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– Ya podíais olvidarlo, don Sansón -dijo con leves remordimientos el goliardo-. Ya discutimos esta cuestión, para qué volver a ella. Y como tenéis aspecto, con perdón, de…

– Todos sabemos -lo interrumpió con voz fría Scharley, al tiempo que acortaba las cinchas- qué aspecto tiene Sansón. Estamos escuchando lo que pasó luego.

– Don Tybald Raabe -la boca de tonto de Sansón se torció en una sonrisa- no se escapó a los estereotipos. Por una parte rechazó conversar conmigo despreciativamente, por otra menospreció mi presencia hasta tal punto que siguió hablando delante de mí. Con diversas personas y de diversos asuntos. Muy pronto dime cuenta de quién era don Tybald Raabe. Y le di a entender que lo sabía. Y cuánto sabía.

– Así fue, señor. -El goliardo enrojeció, turbado-. Oy, me llené yo entonces de miedo… Mas la cosa… aclaróse… pronto…

– Aclaróse, aclaróse -lo interrumpió Sansón, sereno- que don Tybald tenía conocencias. Entre los husitas de Hradec Králové. Para ellos, pues, como de seguro ya os habéis imaginado, trabaja como espía y emisario.

– Vaya una coincidencia. -Scharley mostró sus dientes en una sonrisa-. Y vaya un montón de…

– Scharley -lo cortó, desde su caballo, Urban Horn-. No le des más vueltas al tema. ¿Vale?

– Vale, vale. Sigue hablando, Sansón. ¿Cómo sabías dónde buscarnos?

– Esto es cosa curiosa. Hace unos días, en una posada cerca de Broumovo, se acercó a mí un joven. Algo raro. Sabía sin duda alguna quién era yo. Por desgracia, al principio no pudo extraer de sí nada excepto la frase, cito: «Para que abras ojos de ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que están de asiento en tinieblas».

– ¡Isaías! -se asombró Reynevan.

– Cierto. Pasaje cuadragésimo segundo, verso séptimo.

– No me refiero a eso. Él se llamaba así… Así lo llamábamos… ¿Y él os ha… dirigido a la Torre de los Locos?

– No digo que me haya asombrado demasiado.

– Y entonces -dijo al cabo Scharley con énfasis y ampulosidad- los husitas de Hradec cabalgaron en atrevida carga hacia la tierra de Klodzko hasta alcanzar Frankenstein, distante seis millas de la frontera, prendieron fuego a media villa, conquistaron el hospicio de los hermanos del Santo Sepulcro y la Narrenturm. Y todo ello, si he oído bien, sólo por nosotros dos. Por mí y por Reynevan. Ciertamente, don Tybald Raabe, no sé cómo agradecéroslo.

– Las razones -el goliardo carraspeó- habrán de aclararse pronto. Paciencia, señores.

– La paciencia no es una de mis mayores virtudes.

– Habréis de trabajar un tanto en la tal virtud -dijo con voz fría el bohemio llamado Brázda, el caudillo de la partida, que se había acercado y detenido el caballo junto a ellos-. Los motivos por los que os sacáramos del trullo se os aclararán cuando llegue el momento. No antes.

Brázda, como la mayoría de los bohemios de la partida, llevaba un cáliz cortado de roja tela en el pecho. Pero era el único que se había añadido el escudo husita directamente en el escudo que se veía encima de su sobrevesta: unas escaleras de asalto de sable sobre campo de oro.

– Soy Brázda de Klinstejn, de la familia de los Ronovic -confirmó sus suposiciones-. Y ahora se acabaron las pláticas, al camino. El tiempo apremia. ¡Y estamos en territorio enemigo!

– Cierto -se mostró de acuerdo, burlonamente, Scharley-, es peligroso portar cálices en el pecho por estos lares.

– Al contrario -le respondió Brázda de Klinstejn-. Tal señal guarda y protege.

– ¿De verdad?

– Si hay ocasión, vos mismo lo comprobaréis.

La ocasión la hubo bien pronto.

Sobre los caballos de refresco la partida atravesó rápidamente el paso de la Plata, tras él, cerca de la aldea de Ebersdorf, se toparon de bruces con un destacamento armado, formado por ballesteros y caballeros con armadura. El destacamento contaba con al menos treinta personas y viajaba bajo un pabellón rojo adornado con una cabeza de cordero, el escudo de los Haugwitz.

Y ciertamente, Brázda de Klinstejn tenía razón por completo. Haugwitz y sus gentes aguantaron en el sitio sólo hasta el momento en que reconocieron con quién tenían que vérselas. Luego, caballeros y ballesteros dieron la vuelta a los caballos y huyeron a un galope tal que el barro salpicaba denso bajo los cascos.

– ¿Y qué decís a la señal del Cáliz? -Brázda se volvió hacia Scharley-. ¿No funciona mal, no es cierto?

No se podía polemizar con ello.

Galoparon, obligando todavía a los caballos a un gran esfuerzo. En su loco galope, se tragaban copos de la nieve que estaba comenzando a caer.

Reynevan estaba seguro de que iban hacia Bohemia, de que al pasar el valle de Scinawki doblarían e irían río arriba, hacia la frontera, por el camino que conducía directamente hacia Broumovo. Se asombró cuando la partida siguió galopando a través de una depresión hacia las montañas de Stolowy que se veían azuladas al suroeste. No sólo él se asombró.

– ¿Adonde vamos? -Urban Horn gritó por encima de la velocidad y la nieve-. ¡Eh! ¡Halada! ¡Señor Halada!

– ¡Radków! -gritó Halada.

– ¿Para qué?

– ¡Ambrós!

Radków, que Reynevan no conocía porque no había estado nunca por allí, resultó ser una pequeña ciudad muy agradable, que se extendía pintoresca a los pies de unas montañas erizadas de bosques. Sobre el anillo de las murallas se alzaban unos tejados rojos, se disparaba hacia el cielo la esbelta torre de una iglesia. La vista habría sido hermosa de no ser por el hecho de que sobre la villa se elevaba una enorme columna de humo.

Radków estaba siendo asediada.

El ejército reunido junto a Radków contaba con más de mil guerreros, sobre todo infantería, armada principalmente, como se veía, de todo tipo de arma arrojadiza: desde el más simple dardo hasta la bisarma de complicado manejo.

Al menos la mitad de los soldados estaban provistos de ballesta y arma de fuego. Había también artillería, delante de la puerta de la ciudad se había colocado una bombarda de mediano tamaño, escondida tras una barricada, y en los huecos por entre los escudos había arcabuces y culebrinas.

El ejército, aunque tenía un aspecto amenazador, estaba quieto como una estantigua, como si lo hubieran encantado, en silencio, inmóvil. El conjunto recordaba a una pintura, a un tableau. El único acento de movilidad eran los puntos negros de los cuervos que giraban en el cielo gris. Y la nube de humo que se retorcía sobre la ciudad, aquí y allí salpicada por las lenguas rojas de las llamas.

Entraron al trote por entre los carros. Reynevan vio de cerca por primera vez en su vida los famosos carros de guerra husitas, los contempló con interés, asombrándose de su hábil construcción de trampas de crudas tablas que en caso de necesidad podían alzarse y transformar el vehículo en un verdadero bastión.

Los reconocieron.

– Don Brázda -lo saludó breve un bohemio vestido con media armadura y un gorro de piel, con el obligatorio entre los rangos superiores cáliz rojo en el pecho-. El noble señor hidalgo Brázda por fin se digna acudir con la élite de sus nobles caballeros. En fin, más vale tarde que nunca.

– No pensé -Brázda de Klinstejn se encogió de hombros- que os iría tan fácil. ¿Ya se acabó? ¿Se han rendido?

– ¿Y qué pensabas? Por supuesto que se han rendido, ¿quién y con qué se iba a defender aquí? Bastó con quemar algunos tejados y al punto comenzaron a pactar. Ahora apagan los incendios y el reverendo Ambrós está recibiendo a su embajada en este momento. Por ello habréis de esperar.

– Si hay que esperar, se espera. Desmontad, muchachos.

Hacia el cuartel de mando del ejército husita se encaminaron a pie ya en un pequeño grupo, de los bohemios no iban más que Brázda, Halada y el bigotudo, Velek Chrasticky. Por supuesto, los acompañaban Urban Horn y Tybald Raabe.