Reynevan se bajó en cuanto sintió el ritmo falso y quebrado del paso de su cabalgadura. Examinó la pata y el casco del rucio, pero no fue capaz de encontrar nada. Y mucho menos de hacer nada. No pudo más que seguir a pie, llevando de las riendas al cojo animal. Estupendo, pensó. De miércoles a viernes, un caballo reventado, el otro cojo. Estupendo. Un buen resultado.
Para colmo, desde lo alto de la orilla derecha del Stobrawa le llegaron unos silbidos, relinchos, maldiciones y gritos pronunciados por la conocida voz de Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. Reynevan arrastró al caballo hacia unos matorrales más densos, lo agarró de los ollares para que no relinchara. Los gritos y las maldiciones se perdieron en la lejanía.
Han cogido a la muchacha, pensó, y el corazón le saltó hasta la garganta, tanto del miedo como de los remordimientos de conciencia. La han alcanzado.
No la alcanzaron, no la cogieron, le tranquilizó la razón. La siguieron como mucho hasta su comitiva, donde se dieron cuenta del engaño. Donde Nicoletta se rió de ellos y se burló, segura entre sus caballeros y pajes.
Así que han vuelto, rebuscan, persiguen. Cazadores.
Pasó la noche entre los arbustos, con los dientes castañeteándole, espantando a los mosquitos. Sin cerrar los ojos. O puede que cerrándolos, pero sólo para un momentito. Debió de haberse dormido, debió de haber soñado, porque, ¿de qué otra forma habría podido ver a la muchacha de la taberna, aquella gris, a la que nadie prestaba atención, la del anillo de botón de oro? ¿Cómo si no en sueños pudo haber venido a él?
Han quedado ya tan pocos de nosotros, dijo la muchacha, tan pocos. No te dejes prender, no dejes que te encuentren. ¿Qué es lo que no deja huella? ¿El pájaro en el aire, el pez en el agua?
El pájaro en el aire, el pez en el agua.
Quiso preguntarla quién era, de dónde conocía los nudos, qué cosa -porque no había sido pólvora- había provocado la explosión de la chimenea. Quería preguntarle tantas cosas.
Pero no le dio tiempo. Se despertó.
Se puso en camino aun antes de que llegara el alba. Se orientó por el curso del río. Había andado como una hora, siguiendo el camino un poco más alto, cuando a sus pies se extendió de pronto un valle con un ancho río. Tan ancho como sólo había uno en toda Silesia.
El Oder.
Una pequeña barca navegaba por el Oder, siguiendo la corriente, llena de gracia, deslizándose hábilmente como un somormujo por el borde de unos claros bajíos. Reynevan la miró con ansia.
Así que así de astutos sois, pensó, contemplando cómo el viento hinchaba las velas de la barca y el agua formaba espuma en la proa. ¿Tales cazadores sois? ¿Don Kirieleisón et consortes? ¿Unos tales que creéis que me vais a rastrear, a meter en la red? ¡Esperad tan sólo que os la voy a liar! Me voy a escapar de vuestra trampa con tanta gracia y habilidad que os vais a dar a todos los diablos antes de que encontréis de nuevo mi rastro. Porque vais a tener que buscarlo en Wroclaw.
El pájaro en el cielo, el pez en el agua…
Tiró del caballo en dirección a un muy pisoteado camino que iba hacia el Oder. Para asegurarse, sin embargo, no siguió el camino, sino que se mantuvo entre las praderas y los sauces. El camino, pensaba, marcaba la dirección hacia un embarcadero en el río. Pensó bien.
Ya desde lejos escuchó las voces excitadas de las gentes en el embarcadero, aunque no estaba claro si se estaban peleando o si estaban en medio de unas apasionadas negociaciones de trato o comercio. Sin embargo, resultaba fácil reconocer la lengua en la que hablaban. Estaban hablando en polaco.
Así que antes de que saliera de los matojos y de que viera el embarcadero desde la pendiente, Reynevan supo a quién pertenecían tanto las voces como las pequeñas lanchas, barcas y gabarras que estaban atadas a los postes. Eran wasserpolen, polacos de agua, almadieros y pescadores del Oder, que estaban organizados más en forma de clan que de gremio, una sociedad, una maszopena que, aparte de por la profesión realizada, estaba unida por su idioma y un fuerte sentimiento de diferencia nacional. Los polacos de agua tenían en su poder buena parte de la pesca en Silesia, una porción importante del acarreo de madera y aún mayor del pequeño transporte fluvial en el que competían con éxito con la Hansa. La Hansa no subía por el Oder más que hasta Wroclaw, los polacos de agua llevaban mercancías hasta Raciborz. Corriente abajo navegaban hasta Frankfurt, Lebus y Kostrzyn, incluso -evitando de forma incomprensible el riguroso derecho de mercancías de Frankfurt- más abajo, hasta la misma desembocadura del Warta.
Del embarcadero le llegó un olor a pescado, fango y brea.
Reynevan condujo con dificultad al cojo caballo por la pendiente resbaladiza de barro, se acercó al embarcadero, atravesando por entre chamizos, casuchas y redes puestas a secar. Por la plataforma pateaban y chasqueaban los pies desnudos, la carga y descarga estaba en su apogeo. De una barca se descargaba, a otra se cargaba. Parte de la mercancía, que se componía principalmente de pieles curtidas y barriletes de contenido desconocido, estaba siendo transportada desde el embarcadero a unos carros, un mercader con barba vigilaba la operación. Se llevaba a un toro a una de las barcas. El animal bramaba y pateaba, toda la plataforma temblaba. Los almadieros maldijeron en polaco.
Todo se tranquilizó muy deprisa. Los carros con las pieles y los barriletes se fueron, el toro intentaba abrir con un cuerno la estrecha prisión en que lo habían metido. Los polacos de agua, de acuerdo con su costumbre, se pusieron a discutir. Reynevan sabía polaco lo suficiente como para entender que se trataba de una discusión por nada.
– ¿Alguno de vosotros, si se me permite preguntar, navega corriente abajo, hacia Wroclaw?
Los polacos de agua interrumpieron su disputa y lanzaron a Reynevan una mirada no especialmente amable. Uno escupió al agua.
– Y si es así -bufó-, ¿qué? ¿Señorito hidalgo?
– Mi caballo se ha quedado cojo. Y tengo que ir a Wroclaw.
El polaco bufó con rabia, carraspeó, escupió otra vez.
– Bueno. -Reynevan no renuncié)-. ¿Entonces qué?
– No llevo alemanes.
– No soy alemán. Soy silesio.
– ¿Sí?
– Sí.
– Entonces di esto: soczewica, kolo, miele, mlyn.
– Soczewica, kolo, miele, mlyn. Y tú di esto: stol zpowylamywanymi nogami.
– Stol z powy… myla… waly… Sube.
Reynevan no dejó que se lo repitieran dos veces, pero el almadiero enfrió su acaloramiento.
– ¡Espera! ¿Adonde? En primer lugar, yo no voy más que hasta Olawa. En segundo lugar, esto cuesta cinco scotus. Y cinco más por el caballo.
– Si no los tienes -se entrometió con sonrisa de zorro otro wasser-polaco al ver que Reynevan revolvía en su bolsa con un gesto turbado-, yo te compro el caballo. Te doy cinco… no, venga, seis scotus. Doce grosches. Tendrás lo justo para el viaje. Y en no teniendo el caballo, no tendrás que pagar por él. Una ganancia limpia.
– Este caballo -advirtió Reynevan- vale por lo menos cinco marcos.
– Este caballo -lo contradijo el polaco con frescura- no vale una mierda. Porque no vas a llegar con él allí adonde tanta prisa tienes. ¿Así que qué va a ser? ¿Lo vendes?
– Si añadís tres scotus más por la silla y las riendas.
– Un scotus.
– Dos.
– Trato hecho.
Dinero y caballo cambiaron de propietario. Reynevan palmoteo al rucio en el cuello para despedirse, acarició su crin y se sorbió la nariz al decirle adiós a su amigo y compañero de desgracias. Luego se agarró a la cuerda y saltó a cubierta. El barquero quitó la soga del poste. La barca tembló, navegó con lentitud por la corriente. El toro bramó, los pescados apestaban. En la plataforma, los polacos de agua contemplaban la pata del rucio y se peleaban por nada.