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– Kantner -balbuceó Reynevan- me defenderá…

Ebersbach se encogió de hombros.

– Como quieras. Es tu pellejo. Wolfher anda diciendo bien alto y con detalles lo que te hará cuando te atrape. Yo, en tu lugar…

– ¡Amo a Adela y no la abandonaré! -estalló Reynevan-. ¡Esto en primer lugar! Y en segundo… ¿Adonde podría huir? ¿A Polonia? ¿O puede que a Samogitia?

– No es mala idea. Ésa de Samogitia, se entiende.

– ¡Voto a mí! -Reynevan dio una patada a una gallina clueca que revoloteaba junto a sus pies-. De acuerdo. Lo pensaré. Y algo se me ocurrirá. Mas primero comamos algo. Me muero de hambre y el olor de esa col me vuelve loco.

Era el momento apropiado, pues un poco más y los jóvenes se hubieran debido de contentar con el olor. En la mesa principal, delante del duque y la duquesilla, se habían colocado unas perolas de gachas y de col con guisantes y unas cazuelas de huesos y carne de cerdo. Las vasijas sólo pasaron al fondo de la mesa después de que se hubieran servido los tres clérigos que estaban sentados al lado de Kantner, los cuales mostraron que sabían comer con ganas. Para colmo de males, también por el camino estaba Rudiger Haugwitz, quien no comía peor que ellos, así como el huésped extranjero del duque, quien tenía todavía mayores tragaderas que Haugwitz. El huésped era un caballero de cabellos oscuros y de tez tan morena que parecía que acabara de regresar de Tierra Santa. De este modo, en las cazuelas que llegaron a los jóvenes y a los de menor rango no quedaba apenas nada. Por suerte, al poco, el posadero le sirvió al duque una gran bandeja con capones, los cuales tenían un aspecto tan delicioso y olían tan bien que el tocino de cerdo y la col perdieron algo de su atractivo y llegaron al confín de la mesa en estado casi intacto.

Agnieszka Kantner mordisqueaba un muslo de capón, intentando proteger de las gotas de grasa que se derramaban las mangas abiertas a la moda de su vestido. Los hombres hablaban de esto y de aquello. Le tocó el turno precisamente a Jan Nejedly de Vysoke.

– Soy -peroraba el mentado- o mejor dicho era, el prior de San Clemente en la parte vieja de Praga. ítem, maestro en la Universidad Carolina. Hoy por hoy me hallo, como veis, en el destierro, vivo de ajena benevolencia y pan ajeno. Mi monasterio fue saqueado y en la Academia, como podéis imaginaros con facilidad, no me era ya posible vivir, junto con apostatas y bellacos del tenor de Jan Pribram, Christian de Prachatice o Jakob de Striber, Dios los castigue…

– Tenemos aquí -tomó la palabra Kantner, captando la mirada de Reynevan- a un estudiante de Praga. Scholarus academiae pragensis, artium baccalaureus.

– En tal caso aconsejaría -los ojos del dominico relampaguearon por encima de su cuchara- atenta guardia de los sus pasos. Lejos mi propósito de incriminar a nadie, mas la herejía es como el óxido, como la pez. ¡Como el estiércol! Quien se halle cerca, se tintará con ella.

Reynevan bajó con prisa la cabeza al sentir cómo de nuevo le enrojecían las orejas y la sangre golpeaba en sus sienes.

– ¡Para nada le va a nuestro estudiante la herejía! -sonrió el duque-. Puesto que es de familia cabal, para cura y médico estudia en la academia praguense. ¿No es cierto, Reinmar?

– Con vuestro permiso -Reynevan tragó saliva-, ya no estudio en Praga. Que por consejo de mi hermano dejé el Carolinum en el año diecinueve, a poco de San Abdón y San Senén… Es decir, después de la defenes… Bueno, sabéis cuándo. Ahora pienso que puede que intente seguir con la ciencia en Cracovia… O en Leipzig, adonde se fueron la mayor parte de los maestros praguenses… A Bohemia no he de volver. Mientras perduren las zozobras.

– ¡Zozobras! -De la boca del enfervorizado bohemio volaron unas ristras de col que fueron a aposentarse sobre el escapulario-. ¡Bonita palabra, ciertamente! Vosotros aquí, en este país tranquilo, no podéis ni siquiera imaginaros lo que en Bohemia está haciendo la herejía, de qué monstruosidades aquel infortunado país es testigo. Espoleados por los herejes, wicliñtas, valdenses y otros servidores de Satán, la plebe ha vuelto su rabia falta de seso contra la fe y la Iglesia. En Bohemia se destruye a Dios y se queman Sus santuarios. ¡Se da muerte a los servidores de Dios!

– Las nuevas que nos llegan -corroboró, chupándose los dedos, Melchior Barfuss, vicario del obispo de Lebus- son ciertamente terribles. No se quiere creer…

– ¡Mas se han de creer! -gritó aún más alto Jan Nejedly-. ¡Pues ninguna nueva es exagerada!

La cerveza de su jarra salpicó, Agnieszka Kantner retrocedió instintivamente, cubriéndose como si fuera un escudo con el muslo del capón.

– ¿Queréis ejemplos? ¡Tengo de sobra! La masacre de las monjas de Brod de los Bohemios y de Pomuko, los cistercienses asesinados en Zbraslav, Velehrad y Mnichove Hradisti, los dominicanos muertos en Pisek, las monjas benedictinas en Kladrau y Postelberg, muertos los inocentes premonstratenses de Chotesov, los capellanes asesinados en Brod de los Bohemios y en Jaromir, los monasterios asaltados y quemados en Kolin, Milevsko y Zlata Koruna, los altares profanados en Brevnov y Vodnany… ¿Y qué es lo que ha hecho Zizka, ese perro rabioso, ese anticristo, ese hijo de Satán? Matanzas sangrientas en Chomutow y Prachatice, cuarenta clérigos quemados vivos en Beroun, los monasterios de Sazava y Vilemov abrasados, ¡sacrilegios que no cometería el turco, ante cuya vista hasta el sarraceno sentiría aborrecimiento! Oh, Señor, ¿cuánto más habrás de juzgarnos y castigarnos por la sangre de nuestros pecados?

El silencio, en el que sólo se oía el susurro de la oración del capellán de Olesnica, quedó roto por la voz profunda y sonora del caballero moreno y de anchos hombros, huésped del duque Conrado Kantner.

– No había por qué haber llegado a esto.

– ¿Cómo? -El dominico alzó la cabeza-. ¿Qué queréis decir con ello, señor?

– Se pudo haber evitado todo ello con facilidad. Bastaba con no haber quemado a Jan Hus en Constanza.

– Vos -el checo entrecerró los ojos- ya entonces, allí, defendisteis al hereje, gritasteis, protestasteis, hicisteis peticiones, lo sé. Y en un error os hallabais entonces y también ahora erráis. La herejía se extiende como la mala yerba y las Sagradas Escrituras nos enseñan que la mala yerba hay que extirparla con el fuego. Las bulas papales lo ordenan…

– Dejad las bulas para las disputas conciliares -lo cortó el moreno-, pues en una taberna es ridículo mentarlas. Y en Constanza tenía yo razón, podéis decir lo que queráis. El Luxemburgués dio palabra real y salvoconducto que garantizaba a Hus su inmunidad. Violó palabra y juramento, manchando con ello el honor de monarca y caballero.

Y yo no pude contemplar aquello impasible. Y tampoco quise.

– El juramento de caballero -ladró Jan Nejedly- ha de darse al servicio de Dios, lo mismo da paje que rey. ¿Llamáis acaso servir a Dios el mantener el juramento y la palabra dada a un hereje? ¿Llamáis a esto honor? Yo lo llamo pecado.

– Yo, si la doy, doy palabra de caballero ante Dios. Por eso la mantengo incluso ante un turco.

– Al turco se le puede mantener. A los herejes no.

– Ciertamente -dijo muy serio Maciej Korzubok, oficial poznaniano-, puesto que el moro o el turco es pagano por ignorancia y barbarismo. Se le puede convertir. Un malquisto y cismático, por el contrario, vuelve sus ojos de la fe y de la Iglesia, se burla de ellas, las profana. Por eso es mil veces más repugnante ante Dios. Y toda forma de lucha con la herejía es buena. ¿Acaso alguien que vaya a cazar lobos o a matar perros rabiosos, si tiene el seso en su sitio, andará perorando con ellos de honores y juramentos caballeriles? Todo es permitido contra el hereje.

– En Cracovia -el huésped de Kantner volvió hacia él un rostro enrojecido-, el canónigo Jan Elgot, cuando es necesario apresar a un hereje, por nada tiene al secreto de confesión. El obispo Andrzej Laskarz, a quien servís, aconseja tal cosa a los clérigos de la diócesis de Poznan. Todo es permitido. Ciertamente.