Binde zu samene
Semitae eorum incurvatae sunt
Y que el camino sea recto.
Uno de los caminos del cruce se hizo al cabo de un momento más claro, más simpático, más acogedor. Lo que era más curioso todavía, si no hubiera sido por el nudo, Reynevan jamás habría pensado que precisamente aquel camino era el verdadero. Mas Reynevan sabía que los nudos no mienten.
Llevaba como unos tres padrenuestros cabalgando cuando escuchó unos ladridos de perro y unos graznidos fuertes y excitados de ganso. Al poco tiempo le llegó un agradable olor a humo. El humo de un ahumadero en el que, fuera de toda duda, colgaba algo extraordinariamente apetitoso. Puede que jamón. Puede que tocino. O puede que medio ganso. Reynevan absorbió el olor con tanta fuerza que se olvidó del resto del mundo y, sin saber siquiera cómo y cuándo, se encontró al otro lado de la tapia, en el patio de una posada.
Un perro le ladró, pero más bien por obligación, un ganso, estirando el cuello, chilló por encima de los atalajes del caballo. Al olor del ahumado se unió el aroma del pan cocido, que se alzaba incluso por encima del hedor de un enorme estercolero que estaba lleno de gansos y patos.
Reynevan se bajó del caballo, ató al rucio a un poste. El mozo de establo que se ocupaba de unos caballos estaba tan ocupado que ni siquiera le prestó atención. La atención de Reynevan, sin embargo, la llamó algo distinto: en uno de los postes de la veranda, sobre unos hilos de diversos colores colocados en bastante desorden, colgaba un amuleto de hechicería, tres ramas atadas en triángulo y cubiertas con un manojo de tréboles y botones de oro marchitos. Reynevan se quedó pensativo, pero no se asombró en exceso. La magia estaba por todas partes, la gente usaba artículos mágicos sin saber siquiera lo que significaban y para lo que servían de verdad. Lo importante era sin embargo el hecho de que el amuleto, que debía proteger del mal, por muy mal hecho que estuviera, podía haber hecho que se equivocara su nudo.
Por eso he llegado aquí, pensó. Voto al infierno. Mas, en fin, ya que acá estoy…
Entró, bajando la cabeza porque el cerco de la puerta era muy bajo.
Las telas en las ventanas apenas dejaban pasar la luz, en el interior reinaba una penumbra aliviada tan sólo por el resplandor del fuego en la chimenea. Sobre el fuego estaba colgado un caldero del que de vez en cuando se desbordaba la espuma, a lo que el fuego respondía con siseos y humaredas que añadían dificultad a la visibilidad. No había muchos clientes, sólo en una de las mesas, en el rincón, estaban sentados cuatro hombres, aldeanos con toda seguridad, era difícil comprobarlo en la oscuridad.
Apenas Reynevan se sentó en el banco, una muchacha con un delantal le puso un cuenco delante. Aunque no tenía más intención que comprar pan y seguir cabalgando, no protestó: los copos de harina en el cuenco exhalaban un maravilloso y delicioso olor a tocino fundido. Puso una moneda sobre la mesa, una de las pocas que Kantner le había dado.
La muchacha se inclinó ligeramente y le tendió una cuchara de madera de tilo. Exhalaba un leve olor a hierbas.
– Has caído como la pera en la mierda -murmuró por lo bajo-. Quédate tranquilo. Ya te han visto. Saltarán sobre ti en cuanto te muevas de la mesa. Así que quédate sentado y ni te menees.
Se fue en dirección al hogar, removió el caldero que salpicaba y borboteaba. Reynevan se quedó sentado, tieso, mirando los pedazos de tocino en los copos. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Lo suficiente como para ver que los cuatro hombres a la mesa del rincón portaban demasiadas armas y armaduras como para ser aldeanos. Y que los cuatro lo miraban atentamente.
Maldijo para adentro su estupidez.
La moza volvió.
– Demasiado pocos de los nuestros han quedado en este mundo -murmuró, haciendo como que limpiaba la mesa- para que dejara yo que te prendieran, hijo.
Detuvo la mano y Reynevan vio en su meñique un botón de oro parecido al del amuleto del poste. Llevaba el manojo atado de tal forma que la flor amarilla actuaba como si fuera la joya de un anillo. Reynevan suspiró, tocó instintivamente su propio nudo, su lazo de euforbio, eufrasia y comino que llevaba atado y apretado bajo los lazos del jubón. Los ojos de la muchacha ardieron en la penumbra. Meneó la cabeza.
– Lo vi nomás entraste -susurró-. Y supe que era justo a ti a quien buscaban. Mas no dejaré que te prendan. Pocos quedamos, si no nos ayudamos los unos a los otros, nos extinguiremos. Come, sigue fingiendo.
Comió muy despacio, sentía escalofríos en la espalda al percibir las miradas de los del rincón. La moza agitó la sartén, respondió a gritos a alguien de la otra habitación, echó leña al fuego, volvió. Con una escoba.
– He mandado -murmuró, mientras barría- que lleven a tu caballo al corral, tras la zajurda. Cuando empiece todo, huye por aquella puerta, al fondo, detrás del corral. Ten cuidado cuando cruces el umbral. De esto.
Mientras seguía haciendo como si estuviera limpiando el suelo, alzó con discreción una larga paja e hizo al punto tres nudos.
– No te preocupes por mí -deshizo los escrúpulos de él con un susurro-. Nadie me presta atención nunca.
– ¡Gerda! -gritó el posadero-. ¡Hay que sacar el pan del horno! ¡Muévete, cacho vaga!
La moza se fue. Encorvada, gris, indeterminada. Nadie le prestó atención. Nadie excepto Reynevan, al que ella le lanzó una mirada al irse que quemaba como una tea.
Los cuatro de detrás de la mesa en el rincón se movieron, se levantaron. Se acercaron, haciendo tintinear sus espuelas, con el cuero chirriando, las lorigas crujiendo, las manos apretando los puños de las espadas, las dagas y los puñales. Reynevan maldijo otra vez su estupidez, esta vez desde lo más hondo.
– Don Reinmar Bielau. ¡Eh, mirar, garzones, he aquí lo que de común se da en llamar una buena caza! Rebusca con celo la pieza, extiende la red con miramiento, una pizca de ventura, y velo ahí, no se queda uno sin trofeo. Ciertamente nos ha sonreído hoy la fortuna.
Dos de los esbirros se pusieron a los lados, uno a la derecha, el otro a la izquierda. Un tercero ocupó posición a espaldas de Reynevan. El cuarto, el que había hablado, que llevaba bigotes, vestido con una pesada brigantina de botones, se puso enfrente. Después de lo cual, sin esperar a ser invitado, se sentó.
– ¿No irás a resistirte, a hacer bureo ni tararara alguno? -Era una afirmación más que una pregunta-. ¿Eh? ¿Bielau?
Reynevan no contestó. Mantuvo la cuchara entre la boca y el borde del cuenco, como si no supiera lo que hacer con ella.
– No lo harás -se confirmó a sí mismo el tipo bigotudo de la brigantina-. Puesto que sabes que tal cosa sería una completa necedad. Nosotros no habernos nada contra ti, esto es un negocio de los de a diario. Mas nosotros, quédate con ello, los negocios usuales solemos hacérnoslos livianos. Que principias a montar jarana o a arremolinarte, pues te suavizamos en un amén. Aquí, al borde de esta mesa, te quebramos un brazo. Es método bien probado, luego ya no es menester ni amarrar al paciente. ¿Algo dijiste o me lo figuré?
– Nada he dicho -venció Reynevan la resistencia de sus labios paralizados.
– Y bien hecho. Termina de comer. Hay sus buenas leguas hasta Sterzendorf, no hay por qué viajar hambriento.
– Sobre todo -dijo con retintín el tipo de la derecha, un hombre con loriga y brazales de hierro en los antebrazos- porque en Sterzendorf a fe mía que no te van a dar de comer al punto.
– Mas y si -bufó el de detrás, invisible-, de seguro que no te dan cosa que te guste.
– Si me dejáis ir… Os pagaré… -consiguió decir Reynevan-. Os pagaré más de lo que os dan los Sterz.
– Desairas a unos profesionales -dijo el bigotudo de la brigantina-. Me llamo Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. A mí se me compra, mas no se me unta. ¡Traga, traga copos! ¡Glub, glub!