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Reynevan comió. Los copos habían perdido su sabor. Kunz Aulock -Kirieleisón- introdujo en el cinturón su maza, que hasta entonces había tenido en la mano, y se estiró los guantes.

– No había que haberse arrimado a mujer ajena -dijo-. No ha mucho -siguió, sin esperar respuesta-, le oí a un señor cura que iba borracho referir no sé qué carta, igual a los hebreos. Era algo así: todo quebrantamiento obtendrá su justa paga, iustam mercedis retributionem. Lo que en cristiano quiere decir que, si se ha cometido algo, han de saberse aceptar los efectos del tal cometimiento y estar resuelto a cargar con ellos. Hay que saber afrontarlos con honor. Oh, por ejemplo, mira a la derecha. Éste es el señor Stork, de Gorgowitz. Estando como tú en amores, no ha mucho acometió en sociedad de algunos camaradas cierto acto con una burguesa de Opole, por el que si le aprehendieran, le pasarían por la tenaza y le quebrarían en el potro. ¿Y qué? Mira y admira cómo don Stork lleva su hado con honor, qué clara tiene la tez y la mirada. Toma de él ejemplo.

– Toma ejemplo -carraspeó don Stork, el cual, hablando entre nosotros, la tez la tenía más bien picada de viruelas y la mirada nublada-. Y levanta. Hora es de ponerse en marcha.

En aquel momento el hogar de la chimenea estalló, y con un estruendo horrible recorrieron la habitación un fuego, una tormenta de chispas, unas nubes de humo y de hollín. El caldero voló como si lo hubieran disparado con un cañón, rebotó por el suelo, salpicó su hirviente contenido. Kirieleisón retrocedió y Reynevan empujó con fuerza la mesa sobre él. Dio una patada en la base del banco y el cuenco con los copos a medio comer fue a golpear directamente a la nariz picada del señor Stork. Y como si fuera una anguila se escurrió hacia la puerta del corral. Uno de los sicarios acertó a agarrarlo por el cuello, pero Reynevan, tras haber estudiado en Praga, había sido ya agarrado por el cuello en casi todas las tascas del Casco Viejo y de Mala Strana. Así que dio un quiebro, golpeó con el codo hasta que algo crujió, se liberó y se lanzó hacia la puerta. Recordando la advertencia, evitó con habilidad el atado de paja que estaba justo al otro lado del umbral.

Se entiende que Kirieleisón, que lo estaba persiguiendo, no sabía nada de la paja mágica, y al otro lado del umbral se cayó cuan largo era, resbalando con ímpetu sobre el estiércol de puerco. De seguido cayó en el lazo Stork de Gorgowitz y sobre él, que se había puesto a maldecir todo lo que sobre el mundo entero hubiere, cayó el tercer esbirro. Reynevan ya estaba sobre la silla del caballo que le había estado esperando, ya lo lanzaba al galope, todo derecho, a través del huerto, a través de cuadros de coles, a través de un seto de grosellas. El viento le silbaba en los oídos, aún escuchó a sus espaldas maldiciones y gruñido de cerdos.

Estaba entre los sauces, junto a un ahumadero abandonado, cuando escuchó por detrás el trápala de los caballos y los gritos de los perseguidores. Así que en vez de rodear el estanque, galopó por encima del fino dique. El corazón se le heló varias veces cuando el dique de tierra se deshizo bajo los cascos. Pero lo consiguió.

Sus perseguidores también se lanzaron por el dique. Pero no tuvieron la misma suerte. El primer caballo no había llegado siquiera a la mitad cuando se deslizó entre relinchos y se hundió hasta la barriga en el fango. Un segundo caballo se agitó, sus cascos deshicieron por fin del todo el dique, resbaló de culo hasta el denso barro. Los jinetes gritaban, maldecían con rabia. Reynevan comprendió que debía aprovechar las circunstancias y el tiempo que le proporcionaban. Picó espuelas a su rucio, echó a galopar subiendo la cuesta, en dirección a unas colinas arboladas detrás de las que esperaba hallar una espesura salvadora.

Aunque era consciente de lo que arriesgaba, obligó a su caballo, que respiraba roncamente, a un forzado galope hacia lo alto. Tampoco dejó descansar al rucio cuando llegó a la cumbre de la colina, de inmediato lo lanzó a través de los crecidos matorrales al borde del camino. Y entonces, de forma completamente inesperada, le cortó el camino un jinete.

Su asustado rucio se puso a dos patas, relinchando como un loco. Reynevan aguantó en la silla.

– No ha estado mal -dijo el jinete. O mejor dicho la amazona, pues era una muchacha.

Bastante alta, con ropa de hombre, un prieto jubón de terciopelo de bajo el que le sobresalían por el cuello los volantes de una camisa blanca como la nieve. Llevaba una gruesa trenza rubia que le caía sobre el hombro surgiendo desde un sombrero de marta, y que adornaba con un manojito de plumas de garza y un broche de oro con un zafiro que debía de valer lo mismo que un buen alazán.

– ¿Quién te persigue? -gritó, controlando con habilidad a su caballo, que bailoteaba inquieto-. ¿La ley? ¡Dilo ya mismo!

– No soy un malhechor…

– ¿Entonces por qué?

– Por amor.

– ¡Ja! Lo pensé al punto. ¿Ves aquella fila de oscuros árboles? Por allí fluye el Stobrawa. Cabalga veloz hacia allí y escóndete en las ciénagas de la orilla izquierda. Y yo los alejaré de ti. Dame tu capa.

– Qué es lo que vos, señora… Cómo…

– ¡Dame la capa, he dicho! Cabalgas bien, pero yo cabalgo mejor. ¡Ah, qué aventura! ¡Ah, cómo voy a poder contarla! ¡Elzbieta y Anka se van a morder los codos de envidia!

– Señora… -musitó Reynevan-. No puedo… ¿Qué pasará si os alcanzan?

– ¿Ellos? ¿A mí? -bufó, frunciendo unos ojos azul turquesa-. ¡Te estás burlando!

Su yegua, por casualidad también rucia, echó atrás una testa llena de gracia, bailoteó de nuevo. Reynevan se vio obligado a reconocer las razones de aquella extraña señora. Aquel noble corcel valía a primera vista bastante más que el broche de oro del sombrero.

– Esto es una locura -dijo, lanzándole su capa-. Mas os lo agradezco. Os resarciré…

Los gritos de los perseguidores se oyeron viniendo desde abajo.

– ¡No pierdas tiempo! -gritó la doncella, cubriéndose la cabeza con la capucha-. ¡Adelante! ¡Al Stobrawa!

– Señora… Vuestro nombre… Decídmelo…

– Nicoletta. Mi Alcasín perseguido en nombre del Amor. ¡Adiós!

Lanzó la yegua al galope y era aquello más vuelo que galope. Bajó por la pendiente como un huracán, envuelta en una nube de humo, se mostró a los perseguidores y siguió por la colina con un galope tan loco que a Reynevan le desaparecieron al instante los remordimientos de conciencia. Comprendió que la amazona rubia no estaba en peligro alguno. Los pesados pencos de Kirieleisón, Stork y del resto, que llevaban encima a unos mozos de doscientas libras, no podían competir con una yegua rucia de pura sangre que para más inri sólo cargaba con una ligera muchacha y una silla ligera. Y de hecho, la doncella no se dejó ni siquiera perseguir con la vista, desapareció tras la colina al instante. Pero los perseguidores la siguieron, con tozudez y sin perdón.

La pueden hacer cansarse con un trote continuo, pensó Reynevan con miedo. A ella y a su yegua. Pero acalló su conciencia, ella tiene su comitiva en los alrededores. En tal caballo, así vestida, está claro que se trata de una muchacha de alta cuna, alguien como ella no viaja sola, pensó, lanzándose al galope hacia la dirección marcada por la doncella.

Y desde luego, pensó, bebiendo el viento en su carrera, no se llama Nicoletta. Se burló de mí, pobre Alcasín.

Oculto entre los pantanos junto al Stobrawa, Reynevan respiró aliviado por fin, qué digo, hasta se sintió orgulloso y altanero, un verdadero Roldan, o un Ogier, llevando al error a las hordas de moros que lo perseguían y burlándose de ellos. Sin embargo, la altanería y el orgullo lo abandonaron cuando le pasó una aventura poco caballeresca, cuando le sucedió algo que, si hemos de creer a los romances, nunca le sucedió ni a Roldan, ni a Ogier, ni a Astolfo, ni a Reinaldo de Montalbán ni a Raúl de Cambrai.

De forma absolutamente común y corriente, su caballo empezó a cojear.