Hans Mein Igel no dijo ni palabra, mas sus grandes ojos brillaron.
– Por esto mismo -Zawisza el Negro se limpió la frente- preferiría que me profetizaras amor, como a Reynevan. No muerte.
– Yo también -dijo Hans Mein Igel- lo preferiría. Adiós.
De pronto el ser se hinchó, erizó el pelaje. Y desapareció. Se disolvió en las tinieblas, en aquellas mismas tinieblas de las que había surgido.
Los caballos bufaban y pateaban en la oscuridad. Los escuderos roncaban. El cielo clareaba, las estrellas palidecían sobre las copas de los árboles.
– Increíble -dijo por fin Reynevan-. Esto ha sido increíble.
El Sulima alzó la cabeza, despertado de su somnolencia.
– ¿Qué? ¿Qué es lo increíble?
– Ese… Hans Mein Igel. ¿Sabéis, don Zawisza, que…? Bueno, tengo que reconocer… Yo estaba pleno de admiración hacia vos.
– ¿Por qué?
– Cuando surgió de la penumbra, ni siquiera temblasteis. Bah, ni la voz se os quebró. Y cómo platicasteis luego con él, digno de asombro… Y sin embargo eso era… Un ser de la noche. Un inhumano… Un extraño.
Zawisza el Negro de Garbowo lo miró largo rato.
– Conozco a gentes diversas… -respondió por fin con voz muy seria-. Muchísimas son para mí más extrañas que él.
El amanecer era neblinoso, húmedo, las gotitas de rocío colgaban como verdaderas guirnaldas de las telas de araña. El bosque estaba silencioso, pero amenazador como una bestia dormida. Los caballos miraban de reojo la neblina que se acercaba y los envolvía, relinchaban, agitaban la cabeza.
Detrás del bosque, en el cruce, había una cruz de piedra. Uno de los numerosos recordatorios de un crimen que había por toda Silesia. Y de remordimientos tardíos.
– Aquí nos separamos -dijo Reynevan.
El Sulima lo miró, absteniéndose de comentar nada.
– Aquí nos separamos -repitió el muchacho-. Como a vos, a mí tampoco me es de gusto el mirar los campos de batalla. Como a vos, me repugna el pensamiento de la maldad y la mezquindad de espíritu. Vuelvo a Adela. Puesto… No importa lo que dijo el tal Hans… Mi lugar está junto a ella. No voy a huir como un cobarde, como un picaro. Me enfrentaré a lo que tenga que enfrentarme. Como vos os enfrentasteis a ello en Brod de los Alemanes. Con Dios, noble señor Zawisza.
– Con Dios, Reynmar de Bielau. Y cuídate.
– Vos también. Quién sabe, puede que todavía nos volvamos a ver.
Zawisza el Negro de Garbowo lo miró largo rato.
– No lo creo -dijo por fin.
Capítulo quinto
En el que Reynevan primero conoce en su propio pellejo cómo se siente un lobo perseguido en una selva inextricable. Luego se encuentra a Nicoletta la Rubia. Y luego navega a favor de la corriente.
Detrás del bosque, en el cruce, había una cruz de penitencia. Uno de los numerosos recordatorios de un crimen que había por toda Silesia. Y de remordimientos tardíos.
La cruz tenía los brazos terminados en forma de hojas de trébol. En su base más ancha en la parte de abajo habían esculpido un hacha, la herramienta con ayuda de la cual el penitente había mandado al otro mundo a su prójimo. O a unos cuantos prójimos.
Reynevan miró la cruz con atención. Y lanzó una maldición bastante fea.
Era exactamente aquella cruz ante la que hacía más de tres horas se había despedido de Zawisza.
La culpable era la niebla, que se enredaba desde al alba como si fuera humo por los bosques y campos, culpable era la llovizna, que golpeteaba en los ojos y que cuando se detuvo, dejó que la niebla se reforzara aún más. Culpable era el propio Reynevan, su cansancio y su falta de sueño, su escasa concentración, producida por el incesante pensar en Adela de Sterz y en los planes para su liberación. Y al fin y al cabo, ¿quién sabe? Puede que de verdad los culpables fueran los innumerables espíritus de los bosques silesios, los mamunes, geniecillos, lesowiki, trasgos, kobolds, duendes, irrlichter y otros, especializados en hacer que uno se equivoque. ¿Los parientes y amigos de su conocido de la noche anterior, Hans Main Igel, pero menos simpáticos y menos amables?
Buscar culpables, sin embargo no tenía sentido y Reynevan lo sabía muy bien. Había que evaluar la situación racionalmente, tomar una decisión y actuar acorde con ella. Bajó del caballo, se apoyó en la cruz penitencial y comenzó a pensar con intensidad.
En lugar de, al cabo de tres horas de cabalgata, estar en algún lugar a mitad de camino de Bierutów, se había dedicado toda la mañana a ir en círculo y seguía en el mismo lugar del que había salido, es decir, a una distancia de Brzeg no mayor de una milla.
¿Y no será, pensó, que sea la fortuna quien me dirige? ¿Me da instrucciones? ¿No podría aprovechar y, dado que estoy cerca, allegarme a la ciudad, al hospicio del Santo Espíritu donde tengo amistades, y pedir allí ayuda? ¿O mejor no perder el tiempo y, de acuerdo con mi primer plan, ir directamente hasta Bierutów, hasta Ligota? ¿A por Adela?
Al cabo de un tiempo de reflexión concluyó que debía evitar la ciudad. Sus buenos y hasta amigables contactos con los monjes de Brzeg eran de todos conocidos, así que también de los Sterz. Además, a través de Brzeg conducía el camino hasta la bailia de los sanjuanistas de Mala Olesnica, el lugar al que le quería enviar el duque Conrado Kantner. Dejando a un lado las intenciones del duque, que eran al fin y al cabo buenas, dejando a un lado también el hecho de que Reynevan no tenía en absoluto ganas de pasar unos cuantos años haciendo penitencia con los sanjuanistas, alguien del cortejo de Kantner podía hablar demasiado o dejarse comprar y entonces era muy posible que los Sterz acecharan ya en las lindes de Brzeg.
Así que a por Adela, pensó, voy a por Adela. A rescatar a Adela. Como Tristán a Isolda, como Lancelot a Ginebra, como Gareth a Lioness, como Guinglain a Esmeralda, como Palmerín a Polinarda, como Medoro a Angélica. En una palabra, con un poco de estupidez y un poco de riesgo, por qué no decirlo, loco, directamente en las fauces del lobo. Pero en primer lugar, puede que este paso les sorprenda, puede que esto no se lo esperen. En segundo lugar, Adela está hundida en la necesidad, espera y con toda seguridad añora, no puedo permitir que espere.
Su rostro resplandeció y, junto con él, como si lo hubiera tocado la vara de Merlín, comenzó a resplandecer el cielo. Seguía estando nublado y húmedo, pero se sentía el sol, ya algo allá en las alturas brillaba un poquito y el omnipresente gris comenzaba a tomar color. Los pájaros que hasta entonces habían guardado un sombrío silencio comenzaron ya a cantar tímidamente hasta que se lanzaron a pleno pulmón. Las gotas en las telas de araña brillaban como plata. Los caminos que iban desde el cruce, hundidos en la neblina, tenían el aspecto de un paisaje de cuento de hadas.
Y también hay formas de no caer en un hechizo que haga perderse. Enfadado consigo mismo por haber sido demasiado confiado y no haber pensado en ello antes, Reynevan empujó con el pie las hierbas que crecían a los pies de la cruz, se fue hacia el borde del camino. Rápido y sin problemas encontró lo que buscaba. Hojas de comino silvestre, eufrasias salpicadas de floréenlas rosadas, euforbio. Quitó las hojas de los tallos, las puso juntas. Pasó un momento hasta que se acordó de qué dedos y de qué forma tenía que torcer, cómo entrelazarlos, cómo realizar el nodus, el nudo. Y cuál era el hechizo:
Una, dos, tres,
Wolfsmüch, Kümmel, Zahntrost