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La barca navegó corriente abajo. Hacia Olawa. El agua gris del Oder chapoteaba y lanzaba espuma sobre la borda.

– ¿Señor?

– ¿Qué? -Reynevan se incorporó, se restregó los ojos-. ¿Qué pasa, señor barquero?

– Olawa está ante nosotros.

Desde la desembocadura del Stobrawa en el Oder hasta Olawa hay algo menos de cinco millas. Esta distancia, recorrida a favor de la corriente, la puede vencer una barca en un tiempo no mayor que diez horas. Con la condición de que se navegue sin grandes detenciones y no haya, excepto la navegación, otras tareas.

El wasserpolaco, barquero de la barca, tenía tareas sin medida. Tampoco Reynevan podía quejarse de falta de paradas por el camino. Hablando en general, no tenía motivo alguno para quejarse. Aunque en lugar de diez horas había pasado en la barca día y medio y dos noches, estaba bastante seguro, viajaba con comodidad, se permitía un descanso, dormía como es debido y comía hasta hartarse. Hasta conversaba un poco.

El polaco de agua -aunque no le había dicho su nombre a Reynevan y tampoco de él lo había requerido- era en suma una persona completamente simpática y agradable en el trato. Aunque poco hablador, por no decir taciturno, no era en absoluto ceñudo y destemplado. Aunque sencillo, tampoco era tonto. La barca cruzaba entre meandros y bajíos, deteniéndose ora en un embarcadero a la orilla izquierda, ora en uno a la derecha. La tripulación de cuatro personas remoloneaba que daba gusto, el patrón maldecía y los espoleaba. El timón lo aferraba con seguridad la mujer del wasserpolaco, una moza bastante más joven que él. Reynevan, para no aprovecharse de la hospitalidad, evitaba si podía la vista de los poderosos muslos que sobresalían bajo su falda recogida. Volvía, si le daba tiempo, la vista, cuando en las maniobras de pilotaje se le alzaba la camisa sobre unos pechos dignos de Venus.

Reynevan visitó con la barca paradas en el Oder de nombres como Jazica, Zagwizdzie, Kleby y Mat, fue testigo de pescas colectivas y de transacciones comerciales, así como de tratos de boda. Vio la carga y descarga de las más diversas mercancías. Vio cosas que antes de entonces no había acertado a ver, como un siluro que medía cinco codos y pesaba veinticinco libras. Comió lo que nunca había comido antes, como filetes del mencionado siluro asados al fuego. Se enteró de cómo había que defenderse del ahogado, de la ninfa y del wirnik. Cuál es la diferencia entre una atarraya y un chinchorro, y cuál entre una represa y un dique, cuál entre un banco de arena y un desnivel, entre una brema y una carpa. Escuchó palabras bastante feas acerca de los señoritingos alemanes que molestaban a los polacos de agua con aduanas, aranceles e impuestos dignos de verdaderos bandidos.

Y a la siguiente mañana resultó que era domingo. Los polacos de agua y los pescadores locales no trabajaban. Rezaron largo rato ante unas figuras de la Madre de Dios y de San Pedro realizadas con bastante poca fortuna, luego celebraron una comilona, luego hicieron algo que semejaba un concejo, luego, por fin, se emborracharon y se pegaron.

Así que, aunque largo, el viaje no se hizo aburrido. Y ahora era el alba, o mejor dicho la mañana. Y la ciudad de Olawa estaba al otro lado del recodo del río. La mujer del wasserpolaco se apoyó en el timón, la camisa se apretó sobre sus pechos.

– En Olawa -dijo el barquero-, por diversos asuntos, habré de pasar uno, a lo sumo dos días. Si estáis dispuesto a esperar, os llevaré hasta Wroclaw, joven señor silesio. Sin pagar más.

– Gracias. -Reynevan extendió la mano, consciente de que acababa de tener el honor de haber despertado su simpatía-. Gracias, mas en el camino tuve tiempo de pensar ciertos asuntos. Y ahora Olawa me resulta mejor que Wroclaw.

– Como queráis. Os depositaré donde sea vuestra voluntad. ¿En la orilla diestra o siniestra?

– Quisiera ir al camino de Strzelin.

– O sea, en la siniestra. ¿He de entender que queréis evitar el alfoz mismo de la ciudad?

– Querría -reconoció Reynevan, asombrado de la astucia del polaco-. Si no es una molestia para vos.

– Qué me va a molestar. Timón a la izquierda, Maryska. Junto al Dique del Tordo.

Al otro lado del Dique del Tordo se extendía un amplio brazo muerto del río, cubierto por completo con una alfombra de nenúfares de doradas flores. Sobre el brazo muerto flotaba una niebla. Se escuchaban los lejanos rumores de los arrabales de Olawa, ya despiertos: el canto de los gallos, los gañidos de los perros, el golpeteo de metal sobre metal, las campanas de la iglesia.

A una señal dada, Reynevan saltó sobre un embarcadero que se balanceaba. La barca se apoyó en un poste, cortó con su proa las plantas acuáticas, volvió perezosamente a la corriente.

– ¡Siguiendo el dique todo el tiempo! -gritó el wasserpolaco-. ¡Teniendo el sol a las espaldas! ¡Hasta la puente sobre el Olawa, luego hacia el bosque! Habrá un arroyo y tras él, el camino de Strzelin. ¡No podéis equivocaros!

– ¡Gracias! ¡Id con Dios!

La niebla comenzó a surgir rápidamente desde el río, la barca comenzó a desaparecer. Reynevan se echó su petate al hombro.

– ¡Señor silesio! -le llegó desde el río.

– ¿Sí?

– Stol z powylamywanymi nogami!

Capítulo sexto

En el cual Reynevan es primero apaleado, y al poco se pone en camino hacia Strzelin en compañía de cuatro personas y un perro. El tedio del viaje lo ameniza una disputa acerca de las herejías que, a lo visto, se multiplican como la mala yerba.

Por la linde del bosque, entre las verdes centinodias, por un lecho entre meandros delimitado por una hilera de sauces, corría alegre, bañado por el sol, un riachuelo. Allí donde comenzaba el paso y el camino penetraba en el bosque, unía las orillas del riachuelo un puente de gruesas tablas, unas tablas tan negras, tan mohosas y envejecidas como si la construcción hubiera sido realizada en tiempos de Enrique el Piadoso. En el puente se hallaba un carro de viaje al que estaba engarzada una jamelga baya y escuchimizada. El carro estaba muy torcido. Se podía ver por qué.

– La rueda -afirmó Reynevan, acercándose-. Es el problema, ¿no?

– Más de lo que pensáis -respondió, manchándose de alquitrán la frente sudorosa, una mujer joven, pelirroja y guapa, aunque un tanto rellena-. El eje se ha quebrado.

– Ja, entonces, sin herrero no hay tu tía.

– ¡Ay, ay! -El otro viajero, un judío barbudo vestido con sencillas ropas pero cuidadas y para nada pobres, se agarró con ambas manos su gorrilla de zorro-. ¡Señor de Isaac! ¡Qué desgracia! ¡Qué mala suerte! ¿Qué hacer entonces?

– ¿Ibais hacia Strzelin? -concluyó Reynevan a partir de la dirección en que se encontraba el timón del carro.

– Lo habéis adivinado, noble mancebo.

– Os ayudaré y vos a cambio me lleváis. Como veis, yo también voy en esa dirección. Y también tengo problemas.

– Difícil no es el darse cuenta. -El judío meneó la barba y los ojos le brillaron con astucia-. Noble sois, joven señor, vese a la legua. ¿Mas dónde trajina el vuestro caballo? ¿En carro se os antojara viajar, no siendo Lanzarote? Ea pues. Bueno es teneros delante. Llamóme Hiram ben Eliazar, rabino de Brzeg. De jornada a Strzelin…

– Y yo llamóme -tomó alegremente la palabra la pelirroja, imitando la forma de hablar del judío- Dorotea Faber. De jornada por el ancho mundo. ¿Y vos, noble mancebo?

– Mi nombre es -decidió Reynevan al cabo de un instante de vacilación- Reinmar Bielau. Escuchad. Obraremos de tal modo. Arrastraremos como podamos el carro fuera del puente, desengarzamos a la yegua y yo cabalgaré a toda prisa hasta Olawa, a los arrabales, con el eje, al herrero. Y si falta hiciera, hasta al propio herrero traería. Pongámonos a trabajar.

Resultó que no era tan fácil.

Dorotea Faber fue de poca ayuda, el anciano rabino de ninguna en absoluto. Aunque la escuchimizada yegua clavaba con fuerza los cascos en las podridas tablas y tiraba de la collera, no movieron el carro más que una pulgada. Reynevan no era capaz de levantar solo el vehículo. Así que al fin se sentaron junto al eje roto y miraron, jadeando, a los gobios y las lampreas, que había tantos que hasta agitaban el arenoso fondo del riachuelo.