– Esto es cosa de la col -explicó con claridad, al tiempo que se alineaba de nuevo con Reynevan-. A mi edad no se debe comer tanta col. ¡Por los huesos de San Estanislao! ¡Cuando era joven podía comer hasta reventar! ¡Un cazón, es decir, más de media perola de col, me comía en tres padrenuestros! Y no me pasaba nada. Podía comer col de cualquier manera, aunque fuera dos veces al día, sólo con que tuviera comino de sobra. Y ahora, apenas como cualquier cosilla, me arden las tripas y se me salen unos gases que, como has visto, casi me espeazan. A la vejez, voto al diablo, todo son viruelas.
Su caballo, un poderoso rocín negro, retozó con fuerza, como si se preparara para cargar. Todo el rocín, hasta los hocicos, iba cubierto con una gualdrapa negra que en la parte trasera estaba adornada con la Sulima, el escudo del caballero. Reynevan se asombró de no haber reconocido la famosa enseña al instante, puesto que era atípica en la heráldica polaca, tanto por lo que respectaba a la figura como a los muebles.
– ¿Por qué estás tan callado? -le preguntó de pronto Zawisza-. Cabalgamos y cabalgamos y tú has dicho como mucho diez palabras. Y sólo cuando te tiraba de la lengua. ¿Miedo te doy? Se trata de Grunwald, ¿no? ¿Sabes qué, muchacho? Podría asegurarte que no fue posible que yo matara a tu padre. Ninguna fatiga habría yo de tomarme para decirte que no pude toparme en la lucha con tu padre, pues hallábase la hueste de Cracovia en el centro de los ejércitos polaco-lituanos mientras que las mesnadas de Conrado el Blanco en el ala izquierda de los teutones, hacia Stebark. Mas no lo digo, pues mentir sería. El día aquel, día del Envío de los Apóstoles, di muerte a mucha gente. En una algazara y una batahola tan grandes que apenas veíase nada. Porque era una batalla. Y punto.
– Padre -carraspeó Reynevan- llevaba en el escudo…
– No recuerdo los escudos -lo interrumpió abrupta y crudamente el Sulima-. En lucha abierta no tienen ninguna importancia para mí. Lo que importa es hacia qué lado está vuelto el hocico del caballo. Si está al contrario que el hocico del mío, entonces le asesto un tajo aunque tuviera a la misma Madre de Dios en el escudo. Al cabo, cuando la sangre se auna con el polvo y el polvo con la sangre, no se ve ni una mierda en los escudos. Repito, Grunwald fue una batalla. Y dejémoslo. No me mires.
– No os miro.
Zawisza detuvo un poco el rocín, se alzó en la silla y peyó. De los sauces que crecían alrededor del camino salieron volando los grajos asustados. La comitiva del caballero de Garbowo, compuesta de un criado canoso y cuatro escuderos armados, le seguía a una distancia de seguridad. Tanto el criado como los escuderos iban a lomos de hermosos caballos y sus vestidos eran ricos y estaban limpios. Como les correspondía a quienes servían a alguien que era el estarosta de Kruszwice y Spisz y que, por lo que decían los rumores, cobraba los diezmos de unas treinta aldeas. Sin embargo, ni el criado ni los escuderos tenían el aspecto de ser pajecillos señoriales vestidos de terciopelo. Al contrario, más bien parecían verdaderos matarifes y las armas que portaban no podían considerarse en ningún caso que eran para decoración.
– Así que no me miras -siguió Zawisza-. ¿Por qué andas entonces tan cabizbajo?
– Porque me da -se atrevió Reynevan- que sois vos quien me miráis con fijeza. Y bien sé por qué.
Zawisza el Negro se giró en la silla y lo estuvo mirando mucho rato.
– Oh -dijo por fin-, ha hablado con su acongojada voz la inocencia herida. Sabe, hijo, que no está bien el joder esposas ajenas. Y si mi parecer quisieras saber, proceder es éste bien bajo. Y merecedor de castigo. Hablando con llaneza, no eres a los mis ojos mejor que aquél que bolsos corta en la plaza o que el que pollos roba en los corrales. Yo pienso, he aquí que ambos son canallas de poca monta, picaros misérrimos que han aprovechado la ocasión.
Reynevan no dijo nada.
– En Polonia era costumbre siglos ha -continuó Zawisza el Negro- que al amante de esposas ajenas que había sido apresado se le condujera a una puente y a esa puente se le clavara con un clavo de yerro el escroto con sus güevos. Y poníasele un cuchillo en el pescuezo y se le decía: ¿quieres ser libre?, pues toma aliento.
Reynevan tampoco esta vez dijo nada.
– Ya no se clava -concluyó el caballero-. Y es una desdicha. No puede decirse que mi esposa Bárbara ligera sea de cascos, mas cuando pienso que su momento de debilidad podríalo usar allá en Cracovia algún galán como tú, muchacho, un pepón a ti parecido… Ah, para qué fablar.
El silencio que cayó por unos instantes fue interrumpido de nuevo por la col que había comido el caballero.
– Sí… -Zawisza suspiró con alivio y miró al cielo-. Sabe sin embargo, muchacho, que yo no te juzgo, puesto que sólo ha derecho a lanzar piedras quien esté libre de pecado. Y resumiendo de esta forma, no hablemos más de ello.
– El amor es cosa grande y más de un nombre posee -dijo Reynevan, un tanto picado-. Escuchando las canciones y romances, nadie desprecia a Tristán e Isolda, a Lancelot y a Ginebra ni al trovador Guillermo de Cabestaing y doña Margarita de Roussillon. Y a mí y a Adela nos liga un amor grande, apasionado y sincero que no es menor en absoluto. Y he aquí que todos se han aliado contra nosotros…
– Si ese amor es tan grande -Zawisza aparentó mostrar curiosidad-, ¿por qué entonces no estás cabe tu amada? ¿Por qué fugas chrustas, talmente como malhechor pescado con las manos en la masa? Tristán, para estar cabe Isolda, encontró la manera, vistiéndose, si la memoria no me falla, con harapos de pordiosero. Lancelot, para rescatar a la su Ginebra, sólo la emprendiera contra los Caballeros todos de la Tabla Redonda.
– No es tan sencillo. -Reynevan se había puesto rojo como un tomate-. Mucho habrá de pasar ella si me apresan y me matan. Por no hablar de mí mismo. Mas hallaré el modo, no temáis. Aunque fuera con disfraz, como Tristán, precisamente. El amor siempre vence. Amor vincit omnia.
Zawisza se alzó en la silla y peyó. Era difícil decir si se trataba de un comentario o sólo era la col.
– Provechoso de esta disputa -dijo- es el que platicáramos, pues me cansa el cabalgar en silencio, con los morros bajos. Platiquemos pues, joven silesio. Da igual el tema que sea.
– ¿Por qué vais por aquí? -se atrevió al cabo Reynevan-. ¿No es más corto el camino de Cracovia a Moravia por Raciborz? ¿Y por Opava?
– Puede que más corto -concedió Zawisza-. Mas yo, has de saber, a los ratiborianos no los aguanto. El poco ha fallecido duque Juan, Dios se apiade de su alma, era grande hideputa. Mandó a unos esbirros a matar a Przemek, el hijo del duque de Cieszyn, Noszak, y a Noszak lo conocía yo bien y Przemek mi amigo era. De modo que ni hoy usé de la hospitalidad de los ratiborianos ni lo haré, pues el hijo de Juan, Nicolás, por lo que cuentan, sigue con brío las huellas del padre. A más, alargué la jornada, pues había de lo que departir con Kantner, repitiéndole lo que para él había dicho Jagiello. Y asimismo, el camino por la Baja Silesia suele ser rico en distracciones. Aunque por lo que veo, algo es exagerada tal opinión.
– ¡Ja! -adivinó al punto Reynevan-. ¡Así que por eso vais completamente armado! ¡Y en caballo de lucha! Andáis buscando contienda. ¿Cierto?
– Cierto -reconoció sereno Zawisza el Negro-. Se decía que abundaban por acá los caballeros de rapiña.
– No aquí. Esta parte es segura. Por eso hay tantos viajeros.
Ciertamente, no se podía uno quejar de falta de compañía. Verdad que ellos mismos no alcanzaron a nadie ni nadie los adelantó, pero en dirección contraria, de Brzeg a Olesnica, había un animado tráfico. Habían pasado ya algunos mercaderes en carros de altas cargas que iban dejando profundas huellas en el suelo, escoltados por una docena de hombres armados que tenían un aspecto extraordinariamente canallesco. Pasó una columna a pie de pegueros cargados con sus cántaros, que venían anunciados por el aroma a resina que los precedía. Cruzaron a un grupo de teutones con Estrella Roja a caballo, cruzaron a un joven caballero de la Orden de San Juan con rostro de querubín que iba acompañado de su criado, cruzaron a unos boyeros que azuzaban a sus bueyes, y también a cinco peregrinos de aspecto sospechoso, los cuales, aunque preguntaron educadamente por el camino a Czestochowa, no por ello dejaron de ser sospechosos a los ojos de Reynevan. Se cruzaron con unos goliardos en un carro con escalera, alegres y no muy sobrios, que iban cantando a viva voz In cratere meo, canción compuesta para el texto de Hugo de Orleáns. Y ahora, precisamente, a un caballero con una mujer y una pequeña comitiva. El caballero llevaba una magnifica armadura bávara y el león de dos colas en su escudo lo delataba como perteneciente a la muy extendida estirpe de los Unruh. El caballero, se veía, reconoció al instante el pabellón de Zawisza y lo saludó con una reverencia, pero tan orgullosa que dejaba bien claro que los Unruh no eran peores que los Sulimas. La acompañante del caballero, que llevaba un vestido de color violeta claro, cabalgaba a la dama sobre una hermosa yegua ruana y no llevaba la cabeza cubierta -extrañamente-, por lo que el viento jugueteaba libremente con sus cabellos dorados. Al pasar a su lado la mujer alzó la cabeza, sonrió levemente y regaló a Reynevan, que tenía sus ojos fijos en ella, una mirada tan verde y significativa que al muchacho lo recorrió un escalofrío.