A través de la ventana abierta entró cabalgando sobre una ráfaga de viento un enorme treparriscos.
El pájaro voló en círculo, arrojó unas sombras fantasmales sobre los frescos, se posó, erizando las plumas, sobre el respaldo de una de las sillas. Abrió el pico y graznó, y antes de que sonara el eco del graznido en la silla estaba sentado ya un caballero. Con capa y capucha, tan parecido a los otros como si fueran gemelos.
– Adsumus -habló con voz sorda el Treparriscos-. Aquí estamos, Señor, reunidos en Tu nombre. Ven a nosotros y reina entre nosotros.
– Adsumus -repitieron a coro los caballeros reunidos a la mesa-. Adsumus! Adsumus!
El eco resonó por el castillo como un trueno, como el sonido de una batalla lejana, como el estruendo de un ariete contra las puertas de una ciudad. Y desapareció lentamente en los oscuros corredores.
– Gloria al Señor -dijo el Treparriscos cuando cayó el silencio-. Cercano está el día en el que todos sus enemigos se conviertan en polvo. ¡Pobres de ellos! ¡Por eso estamos aquí!
– Adsumus!
– La Providencia nos ha enviado -el Treparriscos alzó la cabeza y sus ojos brillaron con un reflejo de la luz de las llamas-, hermanos míos, una ocasión más para que de nuevo combatamos a los contrarios al Señor y venzamos otra vez a los enemigos de la fe. ¡Ha llegado el tiempo de lanzar un nuevo golpe! Recordad, hermanos, este nombre: Reinmar de Bielau. Reinmar de Bielau, llamado Reynevan. Escuchad…
Los caballeros de las capuchas se inclinaron, prestando atención. Jesús, cayendo bajo el peso de la cruz, los contemplaba desde el muro y en su ojos bizantinos se reflejaba la inmensidad del dolor humano.
Capítulo tercero
En el que se habla de cosas que tienen tan poco que ver -aparentemente- entre sí como la caza con halcones, la dinastía de los Piastas, la col con guisantes y la herejía checa. Otrosí se disputa sobre si, a quién y cuándo se ha de mantener la palabra.
Junto al río Olesniczka, que fluye retorcido a través de pantanos cubiertos de negros alisos, de jóvenes abedules blancos y verdes prados, sobre una colina desde la que se ven los tejados de paja y las humaredas de la aldea de Borów, la comitiva ducal hizo una larga parada. Pero no para descansar. Al contrario. Para cansarse. O sea, para divertirse como verdaderos señores.
Cuando se acercaron, una nube de pájaros se elevó de los cenagales. Patos, cercetas, porrones, ánades rabudos, hasta garzas. Ante aquella vista, el duque Conrado Kantner, señor de Olesnica, Trzebnica, Milicz, Scinawa, Wolów y Smogorzów y, junto con su hermano Conrado el Blanco, hasta señor de Cosel, ordenó a sus servidores que se detuvieran al momento y le trajeran a su halcón preferido. Al duque lo embargaba un maniaco amor por la cetrería. Olesnica y sus finanzas podían esperar, el obispo de Wroclaw podía esperar, la política podía esperar, toda Silesia y todo el mundo podían esperar. Y esperarían a que el duque pudiera ver cómo su favorito, llamado Rabe, arrancaba las plumas a un pato y se convenciera de que su Plateado era audaz en la lucha contra una garza.
Así que el duque cabalgó por los juncares y los pantanos como un poseído y junto con él, también con valentía aunque más bien por obligación, su hija mayor, Agnieszka, el senescal Rudiger Haugwitz y algunos pajes que querían hacer carrera.
El resto de la comitiva esperó junto al bosque. Sin bajarse de los caballos, pues nadie podía saber cuándo el duque se iba a cansar de la cacería. El huésped extranjero del duque bostezó discretamente. El capellán murmuró, seguro que una oración; el alguacil contaba, seguro que dinero; el minnesinger componía, seguro que una poesía; las damas de la duquesita Agnieszka cotilleaban, seguro que sobre otras damas; y los jóvenes caballeros mataban el aburrimiento examinando y explorando el bosque a su alrededor.
– ¡Ciervo!
Henryk Krompusz puso su caballo en tensión y lo hizo girar, muy asombrado, y acto seguido aguzó el oído intentando aclarar cuál de los arbustos acababa de gritar quedamente su apodo.
– ¡Ciervo!
– ¿Quién está ahí? ¡Muéstrate!
Los arbustos se agitaron.
– ¡Santa Eduvigis…! -Krompusz abrió la boca de asombro-. ¿Reynevan? ¿Eres tú?
– No, la santa Eduvigis -respondió Reynevan con voz tan acida como la grosella en mayo-. Ciervo, necesito tu ayuda… ¿De quién es este cortejo? ¿De Kantner?
Antes de que Krompusz tuviera tiempo de contestar, se le unieron otros dos caballeros de Olesnica.
– ¡Reynevan! -gimió Jaksa de Wiszna-. ¡Por los clavos de Cristo, qué pinta tienes!
Me gustaría ver qué pinta tendrías tú, pensó Reynevan, si te hubieras caído del caballo nada más pasar Bystre. Si hubieras tenido que arrastrarte toda la noche por los pantanos y despoblados de la ribera del Swierzna y por la mañana cambiar tus empapadas ropas llenas de barro por una almilla de campesino arramplada de una tapia. Me gustaría ver qué pinta tendrías tú, señoritingo, tras algo así.
El tercer caballero de Olesnica, Benno Ebersbach, contemplándolo con una mirada bastante funesta, de seguro que pensaba lo mismo.
– En vez de asombraros -dijo con sequedad-, dadle alguna ropa. Quítate esos harapos, Bielau. Venga, señores, sacad de las alforjas lo que sea que haya en ellas.
– Reynevan. -Krompusz no acababa de asimilarlo del todo-. ¿Eres tú?
Reynevan no respondió. Agarró la camisa y el jubón que se le ofrecían. Estaba tan rabioso que casi se echaba a llorar.
– Necesito ayuda… -repitió-. Y hasta diría que la necesito mucho y con urgencia.
– Lo vemos y lo sabemos -corroboró Ebersbach con un ademán de cabeza-. Y también somos de la opinión de que la necesitas mucho. Pero que mucho. Ven. Tendrá que verte Haugwitz. Y el duque.
– ¿Lo sabe?
– Todos lo saben. Se habla profusamente de ello.
Si bien Conrado Kantner, con su fino rostro alargado por la calva frente, con su negra barba y sus penetrantes ojos de monje, no recordaba demasiado al típico representante de su dinastía, en el caso de su hija Agnieszka no cabía duda. Era una fruta que no había caído lejos del árbol de la dinastía silesio-mazoviana. La duquesilla poseía unos cabellos blondos, claros ojos y una nariz pequeña y respingona, la graciosa nariz de los Piastas, inmortalizada ya en la famosa escultura de la catedral de Naumburg. Agnieszka Kantner, como Reynevan calculó a la carrera, tenía unos quince años, así que debía de estar prometida ya a alguien. Reynevan no recordaba ningún rumor.
– Levántate.
Se levantó.
– Sabe -habló el duque, atravesándolo con una mirada de fuego- que no alabo tus actos. Incluso los tengo por ignominiosos, censurables y dignos de castigo. Y te aconsejo con franqueza el arrepentimiento y la penitencia, Reinmar Bielau. Mi capellán me ha asegurado que hay en el infierno un lugar privativo para los adúlteros. Los diablos punen allí a las ánimas pecadoras justo con los instrumentos de su pecado. Y no habré de decir más en atención a las mozas aquí presentes.
El senescal Rudiger Haugwitz bufó con rabia. Reynevan guardó silencio.
– Qué tipo de satisfacción sea la que des a Gelfrad von Sterz -continuó Kantner- es asunto tuyo y de él. No he de mezclarme yo en tales cosas, sobre todo puesto que ambos dos no sois mis vasallos, sino vasallos del duque Juan de Ziebice. Y de hecho, a Ziebice debiera yo enviarte. Lavarme las manos.
Reynevan tragó saliva.
– Mas -continuó el duque al cabo de un instante de dramático silencio- yo no soy Pilatos, en primer lugar. En segundo, en atención a tu padre, quien perdiera la vida en Tannenberg al lado de mi hermano, no consentiré que te maten por una necia venganza de sangre. En tercer lugar, ya va siendo hora de cesar con las venganzas de sangre y vivir como les pertenece a unos europeos. Eso es todo. Te permito que viajes con mi comitiva hasta incluso el mismo Wroclaw. Mas no te pongas ante mis ojos. Porque tu vista no me agrada.