Dorotea Faber conducía el carro sacerdotal tirado por el robusto valaco. La pelirroja coima brzegana se lo había pedido al clérigo y de forma bastante evidente lo trataba como una especie de pago por el viaje. Y conducía estupendamente, con mucha habilidad. De esta forma, el cura Felipe Granciszek, sentado junto a ella en el pescante, podía dormitar o discutir sin preocuparse por el vehículo.
En el carro, sobre unos sacos de avena, dormitaban o discutían, dependiendo de las circunstancias, Reynevan y el rabino Hiram ben Eliazar.
En la cola, atada a la escalerilla del carro, iba la escuchimizada yegua judía.
De modo que se viajaba, se dormitaba, se discutía, se dejaba de hacerlo, se discutía, se dormitaba. Se comía lo uno o lo otro. Se vació un galápago de aguardiente que sacó de sus bagajes el cura Granciszek. Se vació un segundo que se sacó de bajo la capa el rabino Hiram.
Muy pronto, apenas pasado Brzezmierz, salió a la luz que el clérigo y el judío iban a Strzelin con casi idéntico propósito: a entrevistarse con el canónigo del capítulo de la catedral de Wroclaw que estaba de visita en la ciudad y la parroquia. Sin embargo, mientras que el cura Granciszek iba, como reconoció, requerido, por no decir obligado, el rabino no tenía más que la confianza de que le concedieran audiencia. El clérigo no le daba muchas esperanzas.
– El excelentísimo canónigo -dijo- tiene muchísimo trabajo. Muchos asuntos, juicios, audiencias sin cuento. ¡Pues malos tiempos nos ha tocado vivir, ay, malos!
– Como si alguno fuera bueno. -Dorotea Faber tiró de las riendas.
– Refiérame a tiempos malos para la Iglesia -recalcó el cura Granciszek-. Y para la verdadera fe. Puesto que medra, medra la mala hierba de la herejía. Te encuentras con alguno, te saluda en nombre de Dios y no sabes si es un hereje. ¿Habéis dicho algo, rabino?
– Ama a tu prójimo -murmuró Hiram ben Eliazar, no se sabía si en sueños-. El profeta Elias puede reflejarse en cada rostro.
– Oh. -El cura Felipe agitó la mano con desprecio-. Filosofía judaica. Y yo digo: celo y trabajo, celo, trabajo y oración. Puesto que la roca de Pedro tiembla y se estremece. Medra, medra alrededor la hierba de la herejía.
– Eso ya lo habéis dicho, pater. -Urban Horn detuvo al caballo para cabalgar junto al carro.
– Pues porque es verdad. -Al cura Granciszek, por lo visto, se le había quitado el sueño por completo-. Cuantas veces quiera que lo diga, es verdad. Se extiende la herejía, crece la apostasía. Como setas después de la lluvia crecen los falsos profetas, dispuestos a falsificar la Ley de Dios con sus falsas enseñanzas. Ciertamente que decirse puede que hasta profético escribió el apóstol Pablo a Timoteo: «Porque vendrá tiempo cuando ni sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias. Y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas». Y dirán, Dios se apiade, que hacen en nombre de la verdad aquello que hacen.
– Todo en este mundo -advirtió con desgana Urban Horn- desarróllase bajo el lema de la lucha por la verdad. Y aunque por lo común de muy variadas verdades se trata, una verdad se beneficia de ello. La verdadera.
– Herético suena -el cura frunció el ceño- lo que dijerais. A mí, si se me permite, en lo tocante a la verdad más me agrada lo que el maestro Johann Nider escribiera en su Formicarius. Y en él comparó a los herejes con ciertas hormigas que habitan en la India, las cuales recolectan esforzadamente en la arena granitos de oro y los conducen a su hormiguero, pese a que del tal polvillo ningún beneficio reciben, pues ni comerlo pueden, ni en manera alguna usarlo. Del mismo modo los heréticos escudriñan las Santas Escrituras y buscan en ella la semilla de la verdad, adempero no saben qué hacer con la tal verdad.
– Hermoso fue lo dicho -suspiró Dorotea Faber, espoleando al valaco-. Lo de las hormigas, quiero decir. Oh, ciertamente, cuando escucho cosas tan sabias algo me aprieta en los bajos.
El cura no prestó atención ni a ella ni a sus bajos.
– Los cataros -departió- o dicho de otro modo, los albigenses, que la mano tendida de la Iglesia, que anhelaba regresarlos a su seno, como lobos mordieron. Los valdenses y lolardos, que se atrevieron a blasfemar contra el Santo Padre y la Iglesia y a llamar a la liturgia ladridos de perro. Los repugnantes renegados de los bogomilos y de los a ellos semejantes paulicianos. Alexianos y patripasianos, que se atrevieron a negar la Santísima Trinidad. Los fratricelli de Lombardía, esos rufianes y bandoleros, que más de un clérigo tienen en su conciencia. Sus semejantes los dulcinistas, partidarios de Fra Dolcino. ítem, otros muchos cismáticos: priscilianos, petrobrusianos, arnoldistas, speronistas, pasagianos, messalianos, hermanos apostólicos, pastorelos, patarenos y mauricianos. Los poplicanos y turlupinos, que la divinitas Christi negaban, rechazaban los sacramentos y se inclinaban ante el diablo. Los luciferianos, cuyo mismo nombre claramente expresa a quién rinden su blasfemo homenaje. Bueno, y por supuesto, los husitas, enemigos de la fe, de la Iglesia y del Papa…
– Para que sea más gracioso -introdujo con una sonrisa Urban Horn- todos los por vos nombrados se consideraban a sí mismos portadores de la verdad y tenían a los otros por enemigos de la fe. En cuanto a lo que se refiere al Papa, habréis de reconocer, señor cura, que a veces es difícil elegir entre tantos al que sea el verdadero. Y en lo tocante a la Iglesia, todos a coro hablan de la necesidad de la reforma in capite et in membris. ¿No os hace pensar esto, reverendo?
– No comprendo las vuestras palabras -reconoció Felipe Granciszek-. Mas si os referís a que en el mismo seno de la Iglesia la herejía prospera, entonces tenéis razón. Muchos hállanse cerca del pecado de ser débiles en la fe y en su vanidad se exceden en las devociones. Corruptio optimi pessima! ¡Tomemos por ejemplo el casus de los por todos conocidos flagelantes! Ya en 1349 el papa Clemente VI los reconoció como heréticos, los maldijo y ordenó penarlos, ¿mas ayudó esto?
– No ayudó -anunció Horn-. Siguieron vagabundeando por todas las Alemanias avivando el regocijo de las gentes, puesto que también hembras en cuantía había entre ellos y éstas flagelábanse desnudas hasta la cintura, con las tetas al aire. Algunas con tetas bien hermosas, y sé lo que digo pues vi yo sus procesiones en Bamberg, en Goslar y en Fürstenwalde. ¡Oh, se les meneaban aquellas tetillas, cómo se les meneaban! El último concilio los condenó de nuevo, mas esto de nada sirve. En cuanto venga otra peste u otra desgracia, comenzarán de nuevo las procesiones de flagelantes. Simplemente es que a ellos les gusta.
– Un sabio maestro de Praga -se unió a la discusión un Reynevan algo sumido en ensueños- demostró que es una enfermedad. Que algunas mujeres hallan gozo en castigarse desnudas a ojos de todos. Por eso hay tantas mujeres entre los flagelantes.
– El apoyarse en los maestros praguenses no es cosa de aconsejar en estos tiempos -sugirió con aspereza el cura Felipe-. Mas en cualquier caso algo hay en ello. Los hermanos predicadores afirman que mucho del mal tiene su origen en la lujuria corporal, y la de la hembra es insaciable.
– A las hembras mejor las dejáis en paz -habló de improviso Dorotea Faber-. Pues vos mismo no estáis sin culpa.