– Habéis dicho -preguntó Reynevan a la pelirroja- que vais al ancho mundo. ¿Adonde?
– Adonde esté el pan -respondió con ligereza, limpiándose la nariz con el reverso de la mano-. De momento, dado que el señor judío tan solícitamente me acogiera en su carro, con él hasta Strzelin, luego, quién sabe, acaso y hasta el propio Wroclaw. En mi oficio no ha de faltarme trabajo en ningún lado, aunque querría tener de lo mejor…
– ¿En vuestro… oficio? -Reynevan comenzó a comprender-. Esto… esto significa que…
– Precisamente. Soy… cómo lo llamáis… Eso, sí… una moza del partido. Hasta no ha mucho en el lupanar brzegano La Corona.
– Entiendo. -Reynevan meneó serio la cabeza-. ¿E ibais juntos? ¿Un rabino? ¿Y tú? ¿Tomaste en tu carro…? Humm… ¿A una cortesana?
– ¿Y es que no iba a tomarla? -El rabino Hiram abrió mucho los ojos-. La tomé. Vaya un infame malvado habría yo sido, noble mancebo, de no haberlo hecho.
Las tablas mohosas vibraron bajo unos pasos.
– ¿En aprietos andáis? -preguntó uno de los tres hombres que habían entrado en el puente. ¿Auxilio os hace falta?
– Mal no vendría -reconoció Reynevan, aunque la jeta desagradable y los ojos vivarachos de quienes ofrecían la ayuda no le gustaban nada, pero que nada. Y resultó que, como se vio más tarde, con toda razón. Al punto, con un simple empujón de los fuertes brazos, el carro se encontró en la pradera junto al puente.
– ¡Bueno! -dijo, agitando un bastón, el más alto de los rufianes, que era peludo hasta las orejas-. A trabajo hecho, paga que espera.
Desengarza, judío, el caballo del carro, quítate la capa y afloja la bolsa. Tú, caballerete, sácate el jubón y salte de las botas. Y tú, guapetona, salte de todo, que a ti te toca pagar en otra manera. ¡En pelota viva!
Sus compadres se echaron a reír, mostrando sus dientes podridos. Reynevan se agachó y tomó el palo con el que había sujetado el carro.
– Velailo -lo señaló con el bastón el peludo-, qué caballerete más reñidor. No le ha instruido la vida que si a uno le mandan dar las botas, darlas hay. Puesto que descalzo andar se puede, mas con las rodillas quebradas no. ¡Venga! ¡Dadle de palos!
Los truhanes retrocedieron ágilmente ante el molinete silbante con el que Reynevan se protegió, uno se acercó por detrás y con una hábil patada en la rodilla tumbó al muchacho en el suelo, aunque él mismo se lanzó a gritar y a girar intentando proteger sus ojos de las uñas de Dorotea Faber, que le había saltado a la espalda. Reynevan recibió un golpe de bastón en las costillas, se encogió bajo una lluvia de patadas y palos y vio cómo uno de los rufianes derrumbaba a puñetazos al judío, que había intentado intervenir. Y luego vio al diablo.
Los jayanes comenzaron a gritar. De un modo horrible.
Lo que se había lanzado sobre los jayanes no era, por supuesto, diablo alguno. Era un perro grande, negro como la pez, un dogo, que llevaba al pescuezo un collar erizado de púas. El perro se deslizaba por entre los jayanes como un rayo negro, pero atacaba no como un dogo, sino como un lobo. Clavaba los colmillos y soltaba la presa. Para morder enseguida a otro. En la pantorrilla. En los muslos. En la entrepierna. Y cuando cayeron, en las manos y la cara. Los gritos de las víctimas se fueron haciendo macabramente débiles. Ponían la carne de gallina.
Sonó un modulado y penetrante silbido. El dogo negro dejó al instante a los jayanes, se sentó inmóvil con las orejas alzadas. Como una figura de antracita.
Un jinete vino por el puente. Cubierto con una corta capa gris sujeta por un alfiler de plata, un ajustado jubón y un gorro de piel del que caía una larga cola hasta los hombros.
– Cuando el sol llegue a la copa de aquel pino -habló con donosura el recién llegado, incorporando en la silla de un semental moro una figura que no era precisamente pequeña- soltaré a Belcebú tras vuestras huellas, bellacos. Ése es el tiempo que tenéis, miserables. Y dado que Belcebú es muy rápido, os aconsejo que corráis. Y desaconsejo que hagáis pausa en la carrera.
A los miserables no hizo falta repetírselo dos veces. Se perdieron en el bosque, cojeando, gimiendo, lanzando de vez en cuando una asustada mirada a sus espaldas. Belcebú, como si supiera con qué los iba a atemorizar más, no los miraba a ellos, sino al sol y la copa del pino.
El jinete hizo moverse un poco a su semental. Se acercó, miró desde arriba al judío, a Dorotea Faber y a Reynevan, el cual se acababa de levantar y se masajeaba las costillas y se limpiaba la sangre de la nariz. El jinete miró sobre todo a Reynevan -lo que no pasó inadvertido al muchacho- con especial atención.
– Vaya, vaya -dijo por fin-. Una situación clásica. Como de un cuento. Un pantano, un puente, una rueda, problemas. Y ayuda a pedir de boca. ¿No la llamasteis acaso? ¿No tenéis miedo de que saque del bolsillo un quirógrafo y os haga firmarlo?
– No -dijo el rabino-. A otro perro con ese güeso.
El jinete bufó.
– Me llamo Urban Horn -anunció, mirando todavía directamente a Reynevan-. ¿Y a quién hemos ayudado yo y mi Belcebú?
– Rabino Hiram ben Eliazar de Brzeg.
– Dorotea Faber.
– Lanzarote del Carro. -Reynevan, pese a todo, no se fiaba del todo.
Urban Horn volvió a bufar, se encogió de hombros.
– Me pienso que el camino que lleváis es el de Strzelin. He franqueado en el camino a un viajero que igual meta tenía. Si permitís un consejo, mejor sería mendigarle que os llevara consigo antes que pelearse con la rueda rota hasta la noche. Mejor. Y más seguro.
El rabino Hiram ben Eliazar lanzó una mirada nostálgica a su vehículo, mas con un mesarse la barba reconoció su razón al desconocido.
– Y ahora -el desconocido miró al bosque, a la copa del pino-, adiós. Me llama el deber.
– Pensé -se atrevió Reynevan- que tan sólo teníais en el ánimo asustarlos…
El jinete lo miró a los ojos y su mirada era fría. Como el hielo.
– Quería asustarlos -reconoció-. Mas yo, Lanzarote, nunca amenazo en vano.
El viajero anunciado por Urban Horn resultó ser un cura. Un gordezuelo de tonsura muy grande, vestido con una capa de visones, que conducía un amplio carro.
El cura detuvo al caballo, escuchó la historia sin bajar del pescante, miró el carro con el eje quebrado, examinó atentamente a cada uno de los componentes del trío de humillados pedigüeños, comprendió por fin qué era lo que los pedigüeños pedían.
– ¿Que qué? -preguntó al fin con gran incredulidad-. ¿Hasta Strzelin? ¿En mi carro?
Los pedigüeños adoptaron unos gestos todavía más humillados.
– ¿Yo, Felipe Granciszek de Olawa, capellán de Nuestra Señora del Consuelo, buen cristiano y clérigo católico, he de subir a mi carro a un judío? ¿A una puta? ¿Y a un vagamundo?
Reynevan, Dorotea Faber y el rabino Hiram ben Eliazar se miraron los unos a los otros, y el gesto tenían turbado.
– Subid -anunció por fin con sequedad el cura-. Vaya un infame malvado sería yo, si no lo hiciera.
No había pasado una hora cuando, ante el robusto valaco que tiraba del sacerdotal carro, apareció Belcebú, brillante de rocío. Y un poco después apareció Urban Horn en el camino, en su caballo moro.
– Iré con vosotros hasta Strzelin -declaró sin rodeos-. Naturalmente, si no tenéis nada en contra.
Nadie tuvo nada en contra.
Sobre la suerte que corrieran los truhanes nadie preguntó. Y los inteligentes ojos de Belcebú no dejaban transparentar nada.
O todo.
Y de este modo recorrieron el camino a Strzelin por el valle del río Olawa, ora por entre densos bosques, ora por sobre anchas praderas cubiertas de hierbas. Por delante, como si fuera un explorador, iba corriendo el dogo Belcebú. El perro patrullaba el camino, a veces desaparecía en el bosque, olfateaba los arbustos y hierbas. No hubo lugar a perseguir y ladrar a las liebres y las urracas espantadas, aquello estaba, al parecer, por debajo de la dignidad del negro perrato. No hubo lugar a que Urban Horn, el misterioso desconocido de los ojos fríos, que cabalgaba junto al carro en su semental moro, tuviera que llamar o amonestar al perro.