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Los escuderos, por lo que se vio, no dormían. Puesto que uno dio un salto como si lo hubiera picado una víbora, otro ahogó un grito, un tercero agitó su corta espada recién desenvainada. El criado Wojciech tomó la ballesta. A todos les tranquilizó la voz fuerte y el gesto imperioso de Zawisza.

Algo salió de la oscuridad.

Al punto pensaron que era un fragmento, un pedazo de tiniebla, más oscura aún que ella, arrancado de las impenetrables sombras, resaltando con su negro color de antracita sobre la parpadeante oscuridad de la noche iluminada por los resplandores del fuego. Cuando las llamas chasquearon con mayor fuerza, más vivamente, con más claridad, aquel montón de tiniebla, sin perder para nada su negrura, adoptó una silueta. Y una forma. Una forma pequeña, rechoncha, retorcida, a medias entre un pájaro con las plumas enhiestas y un animal con la piel erizada. La cabeza del ser, que surgía de los hombros, estaba coronada por dos enormes orejas puntiagudas, echadas hacia delante, como las de un gato, planas e inmóviles.

Despacio, sin bajar los ojos del monstruo, Wojciech tensó la ballesta. Uno de los escuderos reclamó la instancia de la santa Cunegunda, pero a él también lo acalló el gesto de Zawisza, un gesto que no era violento, sino lleno de fuerza y autoridad.

– Bienvenido, viajero -habló, con imponente tranquilidad el caballero de Garbowo-. Siéntate sin reservas junto a nuestra lumbre.

El ser movió la cabeza, Reynevan distinguió un destello pasajero en los grandes ojos en los que el fuego se reflejaba rojizo.

– Siéntate aquí sin reservas -repitió Zawisza con una voz amable y dura a la vez-. No tienes que tenernos miedo.

– No lo tengo -habló el ser con voz ronca. Para asombro de todos. El ser extendió una pata. Reynevan hubiera dado un salto, pero tenía demasiado miedo como para poder moverse. Y de pronto se dio cuanta con estupefacción de que la pata señalaba el emblema en el escudo de Zawisza. Luego, para mayor estupefacción, el ser señaló el caldero con la decocción de hierbas.

– Sulima y Herbolario -ronqueó el ser-. La rectitud y la sabiduría. Entonces, ¿para qué temer? No tengo miedo. El mi nombre es Hans Mein Igel.

– Bienvenido, Hans Mein Igel. ¿Tienes hambre? ¿O sed?

– No. No más que sentarme. Escuchar. Puesto que escuché cómo se hablaba. Y vine a escuchar.

– Eres nuestro invitado.

El ser se acercó al fuego, se hizo una bola, quedó inmóvil.

– Sí… -De nuevo Zawisza los impresionó con su serenidad-. ¿En qué me había quedado yo?

– En eso… -Reynevan tragó saliva, recuperó la voz-. En eso de nec Hercules.

– Ciertamente -ronqueó Hans Mein Igel.

– Cierto -dijo con ligereza el Sulima- así fue. Nec Hercules, nos vencieron. Gran cantidad de ellos había, de husitas, se entiende. Y hasta suerte tuvimos de que quien nos acometiera fuera la caballería de Zizka, puesto que los campesinos taboritanos no conocen palabras tales como «perdón» ni «rescate». Cuando por fin me arrancaron de la silla, alguno de los que quedó conmigo, Mertwicz o Rarowski, acertó a gritar quién yo era. Que estuve en Grunwald al lado de Zizka y de Jan Sokol de Lamberk.

Reynevan suspiró bajito al escuchar aquellos famosos nombres. Zawisza guardó silencio largo tiempo.

– El resto debéis de conocerlo -dijo por fin-. Porque el resto no difiere en demasía de las leyendas.

Reynevan y Hans Mein Igel asintieron. Mucho tiempo transcurrió hasta que el caballero volvió a hablar.

– Ahora, -dijo- tal me parece que es como si en mis días de senectud hubierame ganado una maldición o similar. Puesto que cuando me rescataron del cautiverio y volví a Cracovia, entonces todo, lo que a la sazón viera el día de los Reyes Magos en la batalla de Brod de los Alemanes, todo lo que viera después, tras la toma de la villa, se lo conté al rey Ladislao. Lo conté. No impartí consejo, no presioné con mis opiniones y pareceres, no fui insolente en juicios y discreciones. Simplemente lo conté y él, el viejo zorro lituano, escuchó. Y supo. Y nunca, muchacho, ten de ello seguridad, ni aunque el Papa no cejara de hablar de la fe amenazada, y el Luxemburgués bramara y amenazara, nunca el viejo zorro lituano mandará contra los bohemios a los caballeros polacos y lituanos. Y no es ello en absoluto a causa de su enfado con el Luxemburgués por la sentencia de Wroclaw ni por los planes de partición elaborados en Bratislava, sino a causa de mi relato. Y de la única moraleja inclusa en él, la de que los caballeros polacos y lituanos son necesarios para los teutones y sería de majaderos el dejarles ahogarse en el Sazava, en el Vltava o en el Elba. Jagiello, tras escuchar mi relato, jamás se unirá a una cruzada antihusita. Por mi culpa, como se dice. Por eso viajo hacia el Danubio, a luchar contra los turcos, antes de que me excomulguen.

– Burláis -bufó Reynevan-. Que os… ¿Qué excomunión? A un caballero como vos… Burláis, de seguro.

– Cierto -afirmó con la cabeza Zawisza-. Cierto que de seguro. Mas el miedo queda.

Guardaron silencio durante algún tiempo. Hans Mein Igel suspiró bajito. Los caballos relinchaban intranquilos en la oscuridad.

– ¿No sería esto -arriesgó Reynevan- el fin de la orden de caballería? ¿Y de la caballerosidad? La infantería, solidaria y cerrada, hombro con hombro, ¿no basta con que le plante cara a la caballería acorazada sino que hasta va a ser capaz de vencerla? Los escoceses en Bannockburn, los flamencos en Courtrai, los suizos en Sempach y Morgarten, los ingleses en Azincourt, los bohemios en Vítkov y Vysehrad, en Sudomer y Brod de los Alemanes… ¿Quizá es éste el final de… una época? ¿Quizá se acerca el final de la caballería?

– Una guerra sin caballería y caballerosidad -habló al cabo Zawisza el Negro- habrá de dar en asesinato común y corriente. Y por ello en genocidio. No querría tomar parte en algo así. Mas no pienso que acontezca tan pronto, de modo que no creo que viva para verlo. Dicho sea entre nosotros, no querría yo verlo.

El silencio reinó durante largo rato. El fuego se iba apagando, su luminosidad se tiftó de color rubí, de vez en cuando estallaban llamitas azuladas o geiseres de chispas. Uno de los escuderos roncaba. Zawisza se limpió la frente con la mano. Hans Mein Igel, negro como un retazo de tinieblas, movió los labios. Cuando por segunda vez se reflejó el fuego en sus ojos, Reynevan se dio cuenta de que el ser lo estaba mirando.

– El amor -dijo de pronto Hans Mein Igel- no tiene un solo nombre. Y a ti, joven herbolario, será él quien te marque la fortuna. Porque muchos tiene la diosa nombres. Y aún más rostros.

Reynevan calló, estupefacto. El que reaccionó fue Zawisza.

– Vaya, vaya -dijo-. Una profecía. Como todas, difícil de entender, como todas, sirve para todo y para nada a la vez. No os enfadéis, don Hans. ¿Y para mí? ¿Tendrá vuesa merced algo?

Hans Mein Igel movió la cabeza y los labios.

– Junto al gran río -dijo por fin con su voz ronca y casi ininteligible- se alza un gran castillo en lo alto de un monte. Arriba, y el agua lo rodea. Se llama así: Monte de las Palomas. Mal lugar. No vayas allá, Sulima. Mal lugar para ti, ese Monte de las Palomas. No vayas allí. Vuelve.

Zawisza calló largo rato, se veía que estaba sumido en sus pensamientos. Calló tan largo rato que Reynevan pensó que iba a recibir con silencio las extrañas palabras del extraño ser nocturno. Se equivocaba.

– Yo -interrumpió Zawisza el silencio- hombre de espada soy. Sé lo que me aguarda. Conozco mi destino. Lo conozco desde hace casi cuarenta años, desde el momento en que tomé la espada en la mano. Mas no miraré hacia atrás. No miraré a los campos de derrotas deshonrosas, las tumbas de perro, ni a las traiciones reales, a la maldad, la mezquindad y la falta de Dios en las almas. No me daré la vuelta en el camino elegido, señor don Hans Mein Igel.