– Ya no tengo salida. -Reynevan apretó los dientes-. Tengo que intentarlo. Es mi única oportunidad.
Scharley se encogió de hombros y alzó los ojos.
El occultum de Circulos se presentaba, Reynevan no tenía más remedio que reconocerlo, peor que penoso. Estaba sucio, y todos los libros mágicos exigían santuarios ideales, limpios y hasta estériles. El círculo goético pintado en la pared no era especialmente regular y las reglas de la Sacra Goetia daban especial importancia a la precisión de los dibujos. Reynevan tampoco estaba seguro de si los hechizos inscritos en el círculo eran correctos. El mismo ceremonial de la evocación tuvo que hacerse no a medianoche, según mandaban los grimorios, sino al alba, porque a medianoche la oscuridad impedía en la torre cualquier acción. Tampoco era posible disponer de las velas negras exigidas por el ritual, ni de cualquier otro color. Por razones comprensibles no se les daba a los locos de la Narrenturm ninguna vela, candelabro, lámpara ni cualquier otra forma de poder iniciar un incendio.
En esencia, pensó con amargura, al tiempo que se ponía manos a la obra, sólo una cosa era conforme a la letra de los grimorios: el mago que quiera evocar o invocar debe cumplir la condición de pasar un tiempo lo suficientemente largo absteniéndose de practicar relaciones sexuales.
Scharley y Horn lo contemplaban de lejos, en silencio. También Tomás Alfa estaba en silencio, sobre todo porque le habían amenazado que le romperían la cara como se le ocurriera entrometerse de algún modo.
Reynevan terminó de organizar el occultum, pintó a su alrededor un círculo mágico. Carraspeó, alzó las manos.
– ¡Ermites! -comenzó, con voz cantarína, mirando fijamente los glifos del círculo goético-. ¡Poncor! ¡Pagor! ¡Anitor!
Horn resopló bajito. Scharley sólo suspiró.
– ¡Aglon, Vaycheon, Stimulamathon! ¡Ezphares, Olyaram, Irion!
«¡Mersilde! ¡Tú, cuya mirada atraviesa el abismo! ¡Te adoro, et te invocol
No sucedió nada.
– ¡Exytion, Eryon, Onera! ¡Mozm, Soter, Helomi!
Reynevan se pasó la lengua por los labios abiertos. En el lugar en el que el difunto Circulos había repetido tres veces las palabras VENI MERSILDE, colocó el amuleto de la serpiente, el pez y el sol inmerso en un triángulo.
– ¡Ostrata! -comenzó el hechizo activador-. ¡Terpandu!
«¡Ermas! -repitió, haciendo una reverencia y modulando la voz de acuerdo con lo ordenado por el Lemegeton, la Pequeña Llave de Salomón-. ¡Pericatur! ¡Beleuros!
Scharley maldijo, lo que llamó su atención. Casi sin creer sus propios ojos vio cómo los letreros garrapateados en el ladrillo comenzaban a brillar con una luz fosforescente.
– ¡Por el sello de Basdathei! ¡Mersilde! ¡Tú, cuya mirada atraviesa el abismo! ¡Acude aquí! ¡Zabaoth! ¡Escewerchie! ¡Astrachios, Asach, Asarca!
Los letreros del círculo ardían cada vez con mayor fuerza, un brillo fantasmal alumbró la pared. Los muros de la torre comenzaron a vibrar perceptiblemente. Horn maldijo. Tomás Alfa lloriqueó. Uno de los idiotas lloró en voz muy alta, comenzó a gritar. Scharley se alzó como un muelle, se acercó, con un corto golpe de puño en la sien lo derribó en su nido, se quedó callado.
– Bosmoletic, Jeysmy, Eth. -Reynevan se inclinó, tocó con la frente el centro del pentagrama. Luego, enderezándose, tomó una media cabeza de hufnal pulida y afilada en la piedra. Con un fuerte tirón cortó la piel del reverso de un pulgar, se tocó con el dedo sangrante la frente. Tomó aire, consciente de que llegaba el momento de mayor riesgo y peligro. Cuando la sangre fluyó suficientemente, pintó con ella una señal en el centro del círculo.
La señal secreta, prohibida y aterradora de Scirlin.
– Veni Mersilde! -gritó, sintiendo cómo los fundamentos de la Narrenturm comenzaban a estremecerse y temblar.
Tomás Alfa volvió a lloriquear, pero se calló al instante, porque Scharley le enseñó el puño. La torre temblaba cada vez más claramente.
– ¡Taul! -evocó Reynevan, desde la garganta, roncamente, como ordenaban los grimorios-. ¡Varf! ¡Pan!
El círculo goético borboteó con una claridad más fuerte, el lugar de la pared iluminado por ella dejaba poco a poco de ser sólo una mancha de luz, comenzaba a tomar formas y contornos.
Los contornos de un ser humano. No del todo humano. Los seres humanos no tenían cabezas tan grandes, ni manos tan largas. Ni unos cuernos tan grandes que surgían de la frente como de la de los bueyes.
La torre temblaba, los locos gritaban a diferentes voces, los secundaba Tomás Alfa. Horn se levantó.
– ¡Basta de esto! -gritó, por encima del griterío-. ¡Reynevan! ¡Deten esto! ¡Deten, maldita sea, esta acción diabólica! ¡Moriremos por tu culpa!
– ¡Varf! ¡Clemialh!
Las siguientes palabras de la invocación se le atravesaron en la garganta. La brillante forma en la pared era ya tan clara como para que lo estuviera mirando con dos grandes ojos de serpiente. Viendo que la figura no sólo se contentaba con mirar sino que alargaba la mano, Reynevan gritó de miedo. El pavor lo dejó paralizado.
– ¡Seru… geath! -balbuceó, consciente de que estaba llorando-. Ariwh…
Scharley se acercó de un salto, lo agarró por detrás del cuello, con la otra mano le tapó la boca, tiró de él, sin fuerza a causa del miedo, arrastrándolo por la paja hasta el rincón más alejado, entre los idiotas. Tomás Alfa corrió a las escaleras, pidiendo socorro con un agudo grito. Horn, por su parte, se veía que totalmente desesperado, arrancó el orinal del suelo y vertió su contenido sobre todo: sobre el occultum, el círculo, el pentagrama y la aparición que surgía de la pared.
El grito que se oyó hizo que todos se cubrieran las orejas con las manos y se encogieran sobre el suelo. De pronto sopló un viento terrible, alzando una tormenta de pajas y polvo, el polvo se metió en los ojos, los dejó cegados. El fuego de la pared se fue debilitando, dejando atrás una nube de vapor apestoso, siseando, hasta que por fin se apagó por completo.
No fue sin embargo aquél el final. Porque de pronto hubo un estallido, un estallido tremendo, pero no desde la dirección del occultum cubierto de apestoso humo, sino desde arriba, de lo más alto de las escaleras, desde la puerta. Cayeron escombros, una verdadera lluvia de piedra pulverizada dentro de una nube blanca de yeso y cal. Scharley agarró a Reynevan y saltó con él bajo las arquerías de las escaleras. Justo a tiempo. Ante sus ojos cayó desde arriba una gruesa tabla de la puerta, provista de su tranca, directamente encima del cráneo de uno de los asustados idiotas y lo aplastó como si fuera una manzana.
Entre el alud de polvo cayó un hombre con las manos y los pies dispuestos en forma de cruz.
La Narrenturm se derrumba, le pasó por la cabeza a Reynevan. Se deshace en escombros la turris fu.lgura.ta, la torre herida por el rayo. Un pobre y ridículo loco cae de la Torre de los Locos que se está convirtiendo en ruinas, vuela hacia abajo, hacia su perdición. Yo soy ese loco, caigo, vuelo hacia el abismo, hacia el fondo. Cataclismo, caos y destrucción de las que soy culpable yo. Loco y perturbado, que liberé a un demonio, abrí la puerta del infierno. Percibo el hedor del azufre del infierno…
– Es pólvora… -Scharley, encogido al lado, adivinó sus pensamientos-. Alguien ha volado la puerta a base de pólvora… Reinmar… Alguien…
– ¡Alguien nos está liberando! -gritó, saliendo de entre las ruinas, Horn-. ¡Es la salvación! ¡Son los nuestros! ¡Hosanna!
– ¡Eh, mozos! -gritó alguien desde arriba, desde la destrozada puerta, de donde surgía ya la claridad del día y un aire fresco y helado-. ¡Salid, que estáis libres!