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Una hora más tarde, el Consejo de Guerra volvía a reunirse en presencia del General en Jefe. Este estaba tieso y hosco, con las manos crispadas sobre la mesa; e hizo ademán de que se podía hablar. El relator dijo entonces:

—Les hemos rogado empeñosamente que reflexionen; hemos insistido en esto a todo trance, pero ellos no ceden. No quieren absolutamente echar suertes. Prefieren morir.

La fisonomía del Protector se obscureció, pero sus labios no se movieron. Después de un momento de meditación, habló:

—No morirán los tres. La suerte se encargará de decidir por ellos.

Los presentes sintieron una impresión de alivio al oír estas palabras.

—Háganles entrar: que se coloquen uno al lado del otro con la cara contra la pared y las manos a la espalda. Y avísenme cuando estén listos.

Al quedarse solo, el Protector se sentó, y momentos después dio una orden a uno de los guardias: "Haga entrar aquí a la primera criatura que pase por la calle".

El hombre volvió enseguida, trayendo de la mano a… Abby cuyas ropas estaban ligeramente cubiertas de nieve. La niña se acercó resueltamente al Lord Protector, ese personaje formidable cuyo solo nombre hacía temblar las ciudades y a los grandes de la tierra, y, sin vacilar, se trepó sobre sus rodillas, y le dijo:

—Yo lo conozco a usted, señor; usted es el General en Jefe. Lo he visto cuando pasaba por delante de mi casa. Todo el mundo tiene miedo de usted, pero yo no, porque usted no parecía enfadado cuando me miró. ¿Se acuerda?

Una sonrisa se dibujó sobre las facciones severas del Protector, que trató de salir diestramente del paso respondiendo:

—Sí, querida… Es muy posible… pero…

La niña le interrumpió con un reproche:

—Dígame francamente que se ha olvidado. Sin embargo, yo me acuerdo siempre.

—Bueno, sí. Pero te prometo que no te volveré a olvidar, queridita; te doy mi palabra de honor. Me perdonarás por esta vez ¿no es cierto? Pídeme lo que quieras.

—Sí, le perdono. Pero no sé cómo ha podido olvidar usted todo eso; debe usted tener muy poca memoria; yo también, a veces, no tengo memoria.

En ese momento se oyó un ruido cada vez más cercano, como el paso de una partida de soldados en marcha.

—¡Soldados, soldados! Yo quiero verlos!

—Los verás, hija mía; pero espera un momento, tengo que pedirte una cosa.

Entró un oficial, que saludó y dijo:

—Grandeza, allí están.

Volvió a saludar y se retiró.

El Lord Protector dio entonces a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo. Este último iba a condenar a muerte al coronel que lo recibiera.

—¡Oh! ¡Qué bonito es éste, el ro…! ¿Son para mí?

—No, hija mía; son para otras personas. Alza la punta de esa cortina, y verás detrás una puerta abierta. Entra por ella y encontrarás tres hombres en línea, de cara contra la pared y con las manos a la espalda. Esas manos están abiertas, para recibir estos discos; pon uno de estos discos en cada una de ellas. Después, vuelve aquí.

Abby desapareció detrás de la cortina, y el Protector se quedó solo. Con expresión satisfecha se dijo entonces a sí mismo: "En mi alma y conciencia, esta buena idea acaba de serme inspirada por Ese que no niega nunca su apoyo a los que acuden a El en los casos difíciles".

La niña dejó caer la cortina detrás de ella y se detuvo un momento a contemplar la escena del Tribunaclass="underline" miró atentamente a los soldados y a los prisioneros.

—¡Pero aquí hay uno que es papá! —Exclamó—. Lo conozco aunque esté de espaldas. A él le daré el disco más bonito.

Se adelantó con paso resuelto, puso los discos en las manos abiertas, y después, mirando a su padre por debajo del brazo de éste, le gritó con voz radiante de alegría:

—¡Papá, papá! ¡Mira, pues, lo que te he dado! ¡Yo soy quien te lo ha dado!

El coronel miró el disco fatal, y, cayendo de rodillas, estrechó a su inocente verdugo contra su corazón, loco de dolor y de amor…

Los soldados, los oficiales y los prisioneros ya libres, todos se quedaron paralizados ante la intensidad de esta tragedia; la terrible escena les partía el corazón, y sus ojos se llenaron de lágrimas… Lloraron sin falsa vergüenza. Reinaba un silencio profundo y solemne; el oficial de guardia se levantó visiblemente conmovido, y, tocando el hombro al sentenciado, le dijo con dulzura:

—Mi misión es muy penosa, señor, pero mi deber exige…

—¿Exige qué? —Preguntó la niña.

—Exige que me lo lleve. Lo siento mucho.

—¿Que se lo lleve adónde?

—A… a… a otra parte de la fortaleza.

—¡Oh, no! ¡Eso no puede ser, porque mamá está muy enferma y papá tiene que ir ahora a casa!

Abby se precipitó hacia su padre y le tomó las manos:

—Vamos, papá. Vamos, yo estoy ya preparada.

—Mi pobre hija, no puedo… Tengo que seguirlos…

La niña echó a su alrededor una mirada de sorpresa. Después fue a plantarse delante del oficial, y, asentando el pie en el suelo con indignación, le dijo:

—Le repito que mamá está enferma.

—¡Ah, pobrecita!… Bien quisiera hacerlo, pero tengo que llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡Presenten armas!

Abby había desaparecido veloz como un relámpago. Un instante después volvía, trayendo al General en Jefe de la mano. Ante este dramático espectáculo, todos se estremecieron; los oficiales saludaron en tanto que los soldados presentaban sus armas.

—Dígales que lo dejen. Mamá está enferma y papá tiene que ir a verla. Yo se lo he dicho, pero a mí no quieren hacerme caso. Y van a llevárselo.

El General se había quedado inmóvil, paralizado.

—¿Tu papá, hija mía? ¿Es ése tu papá?

—¡Es cierto! ¡Siempre ha sido mi papá! ¡Por eso le he dado a él el disco más bonito, el disco rojo! ¿Se lo iba a dar acaso a otro? ¡Ah, no!

Una expresión dolorosa contrajo las facciones del Protector, que exclamó:

—¡Dios me favorezca! El espíritu del mal acaba de hacerme cometer el crimen más horrible de que un hombre puede ser culpable… Y no tiene remedio… no tiene remedio… ¿Qué hacer?

Abby gemía y lloraba ya de impaciencia:

—Lo único que tiene que hacer es dejar que papá se vaya. —Y sollozando agregó:

—Ordéneles que lo dejen. Me ha dicho usted que podía pedirle cualquier cosa, y ahora que le pido esto me lo niega.

Un relámpago de ternura iluminó el semblante duro y seco del General, que puso una mano sobre la cabeza de su pequeño tirano, diciendo: