerlo, porque consideraron que el que perdiese se habría condenado a sí mismo a muerte voluntariamente, y eso sería un suicidio, fuese como fuese. Al comunicar esta respuesta, agregaron que estaban preparados, que se podía dar cumplimiento a la sentencia.

—¿Y eso qué quiere decir, papá?

—Que… los tres iban a ser fusilados… ¡Silencio! ¿Qué es lo que oigo?… ¿Será?… No… son pasos.

—Abran… En nombre del General en Jefe.

—¡Oh! ¡Qué bueno, papá! ¡Son soldados! ¡Me gustan tanto los soldados! Déjame que vaya a abrirles la puerta yo misma.

La niña bajó rápidamente, corrió a la puerta y la abrió, diciendo alborozada:

—¡Entren, entren! Aquí están, papá. Los conozco bien a los granaderos.

Los hombres entraron, se alinearon presentando las armas, y el oficial que los mandaba saludó. El coronel correspondió al saludo, con la cabeza alta. Su esposa, al lado de él, pálida y con las facciones trastornadas, se esforzaba por dominar su dolor, que ninguna señal exterior dejaba adivinar. La niña contemplaba la escena con grandes ojos sorprendidos…

Un prolongado y silencioso abrazo del padre, de la madre, de la hija… Eso fue todo. Después se oyó la orden:

—¡A la Torre! ¡Media vuelta, marchen!

Entonces el coronel, rodeado por los granaderos, salió de la casa con paso firme y nervioso. La puerta se cerró tras él.

—¡Oh, mamá! ¡Qué bien ha concluido el cuento! Bien te lo había dicho yo; y ahora se van a la Torre, y papá verá a los coroneles, y…

—¡Ah! ¡Ven a mis brazos, pobre inocente criatura!…

II

Al día siguiente, la madre, quebrantada por la emoción, no pudo levantarse; los médicos y enfermeras que rodeaban su lecho, cuchicheaban de tiempo en tiempo, bajando la voz todo lo posible. Se prohibió a Abby el acceso a la habitación, explicándosele que su madre estaba enferma; la mandaron a la puerta de la calle para que se entretuviese. Arropada en sus abrigos de invierno, la niña salió y estuvo un rato jugando en la acera; pero, enseguida, al pensar en su madre, se dijo que no estaría bien hecho dejar que su padre ignorase lo que estaba pasando en la casa. Había que ir a la Torre y darle noticias de lo que ocurría. ¿Por qué no iría ella misma?