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"Le escribí una carta en la que mencionaba la colección de conchas formada por un caballero, y otra de pipas de espuma de mar. Refería mi visita a un nabad que tenía millares de autógrafos indescifrables, de esos que adora un espíritu naturalmente dispuesto a las cosas nobles. Y gradualmente mi correspondencia fue de un interés cada vez mayor, pues no había carta en que no mencionase las chinas únicas, los millones de sellos postales, los zuecos de campesinos de todos los países, los botones de hueso, las navajas de afeitar… Tardé poco en darme cuenta de que mis descripciones habían producido los frutos que yo esperaba de ellas. Mi tío empezó a buscar un objeto digno de interesarle como coleccionista. Usted sabe, sin duda, la rapidez con que se desarrolla un gusto de este género. El de mi tío no fue gusto; fue furor, antes de que yo tuviese conocimiento exacto de los avances de aquella pasión dominadora. Supe que mi tío no se ocupaba ya en su gran establecimiento para la compra y venta de puercos. Pocos meses después se retiraba de los negocios, no para descansar, no para recibir el premio de sus afanes, sino para consagrarse, con una rabia delirante, a la busca de objetos curiosos. He dicho que mi tío era rico; pero debo agregar que era fabulosamente rico. Puso toda su fortuna al servicio de la nueva afición que lo devoraba. Comenzó por coleccionar cencerros. En su casa, que era inmensa, había cinco salones llenos de cencerros. Se diría que en aquella colección había ejemplares de todos los cencerros del mundo. Sólo faltaba uno, modelo antiquísimo, propiedad de otro coleccionista. Mi tío hizo ofertas enormes por ese precioso cencerro; pero el rival no quiso desprenderse de su tesoro. Ya sabe usted la consecuencia de esto. Colección incompleta es colección enteramente nula. El verdadero coleccionista la desprecia; su noble corazón se despedaza; pero, así y todo, vende en un día lo que ha reunido en veinte años. ¿Para qué conservar una causa de tortura? Prefiere volver su mente hacia un campo de actividad virgen aún.

"Esa fue la resolución que tomó mi tío cuando vio que era imposible adquirir el cencerro final. Coleccionó ladrillos. Formó un lote colosal, del interés más palpitante. Pero volvió a presentarse la misma dificultad y volvió a romperse el corazón del grande hombre. Un día vendió su colección al afortunado bolsista que, después de retirarse de los negocios, tuvo la dicha de adquirir el ladrillo único, el que sólo existía en su museo. Mi tío probó entonces las hachas de sílex y otros objetos que remontan a la época del hombre prehistórico; pero casualmente descubrió que la misma fábrica de antigüedades proveía a otros coleccionistas en condiciones idénticas. ¿Qué hacer? Se refugió en las inscripciones aztecas y en las ballenas disecadas. Nuevo fracaso, después de fatigas y gastos increíbles. Cuando su colección parecía perfecta, llegó de Groenlandia una ballena disecada, y a la vez se recibió de la América Central una inscripción que dejaba reducidas a cero todas las adquisiciones anteriores de mi tío. Éste hizo esfuerzos inimaginables para quedarse con la ballena y con la inscripción. Logró, en efecto, adquirir la ballena; pero otro aficionado se adueñó de la inscripción. Sabéis que un auténtico jeroglífico azteca es de tal valor, que si alguien llega a adquirirlo, antes sacrificará su familia que perder tal tesoro. Mi tío vendió las inscripciones, inútiles por falta de la inscripción definitiva. Su encanto se había desvanecido. En una sola noche, el cabello de aquel hombre, que era negro como el carbón, se quedó más blanco que la nieve.

"Mi tío reflexionó. Un nuevo desengaño lo mataría. Resolvió entonces tomar como objeto de su experiencia algo que nadie coleccionaría. Pesó cuidadosamente el pro y el contra de la decisión que iba a tomar, y una vez más bajó a la arena para luchar con denuedo. Se había propuesto iniciar una colección de ecos.

—¿De qué? —pregunté.

—De ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco de Georgia. Era un eco de cuatro voces. Después compró uno de seis en Maryland. Hecho esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeticiones en Maine. En Tennessee le vendieron, muy barato, uno de catorce, y se lo vendieron barato porque necesitaba reparaciones, pues una parte de la roca de reflexión estaba partida y se había caído. Supuso que, mediante algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y elevarla para aumentar su poder de repetición. Desgraciadamente, el arquitecto no había hecho jamás un solo eco, y en vez de perfeccionar el de mi tío, lo echó a perder completamente. Antes de que se emprendiera el trabajo el eco hablaba más que una suegra; después podía confurdírselo con una escuela de sordomudos. Mi tío no se desanimó y compró un lote de ecos de dos golpes, diseminados en varios Estados y territorios de la Unión. Obtuvo un descuento del 20 por 100, en atención a que compraba todo el lote. La fortuna empezó a sonreírle, pues encontró un eco que era un cañón Krupp. Estaba situado en Oregón, y le costó una fortuna. Usted sabrá, sin duda, que en el mercado de ecos, la escala de precios es acumulativa, como la escala de quilates en los diamantes. Las expresiones son casi las mismas en uno y otro comercio. El eco de un quilate vale diez dólares más que el terreno en que está situado. Un eco de dos quilates, o voces, vale treinta dólares, más el precio del terreno; un eco de cinco quilates vale novecientos cincuenta dólares; uno de diez, trece mil dólares. El eco que mi tío tenía en Oregón, bautizado por él con el nombre de "Eco Pitt", porque competía con el célebre orador, era una piedra preciosa de veintidós quilates, y le costó ciento dieciséis mil dólares. El terreno salió libre, porque estaba a cuarenta millas de todo lugar habitado.

"Yo entretanto había seguido un sendero de rosas. Era el afortunado pretendiente de la única y bellísima hija de un lord inglés, y estaba locamente enamorado. En la cara presencia de la beldad, mi existencia era un océano de ventura. La familia me recibía bien, pues se sabía que yo sería el único heredero de mi tío, cuya fortuna pasaba de cinco millones de dólares. Por otra parte, todos ignorábamos que mi tío se hubiese hecho coleccionista, o, por lo menos, lo creíamos poseído de una afición inofensiva, hija del deseo de buscar las emociones del arte.

"Pero sobre mi cabeza inocente se acumulaban las nubes tempestuosas del infortunio. Un eco sublime, conocido después en el mundo con el nombre del Kohinoor o "Montaña de la Repetición Múltiple", acababa de ser descubierto por los exploradores. ¡Era una joya de sesenta y cinco quilates! Parece fácil decirlo. Pronunciaba usted una palabra, y si no había tempestad, oía usted esa palabra durante quince minutos. Pero aguarde usted. A la vez surgió otro hecho. ¡Había un rival! Cierto coleccionista se levantaba frente a mi tío, en actitud amenazadora. Ambos se precipitaron para concluir aquel negocio único. La propiedad se componía de dos colinas, con un valle de poca profundidad que las separaba. Quiso la suerte que los dos compradores llegaran simultáneamente a aquel paraje remoto del Estado de Nueva York. Mi tío ignoraba la existencia y pretensiones de su enemigo. Para mayor desgracia, el eco era de dos propietarios: el señor Williamson Bolívar Jarvis poseía la colina oriental, y la otra estaba situada en un terreno del señor Harbison J. Bledso. La línea divisoria pasaba por la cañada intermedia. Mi tío compró la colina de Jarvis por tres millones doscientos ochenta y cinco mil dólares; en el mismo instante, el rival compraba la colina de Bledso por una suma algo mayor.